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Contra la antipolítica


2018-10-24

Por Martín Caparrós\The New York Times

BARCELONA — El hecho es claro: si algún dios aburrido no lo impide, en unos días el país más poderoso de América Latina será gobernado por un militar retirado que celebra torturadores y desprecia mujeres, chupa cirios y revolea pistolas: Jair Bolsonaro, un compendio de pesadillas del pasado. Y lo será porque alrededor de 60 millones de personas lo habrán decidido en uso de sus derechos democráticos.

Un fantasma recorre el continente y no sabemos bien cuál es. En la mayoría de nuestros países los reclamos se parecen: que urge acabar con las formas más brutas del delito —asesinatos, narco, corrupción— y garantizar cierta base económica. Es la lucha contra la inseguridad, en todos sus sentidos: se trata de conseguir seguridades. Los más ricos, la seguridad de que van a seguir siéndolo: que conservarán lo suyo, que no los matarán. Los más pobres, de que van a seguir vivos: que tendrán algún trabajo, comida, sus remedios, techo.

Y cada vez importa menos cómo. Poco a poco la democracia, que fue, tras años de dictaduras, un fin en sí misma, se volvió un medio que no siempre sirve para obtener aquellos fines. Y muchos no lo lamentan porque ven a sus líderes —“los políticos”— como una casta autónoma con sus propios intereses y sus propios delitos, otra amenaza a la seguridad. El fenómeno es global: ahora gana quien consigue ocupar el espacio de la “antipolítica”. Quien consigue difundir la idea —generalmente falsa— de que no viene de la política ni quiere hacer política; que solo pretende hacer cumplir la ley, poner orden, acabar con delitos y desaguisados. En un mundo radicalmente insatisfecho, todo consiste en apropiarse de esa insatisfacción, presentarse como alternativa a un sistema que no funciona.

Allí habría una clave. La crítica del presente, la busca de un futuro distinto, fueron, durante el siglo XX, el privilegio de las diversas izquierdas: su fuerza se basó en convencer a millones de que eran las agentes del cambio. Hacia 1989 esa pretensión sufrió un golpe brutal con la caída de los regímenes soviéticos. Con ella terminaba la modernidad definida como intención de construir otro mundo, otro sistema, porque ese mundo y ese sistema no solo habían fracasado: se habían vuelto indeseables.

Huérfanas de proyecto para una sociedad futura, las izquierdas propusieron mejorar las sociedades presentes. Para eso buscaron formas que las integraron más y más a esas sociedades: en Europa fueron socialdemócratas que favorecían a bancos y corporaciones y olvidaban a los más pobres; en América Latina, populistas que decían defender a los más pobres y se enriquecían con el dinero del Estado.

(Aquellos jefes latinoamericanos —Kirchners, Lula, Correa y compañía— se proclamaban de izquierda aunque tuvieran la más derechista de las conductas: usar su poder para ganar plata. Algunos se justificaron diciendo que lo hacían para poder hacer política, porque nunca quisieron o supieron romper con esas reglas que establecen que para hacer política lo principal es tener mucho dinero: porque nunca quisieron cambiar en serio la política).

Así, esos discursos “de izquierda” quedaron identificados con el gran capital o el gran latrocinio, y perdieron su potencial de cambio. O, peor, se convirtieron en el objeto del cambio: ahora, para millones, lo que hay que cambiar son ellos. Y así contribuyeron a deslegitimar la política y ayudaron a la llegada de los Bolsonaros y Duques y Maduros y Macris de este mundo. Y dejaron vacío el espacio del cambio.

Estamos en una encrucijada. Si la democracia produce monstruos, lo primero es ver qué hacer con los monstruos; lo segundo, enseguida, qué con la democracia.

Vivimos tiempos sin mañana: casi nadie se imagina un futuro realmente mejor en términos políticos o sociales. El último gran cambio fue que se perdió la expectativa de un gran cambio. Algunos, si acaso, piensan el futuro en términos técnicos, máquinas que nos mejorarán las vidas, o económicos, un poco más de nada para todos. Pero, en general, el futuro no aparece como esperanza sino como amenaza: cambio climático, exceso de personas, desempleo, barbarie y zozobra.

Sin propuestas que seguir, sin ilusiones, los disconformes se refugian en el retorno a un tiempo mítico, una edad de oro donde el sistema supuestamente funcionaba. Es lo que representan estos grandes movimientos defensivos: Make America —o Polonia o Italia o Brasil— Great Again. Son expresiones del miedo, reacciones contra la invasión de los extraños o de los delincuentes o de los políticos, vistos como extraños y como delincuentes.

El pasado contraataca; uno de sus abanderados va a apoderarse del gigante latinoamericano. Será muy duro para millones de brasileños y será duro para todos los demás. Su triunfo quebrará un tabú. Vivíamos en una confusión feliz: que, en estos tiempos, despreciar a las mujeres, atacar a los homosexuales o reivindicar la tortura eran errores que se pagaban caro porque la mayoría los repudiaba. Si el pistolero termina de demostrar que no, será el pistoletazo de partida para muchas carreras. Su triunfo correrá todo el tablero: pronto, los demás estaremos satisfechos si solo podemos evitar un Bolsonaro. Será una invitación al chiraquismo, aquel voto de millones de progres por el derechista Jacques Chirac en las presidenciales francesas de 2002 para que no ganara Jean-Marie Le Pen, que lo era más aún.

El trayecto de Bolsonaro en las últimas semanas es todo un curso sobre la acción política del gran capital: los capitanes de la economía brasileña lo consideraban un outsider, pero un outsider con éxito se transforma en el mejor insider —Krupp, Thyssen, Hitler—. En cuanto vieron que ganaba y les podía servir, lo cooptaron —lo adoptaron— y ahora es su candidato.

El problema es que es, también, el candidato de millones y millones de brasileños: que será elegido por su pueblo. Bolsonaro, si gana, será un puro producto de la democracia representativa. El problema no es él; son ellos. Y “nosotros”: otra vez, habrá que tratar de entender cómo entendimos tan poco, nos equivocamos tanto. Otra vez descontamos que alguien así no podía ser elegido; Trump, frente a su tele de innúmeras pulgadas, se retuerce de risa.

Bolsonaro es grave en sí, pero es más grave como síntoma, como expresión extrema de algo que sucede, con intensidades variadas, en demasiados sitios. Estamos en una encrucijada. Si la democracia produce monstruos, lo primero es ver qué hacer con los monstruos; lo segundo, enseguida, qué con la democracia.

Nada será posible sin crear una idea de futuro que les pelee a esos monstruos democráticos la posibilidad de la esperanza. Contra la antipolítica, devolverle a la política su rol: el de proponer modos y maneras de vivir para que, con el tiempo, suficientes personas las deseen e intenten realizarlas.

Es urgente. Mientras no aparezca una propuesta alternativa con la fuerza suficiente para convertirse en meta, en mito, el mundo será más y más de los nostálgicos, de los que gritan que el futuro puede ser como el pasado: como un pasado que nunca existió, que siguen inventando todo el tiempo. Mientras nos devuelven, en cambio, a ese pasado real que tanto costó dejar atrás.



Jamileth


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