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El Dios que busca la inteligencia 


2024-08-07

Por | André Manaranche

El Catecismo de la Iglesia católica recoge la doctrina del Concilio Vaticano I, en la que se afirma la capacidad racional del hombre para conocer la existencia de Dios:(CIC 36). 

Nuestros caminos hacia Dios

A su manera, el hombre busca a Dios desde siempre. La Biblia nos presenta una revelación que nos sobrepasa, teniendo en cuenta las capacidades de nuestra sabiduría humana, que no sólo se debe poner en movimiento, sino también evitar las malformaciones groseras de lo divino. Dicho de otra manera, Dios es un derecho del hombre: Él es, a la vez, transparente en sus obras y diferente de ellas (Sabiduría 13,1-9; Romanos 1,18-23). Al volver a repetimos esto en el siglo pasado, el Concilio Vaticano I toma partido en favor del espíritu humano, castrado por el racionalismo de la más bella de sus posibilidades y privado del más vital de sus conocimientos. Al mismo tiempo, la Iglesia también proclama este principio para los ateos, que se adjudican el derecho natural de rechazar a Dios y se vanaglorian de ello como de una liberación; a los agnósticos, que no niegan nada pero se declaran incompetentes y sin un órgano apropiado; y a los mismos cristianos, que se refugian en el sentimiento invocando la «mística». Haciendo esto, la Iglesia se sitúa inequívocamente en el camino de la promoción humana sin la menor vacilación. Juan Pablo II no cesa de repetir estas mismas palabras, en una época en que la defensa de los derechos del hombre no siempre se lleva hasta sus últimas consecuencias. El hombre tiene derecho a Dios y nadie le debe privar de la libertad religiosa. Para ti, amigo, la fe te parece ante todo un deber, y un deber penoso; para el Papa es un derecho que permite el acceso a la alegría y a la realización personal. Tú preguntas: « ¿estoy obligado a creer?». Y tu pastor te responde: « ¿tú tienes el derecho de privarte de la fe?» Tú dudas, temiendo aburrirte o correr un riesgo incontrolable. Pero también hay otro riesgo, el contrario: asfixiarte por falta de adoración, caer en la pasividad por falta de verdadera alegría. Curioso, ¿verdad?

Sería grotesco que intentase hacerte en diez líneas una exposición de las mil y una razones para admitir la existencia de Dios. Tampoco voy a recurrir a «pruebas» matemáticamente comprobables. En este caso, el no creyente sería un imbécil, como ese alumno que no es capaz de encontrar, en la, pizarra de la clase, la solución al problema, que salta a la vista. La cuestión de Dios no proviene de lo que Pascal llama el espíritu de la geometría, sino que supone una reflexión en profundidad y que compromete la vida entera. El puro razonamiento no llega a la luz, sobre todo el razonamiento ramplón, que se queda en el nivel más bajo de sus posibilidades, en vez de elevarse «a los niveles superiores del saber».

El no creyente no es ningún tonto, ni el último de la clase; puede ser, incluso, muy inteligente y virtuoso, como veremos más adelante, pero es insensible al «por qué» último. También puede darse el caso que tenga por una caricatura grotesca de Dios, que bloquea su reflexión. Ten en cuenta, amigo mío, que tus falsas imágenes de Dios pueden provocar la incredulidad en otros.

Santo Tomás de Aquino no habla de «pruebas» de Dios, sino de «vías» hacia Dios, y tiene toda la razón del mundo. Es evidente que la vía concluye en alguna parte, pero proponiendo un camino, no administrando la solución del problema al instante. La solución nos hace cerrar la boca, el asunto concluye y no hay nada más que decir. El camino nos conduce hacia el asombro: un nivel en el que nunca se terminará de descubrir o de vivir. Tengo miedo, amigo mío, de que me pidas un «truco» para estar seguro de Dios, para arreglar esta cuestión de una vez por todas. Pero reflexiona. Si la existencia de Dios fuese algo evidente, ¿qué harías después? La clasificarías en tus archivos como un problema resuelto, como una tesis demostrada sobre la que no es necesario volver. ¿Poseer estos archivos te proporcionaría una vida espiritual? ¿Rezaría Rousseau a su «Ser Supremo» o Voltaire a su «Relojero»? Lo dudo. Además, como decía uno de vosotros: « ¿Dios nos ha creado como el relojero hace un reloj? Pero a mí no me gustan los relojeros».

Cada uno encuentra la vía hacia Dios que le parece mejor, tanto el carbonero como el universitario. Pero no todas las explicaciones sobre Dios son buenas, ni siquiera las que se plantean so pretexto de satisfacer el espíritu. Incluso hay algunas tremendamente simples. Es estúpido decir que Dios tiene que existir para hacer posible el arranque de la serie, como el primer huevo que da origen a la primera gallina, o la primera gallina poniendo el primer huevo... Vuelvo a repetirte que Dios no está sólo en el principio. Él es nuestra razón de ser permanente. Nadie existe por sí mismo, ni yo, ni mis padres, ni nadie. Los seres creados habrían podido continuar en la nada, y no han existido siempre. ¿Quién les pudo llamar, pues, a la existencia, a no ser el Amor increado y eterno? Este es el fondo de la cuestión. Dios no es, pues, el Ser supremo, el primero y el más grande en la cima de la pirámide. Dios está fuera de la construcción. He aparecido un día en la tierra porque un Amor eterno, que no me necesitaba, me ha querido y no cesa de quererme.

Partiendo de aquí, la filosofía prosigue su interrogatorio. Siendo el ser creado finito e imperfecto, ¿de dónde saca la idea de infinitud y de perfección que curiosamente anida en su corazón? ¿De dónde saca la idea de Dios, que no está en su poder, como si fuera una secreción del espíritu? ¿Cómo podría pensarse a Dios si no existiera? ¿Cómo podría tener todas las perfecciones, salvo la de existir...?

Ahora bien, todas estas reflexiones todavía no son la fe. Creer en Dios no consiste en admitir la idea de Dios, ni siquiera su existencia. Creer es acoger la revelación que de Él mismo nos hace en su Hijo Jesucristo. Es escuchar a Dios, hablar de Dios. Es «obedecer al Evangelio» recibiéndolo con humildad y sin considerarlo como una humillación. Porque, el Evangelio, lejos de vejar nuestra inteligencia, la sacia de una manera inesperada; lejos de detener su actividad, le da en qué pensar. No reproches a Dios el haber complicado las cosas revelándose a sí mismo. Lo hizo porque quería que conociésemos íntimamente su vida, con el fin de asociarnos a ella. El misterio no es un jeroglífico incomprensible para amargarnos la vida, si no una confidencia amistosa, que nos invita a la comunión.

En la Biblia, «conocer» no es tener conocimientos sobre alguien, sino conocer a alguien; no es identificar a alguien por su carnet, sino entrar en contacto con él y, en sentido estricto, «hacer el amor» con el ser querido. Esto es lo que quiso Dios al revelarse: ofrecemos su persona y no su retrato, su ternura y no su existencia bruta. Y, de esta manera, poner fin a los múltiples errores que el hombre no cesaba de acumular respecto a su Creador, después de haber pecado.

Por consiguiente, respondiendo a tu pregunta «deme una prueba de la existencia de Dios»), yo no te di la fe cristiana; simplemente espero haberte abierto el camino, despejando el obstáculo de la duda. No te quedes, pues, tranquilo viendo la ruta despejada. Avanza, vete mucho más lejos. Allí te espera, no un certificado o un diploma, sino una Presencia. ¡Inténtalo, al menos!

La solidez de nuestra fe

« ¿Y si un día se probase que Dios no existe...?»

Como ves, acabo de contestar a tu pregunta. Primero, Dios no se «prueba»: se descubre. Además, es imposible probar la existencia de alguien. Para conseguirlo, haría falta haber recorrido todos los lugares susceptibles de cobijarle, y nadie puede enorgullecerse de haber visitado todos los posibles escondrijos. Se puede afirmar, con André Frossard: «Dios existe, yo lo he encontrado». Pero no se puede decir: «Dios no existe, yo no lo he encontrado». Si no lo he encontrado es porque, tal vez, no haya escogido el buen camino...

Por último, y sobre todo, para mí creer no consiste en tener mis propias ideas sobre Dios, sino en acoger su visita personal. No se trata de contentarme sabiendo que existe, como existe una silla, un árbol, o fulanito de tal, sino de experimentar su ternura. No es decir «Dios», sino «Abba, mi queridísimo papá».

Por eso, cuando esta gracia me ha sido dada, ya no puedo perder la fe, como suele decirse. Imposible perderla por casualidad, como se pierde un manojo de llaves. Lo que se pierde así no es una fe viva, sino una costumbre mal enraizada, un hábito familiar, una religión juvenil. Y la prueba de todo ello es bien fácil de hacer. Cuando la gente pierde un objeto que estima mucho, lo reclama rápidamente en la oficina de objetos perdidos. Pero los que dicen haber perdido la fe no están dispuestos a recorrer ni medio kilómetro para buscarla. Más aún, a veces, ni siquiera se dan cuenta de lo que han perdido... No se pierde un gran amor sin sentir enseguida un vacío intolerable, ¿verdad?

En cambio, se puede rechazar la fe en Jesús. La Iglesia no se pronuncia sobre la culpabilidad de este abandono libre y consciente. Sólo nos dice, en el Vaticano I, que el cristiano no tiene ninguna razón objetiva para renegar del Evangelio. En efecto, cuando se ha conocido verdadera y experiencialmente el amor de Jesús, nada puede justificar nuestra deserción. Y, sin embargo, los abandonos se multiplican. ¿Por qué? Por razones subjetivas, a las que sólo Dios puede juzgar. Amigo, con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, creo poder decir que no me escandalizo fácilmente. Puedo sufrir, sobre todo a causa de determinadas personas de la iglesia, pero hay otras muchas que me ayudan poderosamente. Además, todo esto no tiene nada que ver con mi relación con Jesucristo. Lo que soporta Él, ¿por qué no lo podría soportar yo también? Así pues, no hagas mezclas explosivas. No tengo ningún motivo válido para dudar del Dios que me ha entregado a su Hijo ya quien he entregado mi corazón. Por eso me gusta este cántico:

Padre, yo soy tu hijo amado; mil pruebas de amor me has ofrecido.

Alabarte quiero con mi canto, canto de amor de mi bautismo.

Cuanto más viejo me hago, más evidente me parece este Dios, más descubro su identidad, más me hundo en él, mi fe se hace más familiar y mi corazón más sencillo. Estamos lejos de las «pruebas» que reclamabas y que sólo son buenas para los principiantes. Después, el Señor es capaz de revelarse a Sí mismo, más allá de cualquier jeroglífico cerebral. Sé más de Él apretándome contra su corazón que leyendo un libro.

Me dirás, sin duda, que también algunos santos se plantearon la cuestión: « ¿y si Dios no existiera?» Es cierto, pero hay que entender bien lo que querían decir con ello. El primero en hacerlo es San Pablo, y su razonamiento es el siguiente: si Cristo no hubiese resucitado, lo habría perdido todo y sería tremendamente desgraciado, porque todo se lo he dado a Él (1 Corintios 15,14-19). Se trata de una excelente ocasión, para el apóstol y para nosotros, de verificar si realmente se lo hemos dado todo. Este es el objetivo pedagógico de este supuesto imposible (igual que de este otro: «Sería capaz de amar a Dios aunque me condenara al infierno...»).

El cura de Ars también dice: «Si al final de mi vida descubriese que Dios no existe, estaría atrapado, pero no me arrepentiría en absoluto haber creído en el Amor». Bajo esta deliciosa ocurrencia, se esconde la certeza de que Dios es Amor y de que nunca el Amor puede fallar. Pienso también en esta «maliciosa» reflexión de un teólogo: «si Dios no existiese, se equivocaría». ¡Y tanto! Pues no podría verificar la bella imagen que tenemos de Él... Y que el mismo nos ha dado: la imagen del Amor. ¿De dónde si no podría venirnos esta imagen?.



aranza


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