Formato de impresión


¿Hacia dónde va América Latina? 


2017-12-06

Jorge Castañeda, El País

La reciente elección presidencial de Chile, junto con la contienda del 26 de noviembre en Honduras, señala el comienzo de un ciclo electoral que durará todo un año en América Latina. Para finales de 2018, Colombia, México, Brasil, Costa Rica, Paraguay y quizá Venezuela habrán elegido a nuevos líderes. Como sucedió en Chile y Honduras, habrá sorpresas, pero sin duda ciertos temas serán vitales en estos países: la corrupción, la delincuencia y la violencia; una enorme y profunda insatisfacción con la democracia y una creciente frustración con los desempeños económicos mediocres o absolutamente terribles.

Estos problemas pueden llevar a resultados muy variados. En algunos casos —México, Brasil y Colombia—pueden impulsar a candidatos que no son parte de la política tradicional o que son percibidos como tal. En otros, pueden generar un sesgo simple, tradicional o contra el gobierno: quizá en la inesperada segunda vuelta de Chile; en Venezuela —si en realidad se lleva a cabo una elección—, y posiblemente en Colombia —donde un presidente exitoso es muy impopular—. Por último, en un puñado de naciones, la continuidad superará al cambio riesgoso o peligroso, ya que los electores prefieren al malo por conocido que al bueno por conocer.

Recientemente, algunos comentaristas han especulado sobre la resiliencia de las instituciones democráticas latinoamericanas en el contexto de este popurrí electoral. En cambio, otros analistas se han preguntado si la inseguridad, la desigualdad y la impunidad rampantes desde hace décadas en la región no tentarán a los electores a elegir a candidatos autoritarios. O quizá se inclinen en la dirección antidemocrática, si sus candidatos prometen —ya no digamos cumplen— contener esas plagas. Otros han hecho énfasis en el persistente retorno de la derecha: muchos de esos votos indicarán, como sucedió en Argentina o Perú hace poco, un movimiento pendular que se aleja de los regímenes progresistas o de la “marea rosada” que se ha visto desde el comienzo del siglo hasta 2015.

De hecho, aunque estas preguntas y sus respuestas concebibles son perfectamente válidas, a pesar de ser especulaciones, puede que haya menos ahí de lo que se ve a simple vista. Por fortuna, la democracia latinoamericana se está tornando normal y resistente a grandes turbulencias. Si hay un patrón en esta sucesión de elecciones presidenciales se trata de una novedad saludable: la naturaleza monótona de la mayoría de los posibles resultados. Estas son buenas noticias para la región.

Un rápido resumen de los resultados reales o predecibles, según las encuestas en cada país, parece corroborar este patrón. A pesar de la indignación con la élite política, la participación en Chile en la primera ronda de la elección del mes pasado fue muy similar a la de hace cuatro años –de 6,7 millones– aunque menor que en 2009. El candidato favorito, el expresidente Sebastián Piñera, ya no tiene la victoria garantizada en la segunda vuelta del 19 de diciembre. Sin embargo, si gana, Chile habrá sido gobernado de 2006 a 2022 ya sea por Piñera o por la jefa de Estado saliente, Michelle Bachelet, lo que no está tan mal en términos de continuidad.

Los mexicanos, por su parte, están hartos de un sistema corrupto de partidos políticos. Pero, pese al desprestigio y poca representatividad de los partidos, los candidatos independientes —a los que por primera vez se les permitirá participar en una elección presidencial— están enfrentando dificultades para reunir las firmas necesarias para aparecer en la boleta electoral.

Los brasileños aborrecen a los políticos corruptos del Partido de los Trabajadores, que gobernó desde 2003 hasta el año pasado. Sin embargo, el expresidente y fundador del partido, Luiz Inácio Lula da Silva, está encabezando las encuestas de las elecciones del año próximo. Si se le permite competir a pesar de las serias acusaciones de corrupción, podría ser elegido para un tercer periodo.

Aunque Nicolás Maduro con cierta seguridad perderá una contienda presidencial en Venezuela en 2018, si se diera, su partido fue capaz de ganar o robar un número importante de gobiernos estatales. Sin duda, ha sorteado la tormenta creada por las protestas multitudinarias y las violaciones indignantes a los derechos humanos.

Por último, una contienda cerrada en Honduras ha dejado al mandatario actual en el limbo. El Tribunal Supremo Electoral anunció que un conteo especial le dio al presidente Juan Orlando Hernández una ventaja del 1,59 por ciento contra el candidato de la oposición, Salvador Nasralla. No obstante, la incertidumbre todavía nubla el resultado final: se sospecha un fraude generalizado, Nasralla exige convocar nuevas elecciones, los observadores internacionales exigen un recuento y el resultado final sigue en duda por la posibilidad de que el rival inconforme pueda conseguir todavía una victoria inesperada, tras haber contendido con una plataforma anticorrupción.

En Colombia, el voto —en las elecciones presidenciales de mayo— podría transformarse en un referendo sobre el acuerdo de Juan Manuel Santos con una organización guerrillera que desestabilizó al país durante más de medio siglo. De ser así, los defensores de ese acuerdo en la izquierda y en su propio partido podrían ser minimizados por los que apoyan al expresidente Álvaro Uribe, quien ha criticado con firmeza el acuerdo de paz. Sus sucesores podrían regresar al poder. Con todo, al margen de la guerra o la paz —que admitámoslo, no es un asunto menor —en muchos otros temas los candidatos de Santos y Uribe difieren solo en el tono. Habrá una novedad: los exguerrilleros de las Farc estarán en la boleta como el partido de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Se espera que reciban un porcentaje tan pequeño de los votos que solo llegarán al congreso porque el acuerdo de paz les garantiza los escaños.

Solo en México y Brasil —que tienen un peso enorme en la región— existe un miedo fundado de incursiones de candidatos que se consideran externos a la política tradicional. Cinco años de corrupción generalizada; diez años de una guerra sangrienta contra las drogas —exorbitantemente cara e inútil—; y 25 años de un crecimiento económico decepcionante podrían llevar, finalmente, a los electores mexicanos a la desesperación y a Andrés Manuel López Obrador. En esta tercera ocasión como el candidato, esta vez por el partido Morena, López Obrador, el ex jefe de gobierno de izquierda de la Ciudad de México, competirá contra los candidatos deslucidos del PRI y el PAN, cuyos gobiernos recientes han desalentado a todos. Obrador se dice un político marginal, a pesar de que desde hace mucho tiempo es tan miembro de la clase política como sus opositores. De ganar las elecciones será la ocasión de comprobar si las instituciones mexicanas son tan fuertes como se piensa y si el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue sagaz al avivar el fuego del nacionalismo mexicano. La probable elección de López Obrador es el único caso atípico en el horizonte electoral de la región.

El peligro en Brasil viene del lado opuesto del espectro político. Jair Bolsonaro ciertamente no es una figura externa a la política —ha estado en el congreso desde 1990—, pero pertenece a la derecha, autoritaria —es un exparacaidista del ejército autoritario— que piensa, al igual que muchos brasileños, que el país se debe gobernar con mano dura. Están exasperados por una recesión que ha durado casi tres años y un escándalo interminable de corrupción que ha conducido a una destitución presidencial, además de llevar a la cárcel a políticos de primera fila y a algunos de los empresarios más prósperos de Brasil.

Parece poco probable que Bolsonaro sea presidente, aunque quizás sea solo por el sistema de segunda vuelta que Brasil adoptó sabiamente hace varios años. Por otro lado, se pondrán a prueba las instituciones, que son aparentemente sólidas, si este candidato de extrema derecha —que está a favor de la tortura, la “reeducación” de los homosexuales y el régimen militar de antaño— se mantiene en segundo lugar en la mayoría de las encuestas. Al día de hoy, Lula, en caso de que se le permita participar en las elecciones, y Geraldo Alckmin, gobernador de São Paulo y candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña en 2006, tienen las mayores posibilidades de ganar. Ambos pertenecen a la élite política tradicional.

¿Este escenario inédito —la “nueva normalidad”— quiere decir que los electores están contentos con el statu quo? De ninguna manera. Encuesta tras encuesta en toda la región —la de Latinobarómetro de Chile, el Proyecto de Opinión Pública de América Latina de la Universidad Vanderbilt— muestran que los latinoamericanos están insatisfechos con su democracia y su situación económica y social. También se percibe cada vez más resentimiento con Estados Unidos. Quizás no lo expresen en las encuestas, pero podrían volverse blancos de manipulación y explotación por alborotadores, mentirosos e incluso poderes extranjeros. Existen crecientes temores y sospechas de que, por ejemplo, Vladimir Putin, sus hackers y Russia Today estén tentados a inmiscuirse en las elecciones latinoamericanas: a favor del Partido de los Trabajadores en Brasil, el PRI o López Obrador en México y en apoyo a Maduro en Venezuela, si se lleva a cabo una elección.

Sin embargo, lo más probable es que las elecciones en América Latina el próximo año se desenvuelvan sin novedad. Y ese es un cambio bienvenido.



regina


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com