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Mujer, ¿dónde están los que te acusan?
Por | P. Antonio Rivero Despertar en cada una de las mujeres que me escuchan o me escucharán en el futuro la conciencia de su pecado y la acción liberadora de Jesús, invitándolas a un cambio de vida Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa mexicana nacida en el siglo XVII, denominada el "Fénix de México" y también "La Décima Musa", escribió una poesía que ha recorrido el mundo, a favor de la mujer, a quien acusan a veces los hombres sin razón. Dice así la poesía: "Hombres necios, que acusáis Si con ansia sin igual Combatís su resistencia Opinión ninguna gana, Siempre tan necios andáis Dan vuestras amantes penas ¿Cuál mayor culpa ha tenido ¿O cuál es más de culpar, ¿Pues para qué os espantáis Jesús entra en la situación histórica y concreta de la mujer, que lleva sobre sí la herencia del pecado Es de todos conocido este encuentro de Jesús con esta mujer adúltera. Lo encontramos en el evangelio de san Juan, capítulo 8, 3-11. ¿Quién era esta mujer? ¿Por qué llegó a esa situación existencial? ¿Cómo fue el encuentro con Jesús? ¿Cómo fue el desenlace? Vamos a ir contestando a estas preguntas en tres puntos: cómo era esta mujer antes de encontrarse con Cristo; cómo fue el encuentro de Jesús con esta mujer, y cómo se fue esta mujer después del encuentro con Cristo. a) Antes del encuentro con Cristo Esta mujer había caído presa del pecado de la carne. Le devoraba la lujuria. ¿Por qué? Tal vez necesitaba amar y ser amada, pero no supo encauzar su amor. Tal vez no tuvo a ningún buen amigo que le ayudó a volcar su verdadero amor. Entonces se dio al amor fácil, al amor libre, al amor que no sacia, al amor que devora y no hace feliz. Esta mujer llevaba a cuestas una situación de pecado terrible: la lujuria programada, orquestada, como faena de la que vivía. Le pesaba en su conciencia, qué duda cabe. Trataba de acallar su conciencia, con otro turno más, de donde recibiría su paga con la que podría comprar más perfumes que seducirían a esas hienas hambrientas de carne, pero no de amor verdadero. El amor es una palabra muy seria. Es una realidad sumamente comprometedora. Les traigo un texto del papa Juan Pablo II sobre el amor, el amor verdadero: "El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente..."(R.H. 10). Esta mujer adúltera, antes de encontrarse con Cristo, no se había encontrado con el verdadero amor, y por eso vivía sin sentido su vida. Por no haberse encontrado con el verdadero amor, se dio frenéticamente a la satisfacción de las pasiones carnales, que nada tienen que ver con el verdadero amor, que es siempre fiel, exclusivo, único, delicado, limpio, noble, recatado y, sobre todo, espiritual. Ella vivía, no la dimensión profunda del amor, sino la caricatura del amor, la perversión del amor. La lujuria no es amor, sino la caricatura del amor. La lujuria no es amor, sino la perversión del amor. La lujuria no es amor, sino la profanación del amor. La lujuria no es amor, sino el engaño al amor. La lujuria es esclavitud, el amor es libertad. En la lujuria se entrega el cuerpo, pero no la persona. En la lujuria se entrega el deseo incontrolado, no el amor. En la lujuria se maneja y se cosifica al otro en orden al placer; en el amor, se respeta al otro y se hace don para el otro. En la lujuria, no hay diálogo humano, sino voracidad animal. ¡Qué triste cuando una mujer o un hombre caen en las redes de la carne, en las garras de la lujuria! Simplemente se degrada, se rebaja, se animaliza. El amor, por el contrario, eleva, exalta, ennoblece y dignifica. Les invito con el poeta Virgilio, pagano que no conoció a Cristo, pero conoció el verdadero amor: "Todo lo vence el amor; entreguémonos también nosotros al amor". Así era esta mujer antes de encontrarse con Cristo: una mujer que no se había encontrado con el verdadero amor; una mujer que había vendido su alma y cuerpo al placer. Una mujer triste, desilusionada, asqueada, esclava. Pero, ¿qué pasó al encontrarse con Cristo? b) Durante el encuentro con Cristo Los acusadores, que se creían impecables, la trajeron a rastras, sorprendida en adulterio. Y se le lanzaron a Jesús, al suelo, como si fuera la misma peste. Sabían muy bien la Escritura y la ley de Moisés que castigaba este pecado con la lapidación. Por lo mismo, también se trajeron su piedra cada uno, y con su piedra su odio contra Jesús, su astucia retorcida, para probar a Jesús, el Santo, el Hijo de Dios. Si Jesús la condenaba, ¿dónde está la misericordia de Jesús, como dicen que tiene? Si Jesús no la condena, no puede ser tan santo como dicen también, pues quebrante la sacrosanta ley de Moisés. Sí o sí Jesús estaba frente a una trampa. Pero estos hipócritas y falsos no contaban con la sabiduría de Jesús, que es tan santa como su misericordia. Primero no hizo caso, seguía en lo suyo: escribiendo en el suelo. ¿Qué escribiría? ¿Los pecados de esta ralea de gente que tenía en frente? Segundo, se levanta y les lanza una llamada de atención a sus conciencias: "El que de vosotros sea inocente y no tenga pecado, arroje sobre ella la primera piedra". Y finalmente, se levanta y ve a la mujer sola, delante de él. La mira con esos ojos que sólo Él tiene, con infinita ternura y misericordia. Y abre su boca para decirle estas hermosas palabras que todos escuchamos también en cada confesión sacramental: "¿Nadie te ha condenado?...Pues yo tampoco te condeno. Vete y no vuelvas a pecar". c) Después del encuentro con Cristo Esta mujer era ya una mujer nueva, purificada, limpia, liberada y con la gracia de Cristo en su alma. Su alma volvió a revivir. Su mismo cuerpo quedó también reconstruido. ¿Qué hizo después? Es de suponer que llevaría una vida correcta, pura. Ya no fue necesario volver a su esclavitud carnal. En Jesús supo encauzar su amor. Jesús le sanó la raíz de su mal y le dio un corazón nuevo. Eternamente agradecida, seguiría a Jesús y daría testimonio de su amor y misericordia para con ella, como hizo la samaritana. 2. La liberación de esclavitudes y culpabilidades El pecado es esclavitud. El lujurioso es esclavo de la carne. El mujeriego es esclavo de las mujeres. El avaro es esclavo del dinero. El perezoso es esclavo de su comodidad. El egoísta es esclavo de sí mismo. El soberbio es esclavo de Satanás, que es la soberbia personificada. El borracho es esclavo del vino. El glotón es esclavo de la comida El corrupto es esclavo de sus enjuagues El mentiroso es esclavo de su propia mentira. El violento es esclavo de su ira. El vengativo es esclavo de su venganza Y pensar que Dios nos hizo libres, desde el día de nuestro bautismo. El pecador prefiere la esclavitud a la verdadera libertad de los hijos de Dios, vendiendo el precio inconmensurable de su libertad por un plato de lentejas como Isaú a su hermano Jacob. ¿Quién nos liberará de estas ataduras y esclavitudes? Sólo Jesús. Él es el único que salva y libera, cura y reconforta, destruye el pecado y reconstruye con su gracia. ¿Dónde nos libera y nos cura? En el sacramento de la confesión sacramental. En aquí donde Dios suelta todas esas ataduras del corazón y nos concede gozar de la verdadera libertad y nos devuelve el verdadero amor, para que llevemos una vida digna, sin culpas, sin grillos, sin peso. 3. Conclusiones Primera conclusión: echar fuera de mi vida el pecado, que es la verdadera esclavitud. Segunda conclusión: si tenemos la desgracia de caer en el pecado, debido a nuestra debilidad, acudir rápidamente a la confesión para experimentar la misericordia de Jesús. Tercera conclusión: dar testimonio de la misericordia de Dios a mi alrededor y ser yo portador de esta misericordia, mediante mi caridad de pensamiento, de palabra y de acción. aranza |
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