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El sufrimiento de San Juan y su espíritu resiliente 


2018-03-20

Jada Yuan, The New York Times

Cuando llegué a mediados de febrero a San Juan, Puerto Rico, cinco meses después del paso arrasador del huracán María, de categoría cuatro, los reportes sobre la isla aún eran nefastos. Cerca de 400,000 personas todavía no tenían servicio de electricidad. Cuatro días antes de mi arribo, una explosión en una planta eléctrica había dejado brevemente en la oscuridad a quienes sí tenían y ya nadie sabía cuánto se tardarían los esfuerzos de recuperación, de por sí lentos.

Por esas razones, mientras esperaba mi maleta en una banda de equipaje a la una y media de la mañana, lo último que pensé era que me encontraría con gente cantando.

Queremos que Gloria nos baile la pelusa
Queremos que Gloria nos baile la pelusa
Pelusa por aquí, pelusa por allá
Pelusa por delante y pelusa por detrás.

Vi que las risas y los aplausos venían de un círculo de mujeres que bailaban —sus edades rondaban entre los cincuenta y los setenta y tantos— mientras alzaban y bajaban las manos en el centro. Era un grupo que acababa de llegar a casa, algo delirante y aturdido después de un viaje de veinticinco horas desde la Polinesia Francesa. De acuerdo con su agente de viaje, Blandine de Lataillade, una francesa que vino a Puerto Rico por amor hace veinticinco años y nunca se fue, el grupo comenzó a planear este viaje poco después del huracán. Deseaban algo que anhelar. “Queremos mostrarle al mundo que Puerto Rico está de vuelta. La gente quiere viajar por todo el mundo porque no tenemos problemas con la electricidad”, comentó.

Las mujeres me dijeron que no se podía ir a una fiesta en Puerto Rico sin escuchar la canción que estaban cantando. La “pelusa” hace referencia a una “mujer con mucho cabello”, y en este caso le pedían a alguien llamada Gloria que bailara como una pelusa. Típicamente, cada integrante del círculo debe pasar al centro —ni los tímidos se salvan— y el baile acaba cuando todos han tenido su turno.

“¿Cómo te llamas?”, me preguntó una de las mujeres, y enseguida se lo gritó al grupo, que comenzó a cantar y aplaudir una vez más. “Queremos que Jada nos baile la pelusa…”.

Sentí que había encontrado a mi gente.

De Lataillade también fue rápida en señalar que el grupo no había olvidado la devastación: el conteo oficial de 64 muertos debido al huracán y un estimado de mil muertes a causa de las condiciones posteriores. Entre los sobrevivientes, muchos tuvieron que irse: los ancianos por problemas médicos y los jóvenes porque habían perdido sus trabajos, y a menudo sus casas, y no tenían esperanza de recuperarlos. Muchas de las integrantes del grupo regresarían a hogares en las zonas sin luz; después de irme, hubo otro apagón en San Juan e inundaciones a causa de las olas gigantescas provocadas por la tormenta. Solo habían necesitado un descanso y eran de las afortunadas que tenían dinero para viajar.

Estuve en Puerto Rico como parte de mi misión de pasar un año visitando y escribiendo acerca de cada destino en la lista de 52 lugares que visitar en 2018. Mis editores pusieron al Caribe —toda la región— en el cuarto lugar y, antes de viajar, habíamos trabajado con científicos de datos de kayak.com para idear un itinerario poco práctico, pero para mí importante, que me llevó desde dos islas que no sufrieron daños después del paso de los huracanes Irma y María (Trinidad y Santa Lucía) hasta una de las más afectadas, que además es territorio estadounidense.

Si me imaginaba como una viajera normal que solo quería unas vacaciones relajantes y que podía gastar su dinero en cualquier lugar, me era posible entender por qué no hay muchas personas que decidan visitar Puerto Rico en estas condiciones y en este momento. La Compañía de Turismo oficial organizó una campaña llamada “Listos para cautivarte” llena de imágenes de después de la tormenta con Luis Fonsi hablando de lo pintorescas que son las playas y de los muchos hoteles que están abiertos. Todo eso es verdad, pero es un poco como meter todo el tiradero en un armario antes de que lleguen los invitados. Después de la tormenta, nada en Puerto Rico regresó a la normalidad. La belleza que presencié era visible más bien en la reconstrucción, en las vidas llenas de alegría y de gracia en las circunstancias más difíciles. Estar ahí ha sido una de las experiencias más relajantes y enriquecedoras de este viaje hasta ahora.

Llegar fue fácil; el aeropuerto funciona sin apuros. Sin embargo, mi suposición tonta de que habría muchos lugares donde hospedarse no pudo estar más lejos de la realidad. Cuando intenté hacer una reservación unos días antes de mi viaje, todos los hoteles en la “zona en funcionamiento” del Viejo San Juan y la zona vecina de playas en Condado ya estaban llenos. Más tarde me enteré del motivo: muchos hoteles operaban con una fracción de su capacidad (debido al daño o al límite de sus generadores) o estaban llenos de socorristas.

No sé cómo pasó, pero el apartamento que encontré, por menos de 80 dólares la noche, estaba en una ubicación ideal: en el Viejo San Juan, justo enfrente de La Factoría, el bar y club nocturno que se hizo famoso cuando Luis Fonsi y Daddy Yankee filmaron ahí el video de “Despacito”, el más visto en la historia en YouTube, con casi cinco mil millones de visitas. El exterior es un muro ordinario color marrón sin señalización alguna. Adentro, el lugar se extiende a la distancia, con una barra enorme que te lleva hacia una diminuta sala de cocteles, de donde pasas a un salón de salsa y, finalmente, a un club nocturno lleno de luces de colores y parejas que bailan tan cerca como se pueda.

La belleza que presencié era visible más bien en la reconstrucción, en las vidas llenas de alegría y de gracia.

La cocina estaba cerrada, así que me dirigí a la barra de la sala con solo diez asientos para beber una margarita hecha por un cantinero experto, Christian Ortega, quien aún me parece el hombre más sexi que he conocido en este viaje. Me hice amiga con facilidad de los pocos turistas que estaban ahí, pero la mayoría de los clientes parecían ser puertorriqueños de las zonas sin luz que querían relajarse un poco. Durante gran parte de la noche estuve conversando con Víctor Emmanueli, un joven mesero y aspirante a comediante que, después de saludarme, señaló uno de los bancos de la barra y dijo: “Se tambalea, como la vida”. Tenía un sinfín de historias devastadoras que contar cuando no estaba recreando sus rutinas favoritas del comediante Dave Chappelle.

“Perdí mi casa, lo perdí todo”, me dijo. “No sabía dónde estaba mi familia, mi abuela, mi tía, mis primos, nadie. Te dan ganas de llorar porque no sabes dónde está tu familia y no hay señal para llamarlos ni gasolina. Tienes que caminar adonde crees que están. Yo tardé tres meses en encontrarlos”.

También tenía algunas palabras para el presidente estadounidense Donald Trump: dijo que debería dejar de reprender a Puerto Rico por rebasar el presupuesto y hacer algo al respecto. Emmanueli vivía a veinte minutos del Viejo San Juan, y el servicio de agua corriente en su casa era intermitente. “A veces”, dijo, “tomo un baño en el río”.

Todas las mañanas, me despertaba en el Viejo San Juan y veía calles empedradas iluminadas por los rayos del sol y edificios coloniales españoles pintados de todos los colores: rosa, amarillo, verde, naranja. Era tan encantadora y hermosa como debe serlo una ciudad establecida en 1521. Yo tenía electricidad y agua corriente que también bebía directo de la llave (quizá no era la mejor idea, pues en la mayor parte de la isla hay advertencias para hervir el agua y los puertorriqueños que conocí solo bebían agua embotellada). Mi calle no era un lugar de contemplación silenciosa —la música de los bares y los restaurantes comenzaba a escucharse al mediodía y paraba hasta las cuatro de la mañana—, pero la vivacidad me pareció reconfortante.

También me encantó cómo, durante el día, podía caminar varias cuadras sin ver a nadie más. Cuando le dije eso a Rebeca Rivera Vázquez, profesora de ciencias en una preparatoria e hijastra de Blandine de Lataillade, se mostró horrorizada. Se supone que el invierno es la temporada alta de turismo en San Juan, cuando los negocios de temporada hacen su agosto. “¡Eso no es bueno!”, comentó. “Las calles deberían estar tan llenas que no puedes caminar. El Viejo San Juan debería parecerse a la Quinta Avenida en este momento”.

Esa es otra buena razón para reservar un boleto, pensé: jamás habrá tan poca gente con este clima tan perfecto.

Jamás había venido a San Juan antes del huracán, pero supongo que quienes la conocieron antes de la tormenta ahora no la reconocerían. Por cada calle arreglada en la parte vieja de la ciudad hay diez en las afueras con farolas partidas a la mitad y árboles caídos a un lado de la acera. La intensa belleza de esta isla es evidente; la devastación no puede distraerte de los paisajes y los cielos que parecen diseñados para hacerte suspirar a cada momento.

En el distrito artístico, colorido y hípster de Santurce, donde ves arte callejero en todas las paredes por dondequiera que pases, encontré una parada de autobús totalmente destrozada y un mercado de pulgas al aire libre que, según me dijo un vendedor, en septiembre pasado tenía muros de ladrillo. En el elegante Condado, cerca de la playa y los hoteles turísticos, un malecón de concreto simplemente desaparecía fundiéndose con el suelo, como si hubiera caído un meteorito, y, cerca de ahí, había un auto polvoso y abandonado bajo una valla de acero que parecía haberse arrugado como papel.

Los lugareños que conocí, como Rivera Vásquez y su amigo Francisco Muñoz Torres, estadístico y propietario de un bar, señalaron los “árboles del Dr. Seuss” que lucían como si alguien drogado con LSD los hubiera dibujado: las ramas apuntaban al cielo con una pequeña concentración de follaje en lo alto. ¿Cómo se veían antes? “Bueno, eran árboles completos”, dijo Muñoz Torres. “Tenían hojas y ramas. Se veían como los árboles normales”.

Una noche tranquila de tragos con los amigos ya no era algo que los lugareños dieran por sentado. Tuve una encantadora y alcohólica tarde en el apartamento de Luis Ortiz y Sheyla Garced, un médico y una enfermera comprometidos, cuyo edificio en Condado se aprecia en una famosa foto en la que hay gente sentada en la sala sin muros.

Había llegado a Puerto Rico sin conocer a nadie y, gracias a una serie de sucesos que se originaron a partir de un encuentro casual con mujeres que cantaban en el aeropuerto, ahora me daban la bienvenida en la casa de unos extraños (eran amigos de Muñoz Torres, a quien también había conocido a través de Rivera Vásquez, a quien, a su vez, había conocido por De Lataillade). Fueron anfitriones increíbles; me invitaron a su típica salida nocturna de sábado: bebidas en una gasolinera (más divertido y popular de lo que suena) y después fuimos a Gemileo, una vinoteca dentro de una tienda de inciensos. Durante los diez días siguientes al huracán, el gobierno puertorriqueño no solo había impuesto un toque de queda, sino también la ley seca. “Fue horrible, porque no podíamos beber el agua de la llave, ¿entonces qué bebíamos?”, dijo Garced. “Estábamos en casa sin electricidad. Nadie conducía. Pensábamos: ¡Solo déjennos beber una cerveza!”.

Un domingo, fui con Addnelly Marichal, una cineasta neoyorriqueña que filma documentales, a un mercado de productos orgánicos en Placita Roosevelt, en el vecindario Hato Rey de San Juan. Todos los vendedores que conocí, desde proveedores de cacao hasta herbolarios, venían del interior de la isla y ninguno tenía luz. Un campesino, Rafael de León, nos dijo que le había tomado cinco meses recuperarse lo suficiente para regresar al mercado, pero también tuvo que dejar de hacer quesos y cualquier cosa que no pudiera servirse de inmediato. “No hay refrigeración”, dijo, “así que debemos hacer todo el mismo día porque no hay forma de conservarlo”.

De alguna manera, terminamos con una invitación a la Fiesta de la Amistad en la Hacienda Carlos Cuevas, una enorme granja a casi una hora afuera de la ciudad en la región de Cidra. A lo largo de la autopista había afiches destrozados y letreros gigantes de metal caídos y abollados en los camellones. Mientras nos dirigíamos a las zonas rurales, el GPS de nuestro celular comenzó a fallar. Ninguno de los semáforos que pasamos funcionaba. Los conductores manejaban y dejaban pasar según su cortesía, sin un orden verdadero. Así había sido desde la tormenta, explicó Marichal.

En el campo, mientras estábamos perdidos, conocimos a María Berrios, una profesora retirada, que estaba limpiando un costado del camino. “Limpio porque si no, nadie lo haría”, dijo. “Fueron cuatro meses de árboles y animales muertos descomponiéndose al lado del camino, y olía tan mal que ya no lo soportaba”. Apenas había llegado la luz a su pequeña comunidad y estaba bastante segura de que eran los únicos en la zona que tenían electricidad. Reunieron dinero y contrataron a sus propios electricistas para que vinieran y arreglaran el problema. “Si hubiéramos esperado al gobierno, jamás habríamos tenido luz”, comentó.

Cuando finalmente encontramos la finca, vimos que también tenía luz. Todo el valle había asistido —por lo menos cuatrocientas personas—, así como músicos de todas partes de la isla. El líder de la banda del lugar, el cuatrista Christian Nieves, acababa de regresar después de haber tocado en los Grammy la canción “Despacito”. Los invitados hicieron fila para comer lechón Cebu, o lechón asado, mientras las gallinas y los gallos corrían por todas partes en las colinas escalonadas de abajo. “Estamos aquí para celebrar un festival de amistad”, dijo José Antonio Rivera Colón, un famoso músico conocido como Tony Mapeyé. “Todos venimos porque es importante, porque la amistad nos alimenta el alma”.

Mientras anochecía, regresamos por caminos enredosos, a través de intersecciones sin señales de tránsito y volvimos al mundo de luz. Los árboles del Dr. Seuss estaban iluminados de color naranja; algún día, estarán completos de nuevo. Sin embargo, me sentí afortunada de poder verlos así.
 



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