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La realidad histórica del ser hombre y ser mujer
Por Antoni Carol y Enric Cases La anticoncepción mata a la madre y al padre, y con ello se frustra una faceta esencial de la persona El pecado distorsiona la realidad original La realidad histórica del ser hombre y ser mujer está marcada por el pecado. Desconocer este hecho llevaría a no poder reconocer la realidad original. El espejo original donde se refleja la imagen y semejanza de Dios está distorsionado, roto, aunque no del todo. Sólo Cristo es el Hombre perfecto que revela al hombre cómo es su situación y su ser. En este apartado veremos algunas de estas distorsiones en la femineidad y en la masculinidad, con el propósito de no confundirlas con lo original y menos con lo sobrenatural, sino tomarlas como algo a superar. La mujer es dadora de vida, especialmente en la maternidad, pero también en toda su actividad humana. El pecado lleva a que el egoísmo y la soberbia cieguen las fuentes de la vida y de la donación. Una manifestación clara es la anticoncepción. La voluntad amorosa da y se da. La voluntad maliciosa se resiste y manipula la acción natural para separar lo placentero de lo fecundo. El efecto en la mujer es un agostamiento de la espiritualidad y un endurecimiento del carácter. Hombre y mujer ya no engendran hijos de Dios, sino hijos para sí (ensimismamientos estériles). La anticoncepción mata a la madre y al padre, y con ello se frustra una faceta esencial de la persona. Para esta deformación pecaminosa el otro se transforma en un objeto a utilizar, y al perder el aspecto personal -que es el más unitivo-el objeto deja de ser valioso y acaba molestando. Se pierde la esencial dimensión humana del don de sí. Por ello se puede decir que la mentalidad fértil es profética, porque defiende a la persona de las tinieblas de los egoísmos. El varón frustra su papel respecto a la vida y de proteger dicha vida a través de la mujer, con lo que la pareja cerrada y egoísta se hace muy poco capaz de amor verdadero y gratuito, con toda la decepción que esto lleva consigo. Una consecuencia de esta mentalidad es la dificultad de la comunidad de personas entre hombre y mujer, que se ven más como cómplices que como compañeros y amigos; ya no se contempla al "tú" como otro "yo" que me perfecciona. Por esta vía es fácil que crezca otro enemigo siempre latente: suplantar el intercambio de la comunión por la posesión y el dominio. Surgen de ahí las luchas por dominar, luchas que tan crueles heridas han dejado en la historia, como se puede apreciar en la plaga de separaciones, que encuentran en este defecto gran parte de su explicación. Pero el problema no está sólo en la pareja, sino que pasa a las relaciones entre padres e hijos, al trabajo profesional, a los logros sociales. Se pierde el ideal de servicio, del amar gratuito (que se tilda de locura o de utopía irrealizable). Si la envidia se adelanta al servir se pierde el optimismo de la mirada limpia. Los demás son vistos como "escalones" en lugar de personas, hermanos, hijos u otro Cristo. En cambio, la mentalidad sanada y cristiana entiende la "locura" de la entrega sin condiciones: el que pierde su vida la encuentra (cf. Mt 10, 39); no sólo en lo más espiritual, sino incluso en forma de felicidad y plenitud, de esa felicidad que el mundo no puede dar. El pecado torna el dominio del mundo exterior en una carrera por la competitividad. Lo importante no es amar y conocer la verdad, sino el éxito, y sus pequeños derivados de confort. Y la vida laboral pierde sentido, mucho más si es necesario el sacrificio. Es una carrera a ninguna parte. En esta lucha, la competitividad hiere más profundamente a la mujer. Si ella entra en esta lógica puede vencer en las luchas, pero a costa de perder lo gratuito, encerrándose en un ritmo de vida que la deja interiormente seca, arisca y decepcionada. Y el mundo queda huérfano de servidores, "desmadrado", "desbrujulado" también en lo humano. Lo mismo podemos observar en la lujuria, que ciega los ojos del alma y convierte al hombre y a la mujer en el hombre animal del que habla San Pablo. La castidad, en cambio, es fuente de amor limpio y de plenitud humana, es afirmación gozosa del amor. Sin ella la vida matrimonial se empequeñece y se ensucia. Pero fuera de ella las degradaciones son degradación humana, como se ve en la promiscuidad, en la prostitución y en la homosexualidad práctica. La falta de castidad hace imposible el amor verdadero. La lógica del pecado es la del egoísmo y del orgullo. La lógica cristiana es la del amor y la entrega. La primera deshumaniza, la segunda sana las tendencias heridas. La realidad cristiana dice que es posible superar el pecado y alcanzar altas cotas de perfección y santidad, tanto en el hombre como en la mujer, cada uno a su modo. No se puede aceptar como natural lo que no es más que una consecuencia del pecado que hiere la condición femenina o masculina del ser humano. De ahí la importancia de volver a las fuentes de la creación remontándose al Ser divino, Uno y Trino en Personas. La pereza impide el desarrollo de todos los talentos de la persona en la sociedad, en la familia y en la propia individualidad. La pereza es falta de amor y de diligencia. Es ocio pasivo, no ocio contemplativo fuente de acción. Esa pasividad lleva a fuertes males y frena el progreso, agosta la mente, debilita la voluntad y conduce a una desidia que es debilidad y pobreza. La ira, por seguir los pecados capitales, lleva a la agresividad física o psicológica, al enfrentamiento. Pasa de ser un sentimiento de superación de los obstáculos, a ser una fuente de malestar para la sana convivencia y la armonía social. En el caso de las relaciones entre sexos es necesario un continuo comprender y perdonar para superar los diferentes modos de ver la vida y de actuar. Sin perdón no hay convivencia y se pierde el amor, pues el perdón es amar cuando el otro es desagradable o menos amable. La ira como pecado es una manifestación de orgullo que se manifiesta violento y desagradable. En los casos extremos está la guerra, el insulto, la violencia física que tanto daño pueden hacer. La templanza en los sentidos es necesaria para la virtud. Es conocida la distorsión de la prudencia que produce la falta de templanza (gula, alcoholismo, drogadicción, impureza). El destemplado se vuelve como una fiera que busca satisfacer sus propios sentidos o sus pasiones, con ello hace imposible el amor, que es donación generosa. Como la satisfacción de los sentidos es efímera, entra en el círculo de la frustración y de la insatisfacción, que puede ser agravada por el vicio, con lo que el desorden puede ser aún mayor. En el caso de la convivencia entre sexos es patente la necesidad de una relación armoniosa en presencia de un estilo de vida templado. Cuando se ve al otro simplemente como objeto de placer, se le des-personaliza, deviene un objeto de uso y no alguien a quien amar; no se busca el bien del otro, sino el propio egoísmo, y la consecuencia es la soledad amarga e insatisfecha. En fin, la virtud requiere moderación en los sentidos y en las pasiones. Si se observan las concreciones culturales -que no son ajenas al peso del pecado original- a través de las cuales se percibe lo femenino y lo masculino es posible observar cómo la mayoría defienden la condición de la maternidad, pero es frecuente también que introduzcan a la mujer en una cierta subordinación. Un planteamiento más cristiano lleva a buscar la armonía de una "igualdad diferente" y consciente del valor de las diferencias. Pero es posible observar también la influencia de la cultura materialista que rechaza el papel de madre y busca una equiparación al varón como fórmula de autorrealización. Pensamos que esta solución -por un análisis simplista de la realidad de hombre y mujer-lleva a frustraciones mayores aún que en las culturas primitivas. María, nueva Eva La obra de Jesús, en cuanto recapitulación de la creación rota por el pecado, pone en primer plano su masculinidad: Jesús es un varón. Pero, simultáneamente, nos obliga a pensar también en la feminidad. El primer Adán no estaba solo. Eva tenía con él la indisoluble unión establecida por Dios y que ningún hombre puede romper. Al lado de Jesús está María, como nueva Eva. La relación entre ellos es distinta de la que existía entre el primer Adán y la primera Eva; pero ello no impide que el plan divino cuente con una nueva Eva: Dios imprime la marca femenina en la nueva creación que es la redención. "Al término de esta misión del Espíritu, María se convierte en la "Mujer", nueva Eva "madre de los vivientes", Madre del "Cristo total"" (CEC 726). Cristo, el "nuevo Adán" (cf. 1Cor 15, 21-22.45), por su obediencia hasta la muerte en la Cruz (cf. Flp 2, 8) repara con sobreabundancia la descendencia de Adán (cf. Rm 5, 19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el Proto evangelio la Madre de Cristo, María, como "nueva Eva". Ella ha sido la que, en primer lugar y de manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Cc. de Trento: DS 1573). De ahí lo importante que es contemplar a María como nueva Eva, la primera redimida y modelo de la nueva mujer (y de la antigua antes del pecado de origen). María no se distingue de Eva ni por el cuerpo, ni por la actividad externa, sino por el hecho de recibir la gracia divina en el momento de su concepción y por usar una libertad unida a la de Cristo con la cual ha superado la prueba paralela a aquélla en la que Eva sucumbió. Con Cristo y por Cristo se constituye en Madre de los hombres. Veamos en qué consistió la prueba de Eva y de María. Eva desconfió de Dios, le puso en estado de sospecha y desobedeció; no creyó en la palabra de Dios. Eva era inmaculada antes del pecado original y estaba elevada a participar de la vida divina, pero era libre y, en estado de prueba, cayó y pecó. María es Inmaculada por especial protección de Dios, es llena de gracia, pero ello no quita que sea realmente libre en la prueba y en la respuesta. Veamos sus respuestas. La primera es la respuesta afirmativa a la vocación a la virginidad. Es cosa clara que la virginidad por amor a Dios es más perfecta que la maternidad, porque supone un amor generoso de corazón indiviso al Esposo, que es Dios mismo. María es Virgen antes, durante y después del parto, es la siempre Virgen que ama a Dios con un amor esponsal y pleno. Pero también es Madre por especial vocación divina. Ella entra con todo su ser femenino en los planes de Dios y eleva la maternidad a un nivel inimaginable para un humano: ser Madre de Dios, entrar en una relación personal con Dios Hijo, y -a través de Él- con el Padre y el Espíritu Santo. La maternidad comporta unas relaciones físicas, afectivas y de intimidad extraordinarias con Jesús, como ya hemos visto. Pues bien, estas relaciones se dan entre la Persona del Hijo de Dios y María. Si la paternidad de Dios Padre con respecto al Verbo es dar toda su vida, de modo que el Hijo es consustancial con el Padre, la maternidad de María se asocia de una manera especial a esa paternidad, pero al modo femenino. Todos los privilegios que Dios le concede dependen de esta realidad humana y divina. Pero María accede a ella por la fe: cree que lo que le anuncia el ángel -algo nunca visto- se va a realizar en Ella. Pero la prueba suprema se da en la Cruz, cuando ve la pasión y muerte crucificada de su Hijo. Es posible pensar en el dolor y en una posible tentación de rebelión ante la voluntad del Padre (que es amorosa, pero se presenta cruenta): si Cristo mismo es tentado, ¿por qué no María? Pero Santa María no se rebela, no alega los múltiples modos en que se podría haber realizado la redención sin necesidad de recurrir al dolor de su Hijo, que es dolor de Dios. Y acepta el misterio del Amor que se humilla hasta el extremo de la muerte, y ahí recibe la llamada de ser Madre de los hombres, siendo ya Corredentora junto a su Hijo, el único Mediador. El misterio del amor esponsal y del amor maternal llega a su máxima expresión. Con ese amor revela María el ser femenino y, en cierta manera, todo el amor de la criatura libre. Con la virginidad revela la esponsalidad del alma con Dios por medio de un corazón indiviso. Con la maternidad en la Cruz revela la maternidad generosa que no se echa atrás a la vista de lo que representa un amor que no se detiene ni ante la humillación, ni ante el dolor, ni ante la muerte. Pero hay más: al decir "ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26) se le encomienda el papel de Madre de los hombres y Madre de la Iglesia. María, dadora de vida humana a Cristo que es la Vida, pasa a ser también dadora de la vida de su Hijo a los hombres. Esa maternidad se prolonga en la educación, por eso su misión maternal se extiende a todos los hombres de todos los tiempos y de múltiples maneras (de las cuales conocemos sólo algunas). Santa María es vínculo personal, como se advierte en toda su vida -y de modo muy especial- entre los primeros discípulos, que perseveraban unánimes en la oración con Ella antes de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). Una mirada a la historia de la Iglesia muestra esa acción de unir a los hermanos cuando las rencillas hacen peligrar la unión. María vive toda su vida como don y servicio a su Hijo, pero también a su esposo José y a todos los que la rodean. Esta donación generosa se prolonga en su papel de Reina y Madre: como Madre quiere y como Reina puede ayudar a los hijos de Eva que batallan en la prueba aún no concluida. La importancia que tiene la actividad externa de María es relativa: Ella trabaja en lo mismo que la mayoría de las mujeres de su tiempo, pero con una idea clara de cuál es su vocación en la vida, a la que todo se subordina. La mujer puede descubrir en María la realización de sus aspiraciones más profundas, lejanas a la frustración. Toda mujer está llamada a ser virgen en el sentido de esposa de Dios, y a ser madre en relación a la Humanidad y no sólo respecto a los propios hijos. La gracia de Cristo, que sana las heridas del pecado, a la vez nos acerca al amor esponsal y maternal -cuyo ideal vemos realizado en la vida de Santa María-, pero la cooperación debe ser libre, y... eso es comprometido. aranza |
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