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Tentación del optimismo en el apostolado
Por | Javier Sánchez Martínez La libertad de los hijos de Dios permite que no todos los corazones estén abiertos para recibir la Palabra: hay corazones que se niegan a cambiar y otros que, en actitud aparentemente más abierta, se resisten a cambiar. Es abrirse o cerrarse a la conversión, abrirse o cerrarse a la gracia de Dios, a la conversión que revitaliza el corazón de piedra hasta hacerlo corazón de carne. El que realiza el apostolado no puede ser ni iluso ni insensato: no todos están esperando el Evangelio, no todos lo van a aceptar. Muchos edifican su apostolado sobre arena: piensan que cambiando los métodos que se habían utilizado, cambiando el lenguaje y los contenidos, muchos aceptarán el Evangelio y se volverán hacia el Señor. Pero la realidad se impone, y el problema no es el método, el lenguaje o el entusiasmo, sino el corazón del que recibe la Palabra. No es que haya que ser inmovilista: al vino nuevo del Evangelio siempre convienen los odres nuevos de técnicas, modos nuevos de evangelizar (¿acaso un blog no es un modo nuevo, este mismo blog, de evangelizar?). Pero no por cambian las técnicas o los modos el resultado va a ser inmediato, sorprendente y espectacular. Esta tentación la tienen quienes ven todo malo en la Iglesia y en el ejercicio pastoral y quieren crearlo todo ex novo, adaptando todo, para atraer y "llegar" a todos, soñando que simplemente eso, una nueva imagen y un nuevo lenguaje (que acaba siendo un nuevo contenido también), son la clave de la evangelización. La tentación de este falso optimismo vitalista induce a venirse abajo, desanimarse y abandonar cuando, habiéndose entregado con generosidad y esfuerzo, palpa unos resultados mínimos a todo lo que él habría deseado, no por él, sino por la Iglesia y el Reino. El principio de realidad se impone y nos resitúa: trabajamos y servimos a un pueblo concreto, a veces, de dura cerviz, que le cuesta trabajo creer, que prefiere Egipto a la libertad del Éxodo. Y esto exigirá del cristiano ilusión, ánimo, fe, entrega al Señor, paciencia y perseverancia. Una y mil veces volver sobre la tarea emprendida, evangelizar y servir, que no es nada fácil. El Señor conocía a su pueblo y leía en los corazones de los hombres: a cada uno le daba la palabra o el gesto necesario para que creyera. Sabía hasta dónde podía dar cada uno y lo que se puede esperar de cada persona y sus talentos, sin absolutizar (siempre es posible una conversión repentina, camino de Damasco) confiando en la gracia que puede transformar a toda persona. Ejerció su ministerio con esperanza, pero sin falsas ilusiones. Sufrió la crueldad de los que le abandonaban porque su predicación era demasiado exigente y sintió lástima del que prefirió las riquezas a su seguimiento. Pero no por eso abandonó su tarea misionera. El optimismo vitalista puede desilusionar al que choca con la realidad y no encuentra en ella lo que su imaginación le había hecho soñar. La esperanza en Cristo, cimentada en su amor, sitúa al apóstol de forma distinta: sirve sin confiar en los resultados, ni soñar en un paraíso que no existe. A un pueblo concreto y a unos hermanos concretos es a los que tiene que servir y que amar. Cuando el corazón se pone en Jesucristo y se confía y espera en él, se camina seguro incluso por las cañadas oscuras, a veces, del apostolado. Habrá que vigilar las inclinaciones del corazón, y no comenzar un trabajo pastoral desde el idealismo de nuestra fantasía, sino desde la realidad concreta en la que el Señor nos pone. aranza |
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