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El abandono del cuerpo en la cultura católica
Rodolfo Papa / ZENIT.org ROMA.- En las reflexiones anteriores hemos reconstruido algunas raíces y algunos efectos de la iconofobia contemporánea, estudiando sobre todo, las sorprendentes relaciones con el arte sacro cristiano, en los términos de prevalencia del texto escrito, también publicitario, sobre la imagen, y de equívoco entre imagen fotográfica e imagen artística. Me parece oportuno, en este punto del recorrido, abrir un paréntesis de sociología del arte y de la estética, relativa a una cuestión capital: la corporeidad. La iconofobia significa, de hecho, también el abandono, o incluso el desprecio, del cuerpo. De modo particular quería hablar sobre un texto escrito por un crítico francés contemporáneo (que escribe desde un punto de vista no católico): La imagen abierta. Motivos de la encarnación en las artes visuales de Georges Didi-Huberman. Didi-Huberman propone un análisis de las relaciones antropológicas cruciales que las imágenes tienen con el cuerpo y la carne, más allá de las nociones usuales de antropomorfismo o de las representaciones figurativas. Escribe: "Estamos delante de imágenes como delante de cosas extrañas que se abren y se cierran alternativamente a nuestros sentidos -se entiende con este término un hecho de sensación o significado, el resultado de un acto sensible o el de una facultad inteligible. Aquí, creemos que tenga que ver con una imagen familiar, pero de repente se cierra a nosotros y se convierte en inaccesible por excelencia. Allí -otra versión de esta inquietante extrañeza-, hemos experimentado la imagen como un obstáculo insuperable, una opacidad sin fondo, cuando improvisadamente esta se abre ante nosotros y parece querer engullirnos. Las imágenes nos abrazan: se abren a nosotros y se cierran sobre nosotros en la medida en la que suscitan en nosotros algo que podemos llamar una experiencia interior"[1]. A través de esta "apertura" se da la posibilidad de leer las imágenes en el contexto del paganismo así como en el del cristianismo. En el caso del paganismo, Didi-Huberman afronta la relación entre la imagen dibujada o esculpida y la carne, en el caso de las semblanzas de la carne de Afrodita formada por la espuma del mar; descubre así una dimensión metafórica en el mundo antiguo, algo que consigue representar a la vez, el mito y la corporeidad de la existencia entendida en su misterio mágico, de hecho, "el nacimiento de Afrodita -el nacimiento de la misma Belleza- se cuenta como un drama metafórico de una materia abyecta: la espuma le da forma"[2]. Según Didi-Huberman, el cristianismo, sin embargo, intenta superar los límites de la imitación, y se pone en estrecho contacto con los signos que se convierten en síntomas, y la misma carne se hace imagen, "porque la carne es indestructible. Es una correlación increíble, como dice el mismo Tertuliano, de la locura de la Encarnación. El Verbo se encarna, de hecho, para que Jesús se sacrifique, para que Jesús muera; pero Jesucristo muere sólo para resucitar; y resucita sólo para salvar a la humanidad dando, con el milagro de su resurrección, la figura -la profecía, la "norma", la ley (lex)- de la resurrección final de la que toda carne se beneficiará. Entre las nociones del Verbo divino hecho carne y la noción de la carne humana destinada a resucitar, Tertuliano establecerá casi una relación de ecuación teológica, en todo caso, una relación de implicación necesaria. Si el Verbo se ha encarnado para salvar al hombre, es porque quería salvar la carne del hombre arrepentido"[3]. Didi-Huberman llega así a descubrir una relación imprescindible entre el cuerpo y la imagen, una relación entre el sentido último de la Encarnación y la posibilidad de su representación como adhesión no sólo externa, sino a través de una fe "encarnada" en la vida, interior y espiritual. Didi-Huberman, a través del recorrido hermenéutico del texto apologético de Tertuliano, alcanza a comprender el sentido de la experiencia mística de los estigmas de san Francisco de Asís, restituida por la lectura de la Vita prima de Tommaso da Celano donde, en la descripción de los clavos oscuros impresos en sus manos y en sus pies en contraste con el candor del Encarnado, se afirma que tales signos de martirio no producían horror, sino que le conferían dignidad y belleza; "en este sentido, la relación con la imagen que el estigma implica es lo contrario de una relación de espejo. Lo estigmatizado no imita a Cristo en el sentido de un "juego de espejos": su posición identificadora es fundamentalmente distinta. Esta intenta, como se ha dicho, exceder la imagen con la imagen y en la imagen; reproducir el misterio de una íntima conversión sintomática. Presupone, por tanto, una contorsión que intenta superar lo opuesto a la visión, licuar el sujeto en la imagen -San Francisco "se derrama en las llagas de Jesús"-, y después de reproducir, desde el interior, la imagen sobrecogedora del clavo encarnado... No nos sorprenderá el hecho de que esta característica del imago, a diferencia del speculum, si ha sido obviada por muchos exégetas textuales, ha sido profundamente pensada y elaborada en el trabajo de la pintura, desde el momento en que los pintores no dejan de desplegar la eurística de lo que es el mismo elemento de la identificación estigmatizante, es decir lo visual y su eficacia. Así la relación de San Francisco con la imagen de Cristo en la cruz, desde el siglo XIII, se presenta a menudo como una relación de incorporación más que cara a cara como en un espejo"[4]. Se aclara que en la experiencia espiritual y mística del cristianismo se puede rastrear al menos una parte, no secundaria, de la constitución de un sistema artístico complejo y realizado, capaz de representarin imagine picta el sentido propio de la fe en Cristo. Todavía escribe Didi-Huberman: "en general, el culto a la sangre de Cristo, a partir del siglo XIII hasta el inicio de la edad barroca, parece ir al mismo nivel que un planteamiento no de la Gestalt sino de la Gestaltung. Es decir: ¿Cómo nacen las figuras? ¿Cuál es la causa no solamente 'formal', sino también -y sobre todo- material?"[5]. Didi-Huberman provee, por tanto, a partir del exterior, de un punto de vista desde el que observar la larga historia del arte cristiano, centrado en el cuerpo, en la Encarnación, las modalidades donde se entrelazan la carne y la imagen. La iconofobia que ha infectado el arte sacro, lo ha hecho enfermar de incorporeidad. Y resulta, según mi opinión, sorprendente que los propios católicos se hayan dejado sustraer la importancia de la imagen del cuerpo, la importancia del cuerpo representado. ¿Por qué ha sucedido tal abandono? La pregunta se nos impone no sólo por la vía sociológica y cultural, para cuyas preguntas Didi-Huberman puede, quizás, ayudarnos a encontrar las respuestas, sino que se nos impone por vía teológica, litúrgica, espiritual. La pregunta es difícil, y exige una repuesta global que recorra más ámbitos disciplinarios: ¿por qué la iconofobia se ha convertido en el (no) lenguaje contemporáneo del arte cristiano, siendo incapaz de ofrecer el centro, la esencia, el origen y el fin de todo discurso -y no sólo artístico- cristiano, es decir el cuerpo de Cristo? KC |
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