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Nuestras aspiraciones
Por | Mario Knezovic Aceptarnos como criaturas de Dios – son palabras que a menudo escuchamos y sobre las cuales meditamos. En muchas ocasiones estamos insatisfechos con nosotros mismos. Nos parece que los demás siempre y en todo, en la creación y en el crecimiento, han tenido mejor suerte. También nuestras acciones no han sido como hubiéramos querido que fueran. A menudo nos sentimos descontentos de nuestro aspecto, ocupación, ambiente… Además, nos parece que ni Dios es justo porque permite que el sol brille y que la lluvia caiga de igual forma, a los buenos y a los malos. La insatisfacción se acumula a pesar del hecho de que sabemos que como hijos de Dios hemos sido creados precisamente a su imagen y semejanza y de que somos irrepetibles. Muchos escritores espirituales y maestros sostienen que de la aceptación de uno mismo y de todo lo que nos sucede, provoca el cambio de estado en que vivimos. Aceptarse a sí mismo no significa permanecer siendo el mismo y no cambiar nada. Aceptarse a sí mismo es sólo el comienzo del cambio que anhelamos. En caso contrario, permanentemente nos daremos vuelta en un círculo, nos sentiremos cansados y permaneceremos en la misma posición. De esa forma, se acumula la desesperación, crece la falta de esperanza, y al final la esperanza muere. Una pregunta fundamental sería: ¿Qué anhela nuestro corazón – lo terrenal o lo celestial? Los criterios humanos no son los de Dios. Precisamente eso Jesús reprochó a Pedro cuando éste quiso apartarlo del camino que conducía a través de la cruz y el padecimiento a la salvación. Si durante toda la vida dirigimos nuestros pensamientos y fuerzas a los bienes terrenales y anhelamos “agradar” al mundo y no a Dios y a nosotros mismo, siempre estaremos distanciados de lo más importante: cómo somos ante los ojos de Dios y los nuestros. Por eso, si nuestra insatisfacción proviene debido a las cosas terrenales y a los criterios de este mundo, hemos sido llamados a volvernos a lo que supera este mundo efímero. En la Primera Carta a los Corintios leemos: “Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más perfectos.” (cfr. 1 Cor 12,31). En nuestras aspiraciones se esconde también nuestra individualidad. Es muy importante conocer las propias aspiraciones. ¿Qué cosa realmente deseamos de esta vida? ¿Qué es lo más importante para nosotros? ¿Es fundamental ser bellos y ricos, si sabemos que la belleza es relativa y la riqueza efímera? Más importante que esto es gritar con el salmista las propias aspiraciones: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu”. ¿Qué debemos hacer? Ante todo, como María, agradecer y alabar a Dios. Aceptar todo, realmente todo, lo que Dios quiere de nosotros – como María, Jesús, José y otros modelos de la Iglesia. Aceptación no significa aceptación de la impotencia y la extinción del deseo de cambiar, sino significa abrir las puertas a una transformación radical de la propia vida. Cuando María acepta la voluntad de Dios, el niño brinca en su seno y Ella da a luz a Jesús. Para nosotros es lo mismo: escuchar y comprender. Después se verifica en nosotros el inicio de una vida nueva y más santa, en la cual ya no es importante lo terrenal, sino lo que concierne al Cielo, desde donde esperamos la esperanza beatífica y la nueva venida del Salvador. aranza |
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