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El hartazgo de la desigualdad


2014-11-23

León García Soler, La Jornada

Más de medio millar de marchas en las ciudades de esta vasta desigualdad sembrada de fosas clandestinas, de tumbas colectivas, de angustias desoladoras. Y cientos más en el mundo entero, en la globalidad del capitalismo financiero y las matanzas cotidianas, de la repetición incesante de la violencia contra los de la otredad y contra los allegados. Algo del México bárbaro y la fascinante sensibilidad mestiza despertó la solidaridad de los jóvenes, de hombres y mujeres de la Europa que se hace y rehace, del Oriente atrapado por la increíble mudanza presurosa a la vida urbana de cientos de millones provenientes de la antiquísima vida rural.

Algo sacudió las conciencias de tantos cuyo único contacto con los pobres de la tierra es a través de las redes electrónicas; a años luz de distancia de Ayotzinapa, donde los jóvenes campesinos de las tierras duras buscan en la educación el impulso, la fuga del hambre esclavizante que se reproduce a sí misma. Hacerse profesores rurales para ser maestros y misioneros entre los suyos, en sus lenguas originales, con la ventaja de ser bilingües y de saber lo que es irse a dormir sin haber cenado y levantarse sin esperanzas de romper el ayuno. Cuarenta y tres jóvenes de la normal de Ayotzinapa, acosados, perseguidos, baleados y desaparecidos por policías de Iguala y de Cocula. La miserable condición de esbirros, matones al servicio de los criminales y de autoridades civiles que se funden y confunden.

Y de la desolación de las fosas encontradas o, más bien dicho, redescubiertas en la búsqueda de los 43 jóvenes, cuyos padres reclaman sean devueltos vivos del infierno del poder y las instituciones políticas disueltas, corroídas, transmutadas en garantes de impunidad, al servicio de los señores de la droga, de la goma de opio en los extensos sembradíos de amapola que hicieron gran productora de heroína a la montaña de Guerrero. Vivos, los reclaman las madres. Y de esa infernal búsqueda surgieron las fosas clandestinas con restos humanos, cadáveres de otros desaparecidos; de algunos, así sean cientos, de los que fueron arrojados a esas tumbas sin registro alguno de su paso por la vida. Sesenta, 70 mil, dicen los expertos que suman los desaparecidos en los años de la guerra de Felipe Calderón. Y más de 20 mil son ya los caídos en lo que lleva Enrique Peña Nieto en la Presidencia de la República.

Y sin embargo, ese número de víctimas condenadas al anonimato por toda la eternidad es igualado o superado por los muertos de los Balcanes, del África subsahariana y del norte, donde chocan las tres religiones monoteístas y se ahogan tantos que intentan cruzar el Mediterráneo en busca de trabajo, de supervivencia, en la Unión Europea; en Asia, donde los kampucheanos sobrevivieron la locura de Pol Pot y han exhibido sus muertos a la vista de propios y extraños. En el mundo entero. Algo, decía, movió a los jóvenes de la globalidad: Este 20 de noviembre hubo marchas en casi todas las entidades de la República Mexicana y en países del mundo entero. Suspendieron el desfile conmemorativo de la Revolución Mexicana. Y hubo inmensa movilización de protesta, de exigencia de justicia y de igualdad.

Cómo eludir el recuerdo de la respuesta al gesto napoleónico al informarse al Corzo del asesinato del Duque D'Enghien: �Es un crimen, estalló Napoléon. �Peor que eso, Sire: es una estupidez. Cuarenta y tres jóvenes normalistas rurales y la estulta respuesta inicial de los poderes constituidos, sacudieron, demolieron, la trama cuidadosa de acuerdos y concesiones en pos de la concertación política que hicieron posible el alud de reformas constitucionales, cambios de rumbo y de raíz en más de una de las ilusoriamente encasilladas como reformas estructurales; el montaje de la operación política que antepuso la economía, el desarrollo, la creación de empleos, al menos como diseño de objetivos capaces de anteponerse, de desechar la narrativa del combate al crimen organizado y suplirla mediáticamente por las tareas mercantiles que han suplido a la política exterior del nacionalismo revolucionario. La impunidad, la desigualdad, la ceguera del poder que confunde el bienestar de los de arriba con la razón de Estado, hicieron estallar una crisis social y política de alcances incalculables.

Ya se ha dicho, pero no hay que olvidarlo: El 68 y la matanza de Tlatelolco impactaron y pusieron en marcha a una generación decidida a alcanzar los derechos elementales de la libertad de expresión, de manifestación de las ideas y las protestas. Esa batalla se dio en la capital de la República; no hubo movilizaciones nacionales. La medianoche del año nuevo de 1994 despertó a los mexicanos del sueño hipnótico del arribo instantáneo a la modernidad, de integración al primer mundo por la vía del libre comercio y el libérrimo mercado de la acumulación capitalista: San Cristóbal de Las Casas atrajo cámaras y micrófonos, y el mundo entero escucho el evangelio según el subcomandante Marcos. De golpe, los indios dejaron de ser atractivo turístico o de admiración antropológica; encarnaron en tropas del EZLN, transplante y resurrección del zapatismo. Pero, sobre todo, seres humanos marginados, explotados, olvidados, que levantaron la voz y empuñaron las armas.

El valor de la palabra movió y conmovió a la opinión pública: hubo amnistía y México eludió la matanza del combate desigual. El 68 no se olvida. Los chiapanecos del EZLN son fuerza política y se hacen escuchar; se unieron a los del magisterio en la marcha de este 20 de noviembre en demanda de justicia. Pero algo más movió a las multitudes del mundo entero que se manifestaron solidarias con los muertos y desaparecidos de Ayotzinapa. El hartazgo, dijo Enrique Peña Nieto. Nadie pudo pensar que había encontrado remedio para el hambre y sed de justicia del pueblo de México. La sociedad, con razón, está harta de sentirse vulnerable, está cansada de la impunidad y de la delincuencia, dijo al inaugurar el Encuentro Nacional de Procuración y Administración de Justicia.

Hartos de la impunidad, de la oprobiosa desigualdad, de la exhibición de lujos y prepotencia de la oligarquía y de los relevos generacionales como peones de estribo del uno por ciento de los mexicanos dueños de más de 90 por ciento de la riqueza nacional. Y de las alternancias simuladas, simples cambios de chaqueta, de bandería partidista; del sucio combate por el reparto del botín, que en nuestra transición reduce todo al acceso a recursos públicos; de una pluralidad que reanimó la vieja empleomanía y redujo a escala facciosa el unto de la expectativa. Enrique Peña Nieto ha llegado en dos años de gobierno a la encrucijada: encabezar un movimiento nacional para retomar la reforma política, que se redujo a reforma electoral: proponerse un cambio de régimen, no de gobierno; ante todo, del sistema de justicia en su magnífica y aterradora totalidad.

Un régimen que haga posible la eficaz contención de la desigualdad, el acceso a la salud, la educación y el empleo como derecho social, derecho humano; única vía para evitar las luchas fratricidas al borde del abismo. Los de abajo no creen nada, a nadie creen. Salvo al llamado de aspirantes a Savonarola a encender la hoguera de las vanidades. Sobre todo hoy que la penosa exhibición del escándalo de la casa blanca desbordó los cauces de las redes sociales.

 



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