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Qué digo cuando digo que conocí a Nelson Mandela


2013-12-09

Nemer Alexander Naime S. Henkel, La Jornada

Nelson Mandela solía congregarse con jóvenes de todos lados. Los recibía en la sala de su hogar. Los jóvenes, congelados de admiración a pesar del calor sudafricano, hablaban poco, con voz temblorosa. Preferían escuchar la sabiduría de un hombre de mil experiencias.

Un joven de India, con una gran inclinación hacia el debate, tomó asiento al lado de Madiba. La plática pronto se calentó. Era sobre el activismo. El joven expresaba su deseo de cambiar el mundo de la noche a la mañana. Mandela, en el sofá, se reservaba, escuchaba y pensaba�

Muchos hablarán y glorificarán a este hombre en los días por venir. Como es de reconocer y de admirar, su vida fue una �de las pocas quizás� que se puede ilustrar con todos los colores. Nació pobre, se educó, vivió en prisión muchos años, perduró, formó una familia, se divorció, construyó una nación, la dejó crecer, sembró una idea, supo cuándo extender la mano y cuándo cerrarla, vivió lo suficiente para ver al mundo cambiar y murió, porque tambien eso es parte de venir a este mundo.

Yo, como tú, conocí a este personaje a través de historias, anécdotas, leyendas y lecturas. Desconocía que tenía cataratas en los ojos, que en su mano tenía cicatrices, que secretamente se despertaba en las noches a comer un pan, que su voz es una de esas que no tienen eco, que a veces soñaba el mismo sueño que cuando era niño: volar sobre su aldea.

Entré a la sala de Mandela con esta figura en la cabeza y con una juventud plena. Tenía hambre; el mundo era mío y quería también la Luna. Soñaba de manera irresponsablemente, como se debe, a esa edad. Quería armarme de ideas, de boinas, de palos y arreglar el mundo a madrazos. Para mí, las ganas de construir un mundo eran irresistibles, pero el mundo se resistía. Había un problema: la autoridad. La detestaba, en cualquiera de sus expresiones. Y más aún, porque nunca me ponía atención. Me sentía solo.

Mandela se estiró en su sofá y tomó una botella de agua. Bebió. Tienes razón, le dijo al joven, eres joven y tienes razón.

Silencio. Más que un silencio, para mí, fue un segundo de claridad. El mundo se detuvo en su eje, las cosas levitaron inmóviles por ese instante.

Lo había dicho profundamente convencido, como si viera reflejado en los ojos del joven el fuego que algún día lo arrojaría a combatir y derrocar un sistema político inhumano, basado en la discriminación. Tener razón es una responsabilidad enorme.

El tiempo me quitará de la memoria el olor de la sala, el calor del momento, el sabor del agua fría, el sonido de sus palabras sin eco, las arrugas blancas de sus manos.

Mandela no sólo le dio la razón a ese joven. Se la dio a todos los jóvenes. Pero también dijo, entre los silencios de sus palabras, que ser joven es una responsabilidad sería. El mundo sueña a través de nuestros sueños, y si nuestros sueños guían nuestras luchas, más vale tener precaución por donde caminanos. Los jóvenes caminamos en sueños, tenemos que saber por qué pisamos. Eso sólo me lo quitara la muerte, y con sus uñas.

Lo que digo cuando digo que conocí a Mandela es: gracias, hombre, por haber cambiado la vida.



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