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La democratización de la corrupción
María Amparo Casar / Claudio X. González, El País
Junto con tantos otros como la desigualdad, la pobreza, la precariedad de la Hacienda pública o la injusticia, la corrupción y su inseparable pareja la impunidad son un problema que hasta el momento México no ha podido disminuir, controlar o erradicar. En los últimos 10 años la corrupción rebasó a todos ellos como el segundo problema más grave de acuerdo con la percepción ciudadana, y el primer disuasivo de la inversión, la competencia y la competitividad, según los empresarios. Aun así, ningún Gobierno se ha tomado en serio esa percepción. Al menos, no en la práctica, aunque sí en el discurso. Al menos, no cuando les ha tocado ejercer el poder, aunque sí como lema de campaña, como eslogan para llegar al puesto. Si la situamos en 1978, 40 años han transcurrido desde el inicio de la transición democrática en México. En esos 40 años la corrupción como mal endémico ha sido denunciada con cada vez mayor fuerza pero ha seguido teniendo carta de naturalización tanto en los procesos electorales como en el ejercicio del poder. No importa quién haya detentado el poder, ni en qué rama u orden de Gobierno. La democratización del país y la alternancia trajeron como correlato la democratización de la corrupción. No hay Gobierno de izquierda, derecha o centro que se haya salvado. No hay Gobierno que no señale al de otro signo partidario como corrupto, pero no hay Gobierno que no la haya practicado cuando le ha llegado su turno y que no haya disfrutado de sus dividendos. La diferencia es que ahora el pastel de la corrupción se reparte entre todos los partidos. Sea a través del desvío de recursos públicos, de la asignación directa de contratos a sus allegados, de la recepción de fondos ilegales para sus campañas, del uso discrecional del presupuesto o de la utilización clientelar de los programas sociales, el que más el que menos tiene en su haber la construcción de redes y mecanismos que la hacen posible y rentable a sabiendas de que, salvo en raras excepciones, no será castigado. Los pocos gobernantes y funcionarios investigados, perseguidos y sancionados han sido casi siempre a toro pasado: exgobernadores, exsecretarios, expresidentes municipales, ex… En esta elección la corrupción se volvió el tema central de todas las campañas presidenciales. No es de extrañar. En las 15 elecciones a gobernador ocurridas en 2016 y 2017 las denuncias de corrupción contra los mandatarios de turno y las promesas anticorrupción funcionaron: en nueve de ellas hubo alternancia. Ante esta situación tres datos resultan, cuando menos, curiosos. El primero es la pobreza de las políticas anticorrupción que proponen. El segundo es que la corrupción ha seguido practicándose durante las campañas. No hay candidato que pueda presumir de no haber incurrido en alguno o varios de los delitos que la ley electoral establece como delitos de corrupción: no reportar los ingresos y gastos de campaña, no recibir recursos provenientes de los Gobiernos o del sector privado, no superar los topes de campaña, no manipular los programas sociales. El tercer dato curioso es que las tres coaliciones y los tres candidatos presidenciales se han asociado con personajes de la vida pública cuyas trayectorias han estado vinculadas con actos de corrupción por todos conocidos. Peor aún, los han propuesto como candidatos a cargos de elección popular: José Antonio Meade, en cuyas listas a diputados y senadores aparecen diversos colaboradores de Javier Duarte, el exgobernador de Veracruz encarcelado, o Rubén Moreira (exgobernador de Coahuila), postulado a la Cámara de Diputados; Ricardo Anaya con Moreno Valle (exgobernador de Puebla) o con tres diputados locales de Ciudad de México (Toledo, Luna y Romero) acusados de desviar recursos del sismo de 2017; Andrés Manuel López Obrador con el líder minero Napoleón Gómez Urrutia, Ricardo Monreal (extitular de la delegación Cuauhtémoc), Cuauhtémoc Blanco, quien fue acusado de vender su candidatura en 10 millones de pesos y al menos cinco candidatos a delegados de Ciudad de México que han sido denunciados por actos de corrupción. A pesar de ello, AMLO ha sido el único candidato que ha logrado posicionarse como el gobernante capaz de combatir la corrupción. Su éxito radica en una imagen de honestidad personal que no ha logrado ser abollada por más intentos que se han hecho, en haber posicionado la idea de que nunca ha gobernado a pesar de que fue durante cinco años el jefe de Gobierno de la capital y, a través de repetir una idea tan sencilla como falaz: si la cabeza no roba tampoco lo harán sus colaboradores. Ayuda, desde luego, el que el presidente Enrique Peña Nieto y su Gobierno estén indeleblemente asociados con la creciente corrupción y que Anaya, el candidato que va en un lejano segundo lugar, fuera vinculado con una acusación de lavado de dinero que, aún cuando no ha sido probada, dañó irremediablemente a su campaña. El reto de combatir la corrupción para quien quiera que resulte presidente será formidable. No hay fórmulas mágicas y requiere de mucho más que de la mera voluntad del gobernante. A diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los problemas, en este no hay que comenzar por el principio de la cadena de las causas de la corrupción sino por el último eslabón: el sistema de procuración y administración de justicia. La impunidad en México alcanza el 97%. Sin una Fiscalía independiente y un sistema de justicia imparcial y al alcance de todos, la corrupción seguirá entre nosotros. Jamileth |
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