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Crestas de gallo, orejas de conejo


2007-05-18

Por Caius Apicius

Madrid, (EFE).- La cocina, como casi toda actividad humana y aunque siempre haya quien piensa que está descubriendo cosas, es una sucesión de ciclos; hay un tiempo en el que se valoran mucho determinadas recetas, determinados productos, que luego caen en el olvido para reaparecer tiempo después y reiniciar el ciclo.

En realidad, e incluyendo todas las "novedades" de la cocina de laboratorio, también es aplicable a la cocina lo de que nada se crea ni se destruye, sino que simplemente se transforma. Lo que pasa es que hoy le damos más importancia al "transformador" que al creador, cuya identidad muchas veces ignoramos por completo.

Pasa un poco como con la ópera: hoy los protagonistas de la ópera no son los cantantes, ni los compositores. Quien importa, quien se lleva todo el mérito, es el director, y no hablo del musical, sino del de escena. Vamos, que Wagner, Mozart o Verdi son secundarios al lado de las genialidades de un ciudadano que ambienta "Don Giovanni" en 1950 o "Rigoletto" en el Chicago de Capone.

Bueno; volvamos a lo nuestro. La cantinela de muchos chefs y de buena parte de la crítica es, hoy en día, la escasez del buen producto. A ver: si el "buen producto" es el caviar beluga iraní, o la trufa blanca del Piamonte, pues sí, cada vez hay menos; pero su desaparición afectaría a un porcentaje tan mínimo de la población mundial que más que de porcentaje habría que hablar de "pormillonaje".

Pero ellos, a lo suyo, apocalípticos: se acaba lo bueno, y hay que cocinar otras cosas. De ahí una cosa muy divertida que alguien ha bautizado como "trash-cooking", que podemos traducir perfectamente no por "cocina-desperdicio", como su autor, sino por "cocina-basura".

Ejemplos: las crestas de gallo, la piel del pollo, las orejas de conejo, las espinas de determinados pescados, las pieles de otros... Ahí tienen las últimas "genialidades" de la vanguardia. Las crestas de gallo fueron muy usadas, allá por el XIX, junto con los llamados "riñones" del mismo animal -eran los testículos, claro-, para elaborar guarniciones como la Régence, la financiera... Hoy resurgen con cierta incidencia, siempre mínima, pero... ya ven: moda.

Sucede que no me parece que utilizar en cocina estos "desperdicios" y darles protagonismo sea algo que vaya a paliar la teórica escasez del buen producto. Lo único que se está haciendo es eso, convertir cosas que se han comido siempre, pero como partes muy poco importantes de un plato, en estrellas de la cocina. Una cosa es comerse el pollo con piel... y otra hacer un plato de piel de pollo sin pollo.

De todos modos, una cosa está clarísima: para comer crestas de gallo se presupone al gallo, como para comer orejas de conejo hay que tener un conejo, para la piel de pollo hay que hacerse con un pollo, para las raspas de anchoa necesitaremos anchoas, etcétera. O sea que si se acaban las anchoas no habrá la menor posibilidad de darle a alguien un plato de raspas de anchoa fritas, es decir, que la "trash-cooking" no es alternativa a la escasez.

Digamos que es el uso de partes del animal que últimamente no gozaban de ninguna popularidad... pero para cuya preparación hay que tener, de entrada, al animal portador. De todo lo dicho, lo más prestigioso -in illo tempore- fueron las ya citadas crestas de gallo, que hoy reaparecen más que nada gracias a la labor de una empresa avícola que las distribuye enlatadas.

Personalmente, no adoro su textura. Pero si todo lo que se le ocurre a la nueva generación es dar de comer crestas, pieles de pollo o pescado, espinas u orejas de conejo, la cosa sí que es para estar "downcast" y, sobre todo, "crestfallen", es decir, un tanto cabizbajos y meditabundos o, como transliteraba muy bien un buen amigo, claramente "cabizbundos y meditabajos".-



AAG


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