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Audacia y valentía 


2024-09-18

Por | Alfonso Aguiló

Los hombres, muchas veces, tenemos miedo. El inventario de los miedos humanos sería inacabable. No nos extrañaría descubrir que un paracaidista, o un boxeador, a lo mejor tiene miedo de intervenir en una tertulia donde hay siete u ocho personas. Otras veces, un hombre que tiene una gran fuerza para los debates públicos y habla ante unas muchedumbres que a cualquier otro le resultarían abrumadoras, se asusta, a lo mejor, cuando el coche adquiere un poco de velocidad, o al encontrarse con un perro inofensivo.

Cada uno tiene su propio miedo. El temor es algo natural, ante lo desconocido, ante lo que supone dificultad y exige sacrificio. Cada uno sabemos lo que nos aterra; a veces nos avergüenza pensar cómo pueden dominarnos cosas tan tontas.

Piensa en qué cosas te dan miedo, y si debes o no superarlo. Piensa en aquello de que no aprenderá las lecciones de la vida quien diariamente no vaya venciendo algún temor.

Hay que, por ejemplo, evitar el desmedido afán de seguridad: perder el miedo a comprometerse en empresas que merezcan la pena, superar el exacerbado sentido del ridículo propio de muchas formas de ser. El riesgo al fracaso es un condimento que da sabor al triunfo. La vida es un juego maravilloso en el que hace falta apostar por las cosas en las que creemos y por las personas a las que amamos. Sin temeridades, pero con valentía, invirtiendo con generosidad los propios bienes y talentos. Si alguna vez se pierde, tampoco es una tragedia: cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender.

A veces los hombres buenos, pero apocados, se acobardan ante la agresividad del ambiente y se dejan influir demasiado por él.

�-Pon un ejemplo.

El miedo a ser coherente

Piensa en la tradicional persona poco coherente, que dice creer en Dios y ser cristiano, y que en realidad no le importaría serlo si fuera fácil, y sobre todo, si se llevara más.

Una persona que pone poco interés en ser buen cristiano, pero bastante en evitar que los demás piensen que lo es. El domingo procura ir a Misa a una hora que nadie le vea. Le da miedo que sus amigos se enteren de que vive o intenta vivir como exige la moral cristiana. Y si toca presumir de ser laxo de conciencia, probablemente él no se quede atrás.

Tiene pocas ilusiones; le cuesta poner esfuerzo en las cosas, decidirse por algo que sea difícil; y más, si cabe, en lo referente a Dios. Para hacer algo, necesita una certificación absoluta de que Dios se lo pide. Tiene un llamativo afán de seguridad para todo, menos para asegurarse el Cielo: lo único que sabe arriesgar �-y con bastante riesgo�- es la salvación de su alma.

Cuando reflexiona sobre su fe, quizá vea las cosas claras; pero el aire de la calle apaga sus ideales. Por no contrariar el ambiente del grupo, tiene una personalidad mudable, una especie de esquizofrenia que le lleva a presentar una cara distinta dependiendo de dónde y ante quién esté.

�-Entiendo. Pero, de todas formas, tú sabes cómo son de agresivos a veces esos ambientes. Ser coherente no es tan fácil como decirlo. Hay mucha gente de ésa que se constituye en juez y censor de todo, que ridiculiza a quien piense de forma distinta a la suya...

La poca categoría de unos y la incoherencia de los otros

Sí. No es fácil mantenerse firme ante esos ambientes, no cabe duda, pero también en esas lides se muestra el temple y la personalidad. Con gente acobardada, el cristianismo seguiría aún en las catacumbas, o nuestra civilización en la Edad de Piedra.

Ciertamente abundan esas personas críticas que dices. En el fondo, son muy poco amigas de la libertad de los demás; a veces, incluso, un poco fanáticas, por lo agresivo del proselitismo que hacen de su incredulidad y su laxitud. El error es estar siempre a la defensiva. Hay que hacerles frente sin miedos ni complejos. Son inseguros y débiles, como todos los que están lejos de la verdad. La verdad y el bien poseen mucha más fuerza. Esas personas suelen tener muy poco fondo; tienen sólo la fuerza de su talante agresivo, de su afán por ridiculizar, del terrorismo de su ironía hacia cualquier valor trascendente, o de su habilidad para sembrar cizaña dentro de la Iglesia y enemistar entre sí a los cristianos con su manipulación. Muchas veces, además, entrar en su juego es una pérdida de tiempo, porque es inútil intentar hacer razonar a quien su vida inmoral le impide entender las exigencias de Dios.

Lo malo es que cuentan con una complicidad: la del retraimiento de tantos que profesan una fe sin afán por conocerla bien ni energía para defenderla. 
 



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