Formato de impresión


Anaya, la soledad del fracaso


2018-06-12

 

“Soy lo que soy; un hombre solitario”, canta Johnny Cash. Y así podría describirse ahora a Ricardo Anaya. Un hombre solo. Un político melancólico. Un candidato que no ha logrado encender los ánimos, conectar con los indignados, convencer de manera entusiasta a panistas, a perredistas, a los miembros de un Frente que no entienden con claridad para qué se formó. Anaya varado. Anaya frustrado. Se nota en su semblante, con la sonrisa congelada en algo más parecido a un rictus que a una expresión de auténtica emoción. Se nota en los mítines a veces semivacíos, con frecuencia desangelados. Se percibe en las porras poco enérgicas, en la capacidad de convocatoria pingüe. Se constata en la intención de voto atorada en 25%.

Anaya ya no será el motor del cambio; en esta elección fue una especie de robot programado para contender pero sin las características necesarias para ganar. Tiene atributos, sin duda. Cosmopolita, trilingüe, lector, curioso, un ciudadano del mundo. Alguien que se informa, investiga, escucha. Alguien que se prepara, practica, entiende la política pública y le interesan sus implicaciones. Por eso estuvo del lado correcto de la historia en esta contienda, en una diversidad de temas, y arrancó aplausos en la Universidad Iberoamericana. El Ingreso Básico Universal. La creación de una Comisión de la Verdad con asistencia internacional. El apoyo a una Fiscalía General que sirva, independiente del poder presidencial. El apoyo a nuevas tecnologías y energías renovables. Anaya tiene un pie plantado en el futuro y por eso sus eventos parecen más Ted Talks que mítines de campaña. 

Pero da la impresión de ser un armazón frío, un corazón apagado, cargando con un manual de instrucciones para llegar la Presidencia. El hombre máquina. Anaya aprieta un botón y se enciende a sí mismo. Se levanta, anda, camina. Da discursos y encabeza eventos. Se ha programado para permanecer optimista, para dar respuestas enlatadas a preguntas difíciles. El candidato prometedor de ayer es el candidato prefabricado de hoy. Nunca fue vital, siempre fue mimético. Como ha señalado Jesús Silva Herzog-Márquez, sería un gran promotor de I-Phones. Pero como candidato nunca entendió el contexto ni el país al que aspiraba a gobernar. Analizó a México, pero nunca pareció sufrir por y con él.

Un país indignado, hastiado, antisistémico. Urgido de un cambio aunque sea incierto. Y Anaya nunca ha logrado izar de manera legítima y creíble la bandera de la oposición. Porque apoyó las reformas de Peña Nieto aunque después se deslindara de su mala instrumentación. Porque estuvo vinculado a la práctica de moches a cambio de apoyo político. Porque durante años fue aliado e interlocutor de un priismo al cual ahora denuesta, pero tardíamente. Cargó a cuestas 12 años de panismo ineficaz, de panismo priizado, de panismo cómplice del caos en el cual nos encontramos actualmente. Sus posturas antisistémicas sonaban huecas. Parecían ensayadas pero no internalizadas. En el fondo Anaya no es un peleador; es un pragmático. No es un transformador; es un negociador. Y México no quería la disertación cerebral, sino la crítica visceral. No quería la explicación con datos y cifras, sino la arenga con emoción y enojo. 

En una elección en la cual la austeridad y la honestidad personal son razón para votar por alguien o dejar de hacerlo, Anaya queda debiendo. Hubo una cruzada facciosa de la PGR en su contra. Hubo un intento claro y exitoso para tumbarlo de un cercano segundo lugar, con la esperanza –infructuosa– de que sus votantes se volcaran hacia José Antonio Meade. Pero esa embestida abonó sobre terreno fértil, sembrado de dudas sobre enriquecimiento inexplicable, tráfico de influencias, uso del puesto para obtener apoyos y contratos y socios. El insultante apodo “Riqui Riquín Canallín” se le quedó pegado porque no logró limpiar su nombre o reconstruir su reputación. Justa o injustamente llega a la recta final manchado y cuestionado, por errores que no debió haber cometido. Como aceptar los moches. Como hacer transacciones millonarias siendo un político en funciones. Como arrasar con todo y todos para amarrar su candidatura presidencial, pisoteara a quien pisoteara.

Por eso la soledad. Por eso la falta de acompañamiento. Por eso la ausencia de apoyos y personajes de peso a su alrededor. Su partido le perdió la confianza cuando vio que estaba dispuesto a partirlo para que Margarita Zavala no contendiera por la Presidencia. Las organizaciones civiles a las cuales se acercó lo abandonaron cuando el Frente dejó de ser “ciudadano”, para poner en sus listas plurinominales a personajes de catadura cuestionable. Algo que debió haber sido fresco, innovador, vibrante y distinto acabó siendo más de lo mismo. Los mismos asesores de Vicente Fox, los mismos personajes del PAN y del PRD, los mismos slogans gastados, las mismas críticas polvosas y contraproducentes a López Obrador. Un Frente que nunca lo fue en realidad. Una alianza que terminó siendo tan cupular y tan cuatista como la del PRIAN que decía enfrentar. 

Es una lástima porque hubiera sido mejor para México que el puntero no terminara con una ventaja de 20 puntos. Hubiera sido mejor para el futuro democrático que la elección fuera más apretada y menos cargada. Una competencia más cerrada habría empujado a todos a definiciones y compromisos y aclaraciones que han podido eludir, en especial el hombre que se perfila para ser el próximo presidente. Como escribió Salvador Camarena: hemos “desperdiciado la oportunidad, irrecuperable, de que el candidato puntero se viera obligado a ampliar su oferta, a ceder, a negociar (…). Acabamos con una campaña en la cual AMLO puede concluir que “siempre tuvo razón y que los demás no le pueden decir nada sobre qué y cómo gobernar”. Llegamos a ese peor escenario no sólo por las virtudes percibidas de López Obrador; también por los defectos de Ricardo Anaya y los equívocos reiterados de su campaña. Empezó respaldado pero acabó solo. Y no hay peor soledad que la soledad del fracaso. 



regina


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com