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Los cinco días más convulsos de la UNAM


2018-09-10

Diego Mancera, El País


Ernesto se resguardó detrás de un muro. Una piedra del tamaño de un puño le había golpeado en su costilla derecha. A su alrededor, una escena de pánico: más de 200 estudiantes, la mayoría menores de edad, huían de rocas, bombas caseras y cócteles molotov que les habían arrojado una legión de sujetos conocidos como los “porros”, un grupo de choque que irrumpió para romper una protesta pacífica de jóvenes en el corazón de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El ataque, con propósito de reprimir a los jóvenes, fue a solo unos metros de la oficina del rector. Pero durante la algo más de media hora que duraron las agresiones indiscriminadas nadie intervino.

El altercado dejó dos alumnos heridos graves en el campus principal de la mayor universidad de América Latina, en Ciudad de México. Uno de ellos, Joel Meza, de 21 años, fue apuñalado dos veces en el riñón. Le cercenaron, además, la oreja izquierda y le llenaron el cuerpo de moretones. Su novia, Naomi, corrió a abrazarlo y a protegerlo. “Pese a que el chico estaba noqueado le seguían pegando. Ella aguantó los golpes. Afortunadamente traía su mochila y le aminoró un poco los impactos”, cuenta Diego Uriarte, el único fotógrafo que estuvo presente ese día. Sus imágenes fueron claves para identificar a los atacantes y para enardecer a la comunidad universitaria.

“Los servicios médicos de la UNAM, nos avisaron a mi esposa y a mí de que Joel había recibido alguna pedrada y de que lo llevaban al hospital”, dice a EL PAÍS Arturo Meza, su padre, aún escéptico sobre lo que realmente le sucedió a su hijo. “Por supuesto que dijeron eso para no alarmar. No he tenido la capacidad de ver ningún vídeo ni fotos. ¡Fue espeluznante!”.

Para tratar de comprender el conflicto que ha puesto de relieve las costuras y el lado más frágil de la UNAM hay que echar la vista atrás. El núcleo de las protestas surgió en el bachillerato del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), en el plantel de Azcapotzalco. Era agosto y los estudiantes iniciaban su ciclo escolar sin profesores y sin los murales que habían pintado en honor a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa -un caso sin resolver que ha marcado la agenda política y social mexicana en los últimos años-. En sus horarios de clase, dicen algunos de los jóvenes, que prefieren mantenerse en el anonimato, tienen el nombre de los docentes. Pero estos no se presentaron durante semanas. “Otros maestros nos han dicho que no vienen a clase porque están de año sabático”.

Los jóvenes pidieron una explicación a su directora, María Márquez. Aunque en algo más de un mes, las protestas y los diálogos no llegaron a buen puerto. “Decidimos irnos a un paro [huelga]”, explica Ernesto, que, por su seguridad, se reserva su edad y apellido. Unos días después, Márquez dimitió para “contribuir a la normalización de las actividades académicas”.

Ya sin directora, los alumnos de CCH Azcapotzalco decidieron marchar el lunes pasado hacia Ciudad Universitaria para exigir claridad en cuanto a la situación de sus docentes. También para denunciar el acoso y la intimidación de los grupos de choque en la periferia de sus planteles. A su manifestación, pacífica, se unieron las otras preparatorias de la universidad.

Una vez en la explanada de la Rectoría empezaron los incidentes. “¡Ahí vienen los porros!”, escuchó Ernesto. Los llamados “porros” son colectivos de estudiantes, exestudiantes y personas ajenas a la universidad que han hecho de la violencia una forma de control político en las escuelas, según ha explicado el académico Hugo Sánchez Gudiño, doctor en Ciencias Políticas por la UNAM.

“Nadie de vigilancia nos ayudó ni protegió”, critica, en declaraciones a este diario, otro estudiante que prefiere no identificarse. Tras la refriega, los alumnos de toda la UNAM convocaron un paro de seguimiento masivo y, dos días después, culminaron su protesta con una marcha masiva en la que se mezclaron distintas consignas: desde el desamparo a los chicos golpeados, los feminicidios, el acoso sexual, los asaltos y la negligencia del personal de vigilancia.

La respuesta del rector, Enrique Graue, fue la suspensión del responsable de seguridad de la universidad, Teófilo Licona, y la puesta en marcha de una investigación sobre la actuación de ese departamento. Además, expulsó 18 alumnos de la UNAM identificados como miembros de los grupos de choque e hizo públicos sus nombres sin ni siquiera haber pasado su caso por manos de la justicia. Uno de ellos, Fernando Tinajero, estudiante de la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, ha negado rotundamente en declaraciones a Imagen Televisión. La universidad no ha dado su postura al respecto.

El pasado viernes, la Secretaría de Gobernación informó de la detención de dos sujetos que supuestamente habían agredido en la marcha. Sin embargo, un día después la Fiscalía de Investigación en Agencias de Atención Especializada de Ciudad de México les liberó porque “en su detención no hubo flagrancia ni se tuvo acusación alguna en su contra”. La universidad mexicana pidió una explicación para su comunidad y para la sociedad por parte de las autoridades.

“¿Qué les dolió más a las autoridades? ¿Que nos golpearan o que los porros pisaran el campus central?”, se cuestiona Ernesto, de Azcapotzalco. “Los alumnos y profesores no nos sentimos seguros. Estamos intentando medidas como toques de queda o defensa personal”, explica Jael Mirón, estudiante de Historia. “La autoridad ha visto que, si no resuelven estos problemas, el movimiento puede ser más grande”, cierra Sebastián, miembro de Ingeniería.

Joel Meza “está en franco proceso de recuperación”, relata su padre. Cuando ingresó tenía altas probabilidades de perder el riñón, pero los médicos lo evitaron. “Temo por la seguridad de mis hijos que estudian en la UNAM. Mis hijas van a las asambleas. Me dicen, muy confiadas, que no temen ninguna agresión porque hay mucha gente. Pero no me quedo conforme”.

Tras una semana de aulas vacías y puertas atrancadas con sillas y pupitres, la universidad hegemónica de México comienza a recuperarse. 24 planteles volverán a la normalidad y las clases el lunes. En el caso del CCH Azcapotzalco, donde empezó todo, los alumnos aún no han definido cuándo terminarán los paros. No hay rastros de vidrios rotos, piedras, ni sangre en el campus principal. Las consignas escritas en las paredes durante la marcha empiezan a ser borradas con solvente por otros estudiantes. Hay, en fin, ganas de normalidad. La sede principal de la UNAM, patrimonio mundial de la humanidad, oculta sus hondas heridas, expuestas ante todo el país durante una larga y convulsa semana.



regina


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