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Agua suave en piedra dura
Por | Fahima Spielmann Por muy osado que sea el pedido hecho por nosotros al Altísimo, siempre será posible transponer las "rocas" de la justicia divina, alcanzando de Él misericordia. Al recorrer las primeras páginas de las Sagradas Escrituras, curioso es notar la misteriosa predilección demostrada por Dios hacia las aguas. Cuando la Tierra estaba todavía desierta y vacía, y las tinieblas cubrían el abismo, el Espíritu del Altísimo ya flotaba sobre ellas (cf. Gn 1, 2). Y luego después de crear el día y la noche, dio origen a los ríos y océanos, con los cuales cubrió la mayor parte de la superficie terrestre. Siempre benéfica para el hombre, el agua se reviste de los más variados aspectos. Es tranquila y poética en los lagos, majestuosa y enigmática en las altaneras olas del inmenso mar, delicada y silenciosa en el rocío, o abundante y fecunda en la lluvia. Entretanto, en las torrentes y cascadas, el líquido elemento, suave y acariciador de las lagunas y del sereno, se torna capaz de perforar la roca, recordando el famoso refrán: "¡agua suave en piedra dura, tanto golpea que perfora!". De hecho, son las cascadas símbolo de aquellos que, sintiéndose débiles como gotas de agua - no raras veces contaminadas por el pecado -, perseveran en su oración hasta conquistar lo imposible. Porque por muy osado que sea el pedido hecho por nosotros a Dios, siempre será posible transponer las "rocas" de la justicia divina, alcanzando de Él misericordia. El secreto, según San Juan Crisóstomo, gran Doctor de la Iglesia, está en la persistencia: No hay qué no se obtenga por la oración, aunque se esté cargado de mil pecados, con tanto que ella sea instante constante y continua". Así nos instruyó también el propio Cristo. Atendiendo al pedido de los discípulos de enseñarles cómo se debía orar, les reveló el Padre Nuestro, y luego después narró la parábola del hombre que golpea a la puerta del amigo a medianoche pidiendo panes. En esta, el dueño de la casa ya dormía con toda su familia; con todo, venció los incómodos naturales a fin de dar al otro lo que pedía, por causa de su insistencia. Concluye Nuestro Señor: "Yo os digo: en el caso de no levantarse para darle los panes por ser su amigo, ciertamente por causa de su importunación se levantará y le dará cuantos panes necesite" (Lc 11, 8). Nadie puede querernos tan bien cuanto el propio Dios, pues Él nos ama infinitamente más de lo que nosotros podamos amarnos. A veces, sin embargo, antes de concedernos ciertas gracias, Él desea vernos pedir con perseverancia. Actúa como una madre que, queriendo dar un regalo muy valioso para el hijo, lo hace ansiarlo antes de concederlo. A nosotros compete no desanimarnos y pedir con persistencia, de modo análogo a las caídas de la cascada, confiando no en la pureza de las aguas de nuestras obras, sino en la insistencia de nuestra oración. "Pedid y os será dado; buscad y encontraréis; golpead y la puerta os será abierta. Pues todo aquel que pide recibe; quien busca encuentra; y a quien golpea la puerta será abierta" (Lc 11, 9-10).
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