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El Niño Mártir de las protestas en Nicaragua
Por CARLOS SALINAS, El País Quince minutos antes del mediodía del pasado 20 de abril, Álvaro Conrado Avendaño recibió en su móvil una fallada fatídica: un extraño le informaba de que su hijo, de 15 años, estaba herido de gravedad en un hospital de Managua. La capital nicaragüense hervía por las manifestaciones contra el presidente Daniel Ortega, cuya brutal represión sumaba ya 19 muertos, en su mayoría hombres jóvenes y, muchos de ellos, estudiantes universitarios. El joven había decidido sumarse a las protestas esa mañana: esperó a que su padre saliera al trabajo, tomó dinero ahorrado y, sin dar mayores explicaciones a su abuela, abordó un autobús hasta las cercanías de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), epicentro de las manifestaciones en aquel momento. Fue una certera bala disparada por un francotirador, según denuncias de organizaciones de derechos humanos, la que acabó por segar la vida del chico. “Me duele respirar”, dijo cuando un grupo de estudiantes cargaba con él y otro le cubría la herida con un pañuelo. El proyectil le perforó la garganta y el joven murió horas después en un hospital privado. Fue el primer menor de edad asesinado en el marco de las protestas, pero no el último: desde entonces han muerto otros 28 en plena espiral de violencia. Para los nicaragüenses "Alvarito", como lo llaman con cariño, es el Niño Mártir de la insurrección de abril. Las movilizaciones contra el Gobierno de Ortega cumplen seis meses este jueves. Lo que comenzó como una revuelta contra la imposición de una serie de reformas al Seguro Social acabó convirtiéndose en un choque entre los manifestantes y los miembros de la Juventud Sandinista —grupos fanatizados y violentos a las órdenes de Ortega— que indignó a la nación y que se tradujo en un movimiento de repudio que ha hecho tambalearse al régimen. Aquel 18 de abril, los noticieros retransmitían los enfrentamientos entre antidisturbios y manifestantes que se registraban en Managua y otras ciudades importantes del país. Mientras, en el barrio Monseñor Lezcano, el joven Álvaro Conrado preguntaba a su padre por qué la gente se manifestaba y por qué el Gobierno reprimía con tanta violencia. “Veía el apoyo de los estudiantes a los pensionados y me preguntaba por qué no íbamos también a manifestarnos”, cuenta el padre, un hombre moreno, fornido, de 50 años e informático de profesión. “Le expliqué que él estaba demasiado joven para ir, y yo ya viejo y no podría correr”. El chico, testarudo, no aceptó la respuesta de su progenitor. Convocó a través de las redes sociales a sus amigos del barrio y del instituto en el que estudiaba, y los convenció de que se sumaran a las protestas. El día siguiente, planeó, saldrían rumbo a la UNI y se sumarían a los universitarias que plantaban cara a Ortega. Cuando Conrado Avendaño dejó su casa en aquella mañana del 20 de abril, le dijo a su hijo que fuese más tarde con su hermana Rosa, de 13 años, a su trabajo para hacer los deberes. Ese día no tenían clases porque el Gobierno las había suspendido por la violencia que estallaba en todo el país. El chico no lo obedeció, tomó el dinero que le habían regalado unos días antes por su cumpleaños y buscó a sus compañeros. La mayoría se negó a acompañarlo por temor: le dijeron que se quedaran en el barrio, jugando a la Nintendo. El joven se indignó y acabó yendo solo con uno de sus amigos. “Cuando llegué al hospital me entregaron el teléfono de mi hijo. Él pasó directamente a cirugía. Murió a las 16.15”, cuenta Álvaro Conrado en el salón de su casa. En una pared cuelgan seis fotos del adolescente, su cuaderno de calificaciones escolares y una medalla que lo acreditaba como tercero en una prueba de atletismo. En una esquina, abandonada, está la patineta del chico. En su habitación, la guitarra, cuidadosamente guardada en su funda negra. El joven se preparaba para participar el fin de semana siguiente en un torneo de Panamá, con la esperanza de ganar una beca. “El médico me dijo que si hubiera sido intervenido unos 15 o 20 minutos después de recibir la bala hubiera sobrevivido. Murió desangrado”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA publicó en mayo un informe en el que afirmaba que según denuncias recogidas durante una visita a Nicaragua "habrían existido órdenes administrativas en los hospitales públicos para restringir el acceso de la atención a heridos y obstaculizar el acceso a la información". Entre los hospitales que figuraban en la denuncia estaba el Cruz Azul, en el que se negó el ingreso del joven Conrado Avendaño. Ante la negativa, el conductor del microbús en el que llegó al centro sanitario –un hombre que estaba cerca de la zona de las protestas y lo auxilió– llevó al muchacho a otro hospital, el privado Bautista, donde fue finalmente atendido. “Ninguno de nosotros pudo despedirse”, dice el padre. “El Gobierno habla de paz, amor y reconciliación, pero no lo cumplen”. Casi la décima parte de los 326 muertos contabilizados por la CIDH como parte de la represión son menores de edad. Pero el primero de ellos, Álvaro Conrado Avendaño se ha convertido en auténtico símbolo de las manifestaciones. Los nicaragüenses marchan con camisetas que muestran al chico de sonrisa tímida y mirada nostálgica detrás de sus gafas de lentes gruesos. En las calles y muros de las ciudades se puede leer su frase de agonía —“Me duele respirar”— y los jóvenes gritan su nombre: “¡Álvaro Conrado! ¡Presente!”. Para los nicaragüenses es Alvarito. Para su padre, el niño valiente que desafío no solo la autoridad familiar, sino también la del poder establecido en Nicaragua. “Me siento orgulloso de que la gente admire a mi hijo. Él tuvo el valor y la fuerza que no tienen muchos, que se quedan en sus casas viendo la tele y esperando que otros hagan el cambio”, dice. “Yo tengo el deber de seguirlo, me siento comprometido a seguir lo que Álvaro comenzó”. El pasado domingo, mientras Ortega reprimía una manifestación en la céntrica plaza Camino de Oriente de la capital, en el otro extremo de la ciudad, decenas de jóvenes, maestros y familiares se reunían en el instituto en el que estudiaba el chico para inaugurar una pista en su honor. Fue levantada, también, una estatua que muestra al chico activo, llegando sonriente a la meta, con sus enormes gafas y su uniforme de deportista. En el pedestal se lee el “me duele respirar”. Joseba Iñaki Zubizarreta, rector del colegio, fue el encargado del homenaje al alumno asesinado: “Que a esta Nicaragüita, la muchachita hermosa que hoy nos duele, en adelante nunca más, nunca más, le duela respirar”. De las gargantas quebradas por el llanto salió un conmovedor “¡Álvaro Conrado! ¡Presente!” regina |
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