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Por qué hay que rezar en las calamidades públicas
Pier Carlo Landucci Se está perdiendo, al menos prácticamente, la costumbre litúrgica, pastoral y ascética de convocar e invocar súplicas y de hacer penitencia para impedir o para interrumpir calamidades naturales como son los terremotos, las inundaciones, los ciclones, las carestías, las epidemias. Todos recuerdan, por ejemplo, ciertas especiales invocaciones de las Letanías de los santos o, en referencia también a calamidades de menor grado. Las oraciones prescritas a los sacerdotes, para pedir la lluvia o para pedir serenidad, etcétera. Hoy, silencio. Se delinea en el fondo, como justificación de la nueva praxis, una preocupación en sí laudable de racionalidad doctrinal y también de repensamiento teológico. Los problemas subyacentes en este cambio son la relación entre pecados y calamidades naturales, la situación de los inocentes, las causas objetivas de las calamidades. Se trata, al respecto, de disipar cualquier equivoco y concluir con alguna precisación. Y, como conclusión, de indicar, en cada caso, la debida concesión. En castigo de los pecados En un tiempo era convicción común del pueblo cristiano que las calamidades naturales eran verdaderos castigos de nuestros pecados. Por eso se elevaban oraciones y se hacían también manifestaciones públicas de penitencia, para aplacar la divina justicia (recuérdese la peste de Milán y San Carlos Borromeo). ¿Quién se atrevería a decirlo, hoy día, a las muchedumbres que han salvado la vida en un terremoto? Y si callásemos en consideración del clima actual de poca fe, y para no irritar a la gente, todavía podría haber en ello alguna justificación. Pero quizá no es aventurado suponer que los mismos pastores, en buena fe, ya no crean en eso. Sin embargo el hecho es certísimo. En la base está el "pecado original", transmitido como pecado de "natura" a toda la especie humana, la cual fue consecuentemente privada de las privilegiadas condiciones "preternaturales" iniciales, que excluían todo sufrimiento, quedando en cambio una situación muy diversa, por ejemplo basta recordar: - sujeta a la lucha por la subsistencia: "Maldita sea la tierra por tu causa": (Gen 3,17); - al dolor: "Con dolor darás hijos a Luz": (Gen 3,16); - al antagonismo de la concupiscencia carnal desencadenada: "Se dieron cuenta de que estaban desnudos": (Gen 3,7); - a la muerte: "Al polvo volverás": (Gen 3,19) y, - en el correlativo cuadro ambiental, a las calamidades naturales. Y al pecado de "natura" se asociaron los innumerables pecados "personales", añadiendo, por tanto, al mal de las calamidades naturales el que se deriva de la maldad humana. En el fondo de la especie humana, por tanto, todo "sufrimiento" presenta en su raíz el sello del "castigo". Pero, más directamente, esta problemática tiene en cuenta los pecados "personales", pero considerados no individualmente: "Ni él (el ciego de nacimiento) ha pecado, ni sus padres": (Io 9,3), sino colectivamente, en la comunidad social. Mientras las sanciones punitivas, para los individuos, así como el premio tendrá lugar en el tránsito de cada uno a la vida eterna, la sanción de la más o menos vasta comunidad social no puede ocurrir sino aquí en la tierra. Por lo tanto, hay que considerar la sanción punitiva divina para los pecados en la comunidad y de la comunidad en cuanto tal. En efecto, teniendo en cuenta la naturaleza social del hombre, las relaciones entre estructura social y vida individual y del obsequio que se debe a Dios, no sólo de parte del individuo, sino de la sociedad, no se entiende como pueda faltar tal sanción. Es esto lo que confirma la Revelación, según estas y otras conocidísimas narraciones bíblicas que, con la elocuencia de los hechos, nos hace tan claras admoniciones. He aquí, por ejemplo, la motivación del diluvio: "Viendo, pues, el Señor que era grande la maldad del hombre sobre la tierra" mandó "un diluvio de aguas sobre la tierra, para exterminar toda carne" (Génesis 6,5-17). Por la penitencia predicada por Jonás, Nínive se salvó de la inminente ruina que Dios "la había amenazado" (Jon 3,10). Por la corrupción de los sodomitas, "el Señor hizo llover del cielo sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego (...) destruyó estas ciudades y todo el valle" (Jer 19, 24-25). La solidaridad social en la valoración conjunta de los pecados, y la forma de impetración a Dios para evitar que se desencadene la divina justicia, se evidencian en el célebre diálogo de Abrahan con el Omnipotente para evitar la destrucción de la ciudad (Gen 18, 23-32). Hubieran bastado solamente "diez justos" (que por desgracia no los había) y Dios no habría destruido Sodoma "a causa de aquellos diez". Son innumerables las admoniciones proféticas al pueblo escogido para no transgredir los preceptos divinos si no quiere ser castigado: "Si rechazáis mis prescripciones (...) os castigaré" (Lev 26, 15-18). Las profecías de castigo culminaron en la realización de la destrucción del Jerusalén. Jesús mismo nos dió la motivación: " porque no conociste el tiempo en que has sido visitada" (Lc 19,44). Pero, como siempre, la divina justicia no se separa de la divina misericordia. Esta mira a sacudir, con las calamidades, a los pecadores, instándolos al reconocimiento de las propias culpas, a la oración, a la penitencia, a la conversión. Emerge bajo este aspecto otra razón (además de la ya indicada de la punición de la sociedad en cuanto tal) para el castigo divino en esta tierra. Precisamente es una razón de misericordia, es decir, para solicitar aquí en la tierra la conversión, la cual ya no será posible en el momento del juicio eterno. Pero tal misericordia no podrá actualizarse si escondemos al pueblo estas verdades. No sólo faltarán las súplicas capaces de atenuar o hacer cesar las calamidades, sino que también faltarán las saludables conversiones, a las que se dirige la misma misericordia sacudiendo los ánimos con la pública manifestación de la justicia divina. Por el contrario, crecerán los pecados, y en muchos suscitará, por falta de iluminación pastoral, la rebelión contra Dios que permite aquellas desgracias. ¿Y los inocentes? Quien fácilmente se proclame como tal, contraponiéndose a los demás a los que considera pecadores, será bueno que reflexione acerca de la advertencia de Jesús, en un celebre episodio, emblemático de todos los demás: "Aquel de vosotros que se encuentre sin pecado, que tire la primera piedra..." (Io 8,7). Pero indudablemente hay niños, incapaces de culpa en sus primeros años, incapaces también de mérito que pueda aplacar la justicia divina que castiga. Inevitablemente les llegará la calamidad punitiva, en cuanto parte de la comunidad humana. Que, de ordinario, Dios no sustraiga, en esta tierra, a los individuos de los acontecimientos comunes, dejando que todo el conjunto humano cumpla su evolución, esta confirmado por la parábola del grano y la cizaña: "Dejadlos creced juntos hasta La siega" (Mt 13,30). Esto no hace otra cosa que acrecentar la responsabilidad del pueblo cristiano y el deber de convertirse, de hacer penitencia y de impetrar la cesación de los azotes naturales, precisamente en cuanto las consecuencias caerían también sobre los inocentes. Estos, por otra parte, se insertan indirectamente en la súplica al Omnipotente, movilizando la meritoria caridad de los adultos hacia ellos en el momento de la prueba. Además, los niños, si sucumben en alguna grave calamidad, alcanzan ciertamente la felicidad eterna (certeza que hubieran tenido siendo adultos); si quedan mutilados o con graves enfermedades, correspondiendo a la gracia, podrán hacer meritorio y prenda de mayor premio eterno su estado, multiplicándose también el mérito de quien los asista; si sobreviven felizmente íntegros podrán sacar de las experiencias pasadas, mayor empeño en alejarse con la virtud y con la oración los azotes punitivos. Las causas: ¿la naturaleza o Dios? El gran equívoco en la problemática de las calamidades punitivas está precisamente en esta alternativa: "¿Naturaleza o Dios?". Es decir como si una intervención excluyera la otra, con tal contraposición, espontáneamente se opone la ignorancia de la ciencia pasada a los conocimientos actuales, y la explicación del antiguo recurso a Dios en las variadas necesidades con la vieja convicción de que tantos fenómenos no dependían de la naturaleza, sino de las intervenciones singulares e inmediatas divinas: las enfermedades procedentes de los pecados "¿Quien ha pecado, él o sus padres, para que él naciese ciego?" Io 9,2); o del influjo de satanás (aunque esto haya sido verdad en ciertos casos, según el testimonio evangélico: (cfr Mc 1,25;5,8;9,21; Lc 13,16;) y aún esto con más frecuencia, antes de la Redención. Estaba claro que al atribuir "inmediatamente" a Dios o a entidades superiores ciertos fenómenos naturales, lógicamente se debía recurrir a Dios para modificarlos. Esta lógica parece que hoy falta, habiendo ya llegado al conocimiento de las "inmediatas" causas naturales de aquellos fenómenos. ¿Que Dios "mandó el diluvio"? ¿No sería que un especial fenómeno meteorológico, un prolongado conglomerado de nubes y un juego de temperatura lo que determinó un grandioso y largo chaparrón violentísimo? ¿Azufre y fuego, proveniente del Señor destruyeron Sodoma y Gomorra y todo el valle? ¿No seria el desencadenamiento de fenómenos naturales, rayos que incendiaron e hicieron explotar los pozos de petróleo de aquella región (cfr Gen 14,10), exalaciones sulfurosas que recayeron en lluvia y quizá un terremoto lo que provocó la destrucción? ¿Las enfermedades? ¿Las epidemias? Hoy se conocen exactamente las causas naturales las fuentes patógenas. Con ello se olvida que Dios es el creador de la naturaleza y de sus leyes, y que tiene dos modos de intervenir "directamente" en los hechos naturales (además de su permanente influjo metafísico para la conservación del ser de toda la realidad contingente): o inmediatamente, suspendiendo y modificando las mismas leyes naturales, o mediatamente, a través del desarrollo de esas mismas leyes naturales. También en este segundo caso, por tanto, los acontecimientos no están en modo alguno sustraídos a la voluntad divina. El conocimiento de las "inmediatas" causas naturales de un fenómeno no quita que ese fenómeno entre "mediatamente" en la divina voluntad (positiva o permisiva), que ab aeterno ha "previsto" aquella precisa realización y pueda haberla unido, en función positiva y punitiva, al pecaminoso comportamiento del hombre. Así también ab aeterno puede haber unido el agotamiento de un fenómeno natural dañoso con el verificarse un acontecimiento favorable a la penitencia y a las súplicas que se han elevado a la misericordia divina. Basta ya esto para justificar y recomendar la praxis cristiana de la penitencia y de la oración en las calamidades naturales y contra ellas. Pero se añaden además las posibles intervenciones también "inmediatas" de Dios, dominador de la naturaleza y de sus leyes, las cuales pueden reentrar, a su vez, en dos obvias categorías: o en forma "milagrosa", propiamente dichas, cuando la intervención fuera y sobre las leyes naturales -como en las curaciones imprevistas, aún instantáneas, de enfermedades incurables-; o en forma "latente" o a lo sumo sólo en forma de "conjeturas" (como en el caso en que cesa una mortífera sequía o de una trágica epidemia en correspondencia de actividades de súplicas y actos penitenciales). Por tanto, objetar el carácter punitivo, de castigo, de ciertas calamidades públicas (además de la degradación general, después del pecado original) y contra la humilde oración para que se alejen, aduciendo como razón que hoy, a diferencia del pasado, se conocen las fuerzas naturales que regulan todos los acontecimientos físicos, es una ingenuidad. Es un olvido de los diversos modos indicados con los que Dios puede "directamente", en modo "mediato" o "inmediato", regular los acontecimientos, con relación a las situaciones, a las culpas, a las súplicas humanas. En las grandes calamidades naturales, se puede, en particular, esperar con confianza la eficacia de la petición y de la penitencia para la intervención divina de modo inmediato y latente, en tantas circunstancias en que, aún siendo perfectamente conocidas las relaciones de los fenómenos con sus causas naturales, estas no obstante no pueden precisarse. Piénsese, por ejemplo, en la meteorología, capaz de tantas sorpresas. La segura concesión Cuando no obstante, en el cuadro de la autonomía de los designios divinos, la petición de alivio no es concedida, no se debe considerar fracasada aquella súplica y desmentida la afirmación de Jesús: "Todo lo que pidiereis orando, creed que lo obtuvisteis ya, y se os dará" (Mc 11,24). Los dones de Dios, en efecto, no pueden dejar de estar subordinados al bien de las almas. Los dolores, las calamidades pueden constituir preciosos instrumentos de expiación purificación, santificación. La falta de concesión de lo que se suplica contra las calamidades, elevadas también por las mejores disposiciones de fe, de humildad, de caridad (cfr. Mc 11,25), mira ciertamente al mayor bien de las almas. Pero si las calamidades suscitan sentimientos de rebelión, las almas, en cambio, serán perjudicadas. Ahora bien, para vencer esas tentaciones se necesita la gracia divina. Por tanto, la misericordia de Dios no puede negar esta gracia a quien eleva fervorosas súplicas en las duras pruebas, y correspondiendo a esa gracia, se obtiene grandes ventajas espirituales. He aquí el precioso fruto de las penitencias y súplicas dirigidas a Dios Padre en las dolorosas pruebas, también cuando esas pruebas no desaparecen. He aquí, por tanto, la exigencia de las súplicas en los dolores, en las calamidades, también aun prescindiendo de la confiada espera de que sean directamente concedidas. Servirán en todo caso para solicitar, cuando la petición no sea concedida, gracias abundantes para que la prueba sea santamente soportada y se traduzca en riqueza espiritual. yoselin |
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