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Lo acepto: #SoySexista


2018-10-29

Por GEORGE YANCY, The New York Times

Hombres, escuchen.

En vista de un año de revelaciones perturbadoras del movimiento #MeToo y de las profundamente preocupantes audiencias de Brett Kavanaugh, y su posterior confirmación a la Corte Suprema de Estados Unidos, es tiempo de que nosotros, hombres, actuemos.

Ciertamente, algunos de los varones hemos alzado la voz en nombre de las mujeres. Sin embargo muchos más hemos permanecido en silencio. Algunos han guardado silencio debido al miedo a ser juzgados, al temor de ser criticados o censurados, otros por un genuino respeto. De hecho, el silencio se ha convertido en la postura predeterminada de muchos hombres que se consideran a sí mismos aliados de las mujeres. No obstante, debido a todo lo acontecido, no involucrarse ya no es suficiente.

No quiero escatimar, así que, únete, con la debida diligencia y deber cívico, y expresa públicamente: “¡Soy sexista!”.

De hecho, tal vez es momento de crear un movimiento: #SoySexista. Piensa sobre sus implicaciones en todo el mundo a medida que asumimos la responsabilidad de nuestro sexismo, nuestra misoginia, nuestro patriarcado.

Es difícil admitir que somos sexistas.
Por ejemplo, a mí me gustaría pensar que genuinamente poseo buena voluntad feminista, pero ¿a quién engaño? Soy un feminista fracasado y descompuesto; en específico, soy sexista. Hay momentos en los que temo por la “pérdida” de mi propio “derecho” como hombre. La masculinidad tóxica cobra muchas formas. Todas las formas continúan lastimando y violando a las mujeres.

Por ejemplo, antes de casarme, insistía en que mi esposa cambiara su apellido de soltera por el mío. Después de todo, se iba a convertir en mi esposa. Así que, ¿por qué no usar mi apellido y volverse parte de mí? Ella se rehusó. Quería conservar su apellido, al argumentar que el hecho de que una mujer se cambiara el apellido por el de su esposo era una práctica patriarcal. No me gustó, especialmente porque tenía el apellido de su padre, lo que yo argumentaba que contradecía su postura contra el patriarcado. Sin embargo, ella argumentaba: “Este es mi apellido y es parte de mi identidad”. Exhibí mi necedad e interpreté su decisión como una evidencia de la falta de compromiso total hacia mí. Bueno, ella brillantemente propuso que ambos cambiáramos nuestros apellidos por uno nuevo juntos para mostrar nuestro compromiso de uno hacia el otro.

A pesar de lo caritativo, desafiante y razonable de la oferta, lo arruiné. Ese día aprendí algo sobre mí. No respeté su autonomía, su postura legal ni a ella como persona. Tan patético como pueda sonar, la vi como mi propiedad, que sería definida por mi apellido y acorde con mi postura legal. (Ella conservó su apellido). Aunque esto no fue un abuso sexual, mi insistencia fue una violación de su independencia. Yo había heredado una sutil, pero todavía violenta forma de masculinidad tóxica. Todavía se asoma a veces: cuando pienso que me debe agradecer por limpiar la casa, cocinar, sacrificar mi tiempo. Esas son expectativas profundas y preocupantes que están moldeadas por el privilegio, el poder masculino, así como la masculinidad tóxica.

Si tú que me lees eres mujer, te he fallado. A través de mi silencio y una misoginia colectiva sin cuestionamientos, te he fallado. He colaborado y continúo colaborando con perpetuar el sexismo. Conozco cómo no soltamos las formas de poder que te deshumanizan solamente para elevar nuestro sentido de masculinidad. Reconozco mi silencio como un acto de violencia. Por ello, me disculpo sinceramente.

Hablo como alguien que es parte del problema. Sé lo que muchos de nosotros pensamos sobre las mujeres —el lenguaje que usamos, el sentido de poder que cosechamos a través de nuestras aventuras sexuales, nuestros piropos y amenazas, nuestras miradas que las cosifican sexualmente,nuestras imaginaciones pornográficas, nuestros gestos sexuales deshumanizantes y despreciables—, que no son simplemente bromas de vestidor, sino una exhibición pública de bravuconería sin control por la cual, a menudo, no sentimos vergüenza.

Hemos escuchado numerosos recuentos de mujeres sobre cómo es vivir bajo el yugo de nuestra construcción egoísta de una masculinidad violenta, patética y problemática. Es momento de que dejemos de manipular psicológicamente su realidad.

Hasta aquí, muchos de ustedes probablemente piensan: “Esto no aplica para mí, soy inocente”.

Es cierto que muchos de nosotros, incluido yo, no hemos cometido actos viles de violación o abuso sexual como de los que acusan a Harvey Weinstein. No hemos sido, como Charlie Rose, acusados de acoso sexual por decenas de mujeres que trabajaron con nosotros, y no hemos sido, como Bill Cosby, enviados a la cárcel por drogar y atacar sexualmente a una mujer, en este caso, Andrea Constand. A pesar de todo, sostengo que somos cómplices colectivamente de una forma de pensar sexista y una masculinidad venenosa arraigada en la misma cultura masculina tóxica de la que esos hombres surgieron.


Emito un llamado contra todas nuestras afirmaciones de “inocencia” sexista. Llamo a nuestra “inocencia” por su nombre: tontería. Como bell hooks [sic] escribe en The Will to Change: Men, Masculinity and Love, los hombres inconscientemente “se involucran en el pensamiento patriarcal, que condona la violación incluso cuando ellos probablemente nunca la realicen. Es un tópico patriarcal que la mayoría de las personas en nuestra sociedad quieren negar”. Cuando las mujeres alzan la voz sobre la violencia masculina, escribe hooks, “los chicos están ansiosos por hablar para aclarar el punto de que la mayoría de los hombres no son violentos. Ellos se niegan a reconocer que la mayor parte de niños y hombres han sido programados desde el nacimiento para creer que en algún punto deben ser violentos, ya sea de manera psicológica o física, para probar que son hombres”. Lo hemos aprendido. En el lenguaje de Simone de Beauvoir, “No se nace” hombre, “se llega a serlo”.

Nos hemos escondido detrás del mito de que “así son los hombres”, un mito que distorsiona nuestra brújula moral, que impide nuestro desarrollo, madurez y respeto por nosotros mismos, y sofoca nuestra capacidad para amar y experimentar el genuino éxtasis del eros. Audre Lorde escribe en Uses of the Erotic: The Erotic as Power (1978), “lo erótico ha sido a menudo nombrado de la forma equivocada por los hombres y usado en contra de las mujeres”. La escritora agrega: “La pornografía es una negación directa del poder de lo erótico, porque representa la supresión del sentimiento verdadero”. Como hombres, no solo nos enseñan a negar nuestros sentimientos, también nos enseñan que la vulnerabilidad sexual significa debilidad, no es propia de “los verdaderos hombres”.

Nosotros cubrimos esa vulnerabilidad con una máscara. La descripción de hooks me parece poderosa y veraz conforme a mi propia experiencia cuando era niño: “Aprender a portar una máscara”, como escribe hooks, “es la primera lección en masculinidad patriarcal que aprende un niño. Él aprende que sus sentimientos más íntimos no pueden ser expresados si no se adaptan a los comportamientos aceptables que el sexismo define como masculinos. Cuando les solicitan renunciar a su ser verdadero para alcanzar el ideal patriarcal, los niños aprenden la autotraición a temprana edad y son recompensados por estos actos de asesinato del alma”.

¿Qué quiere decir hooks con “asesinato del alma”?

Cuando yo tenía alrededor de 15 años, le dije a uno de mis amigos: “¿Por qué siempre debes ver el trasero de una niña?”. A lo que rápidamente respondió: “¿Eres gay o algo así? ¿Qué otra cosa debería ver? ¿El trasero de un niño?”. Él ya portaba la máscara. Ya había aprendido las lecciones de la masculinidad patriarcal. Yo me encontraba en una situación incómoda: podía cosificar sin ningún cuestionamiento los traseros de las niñas o era una persona gay. No había espacio para negociar que soy antisexista y antimisógino, y aun así un joven heterosexual. Otros hombres habían recompensado su mirada al unirse a la práctica cosificadora: “¡Mira ese trasero!”. Fue un acto colectivo de devaluación. Los actos de asesinato del alma ya habían comenzado.

No obstante, yo también participé en actos de asesinato del alma. Desde la escuela primaria, los niños participaban en este “juego” de empujarse los unos a los otros hacia las niñas. La idea era lograr que tu amigo te empujara hacia la niña que te parecía atractiva para tocarla supuestamente por accidente. Yo era culpable: “¡Apúrate! Empújame hacia ella”. Él me empujó y el contacto físico fue evidente. Ella se volteaba, molesta, y gritaba: “¡Dejen de hacer eso!”. ¿Juvenil? Sí. ¿Sexista y erróneo? Sí. Esta era nuestra educación juvenil colectiva, esto es lo que para nosotros significaba ganar “credibilidad masculina” a expensas de las niñas.

Posteriormente, también me hicieron creer que las niñas eran “blancos”, objetivos que debían ser perseguidos y convertidos en nuestra propiedad. Esa es la contradicción. Por ejemplo, cuando tenía unos 16 años, solía participar en un juego llamado “Atrapa a una chica, obtén una chica”; no había un equivalente llamado “Atrapa a un chico, obtén un chico”. Después de todo, como hombres, nosotros le dimos un nombre al juego. Nosotros hacíamos un conteo para darles una ventaja de inicio a las niñas. Después corríamos tras ellas. Si atrapabas a una chica, podías robarle un beso. Algunos de los niños intentaron toquetear a las niñas.

La lógica que gobierna el juego, invisible tanto para niños como para niñas, era basada en creencias sexistas que relegan a las niñas a la posición de presas. Esto es lo que la cultura masculina estadounidense nos enseñó desde temprana edad: las mujeres eran como “carne” y nosotros siempre debemos nutrir un apetito voraz. Este hecho por sí mismo debería hacernos reflexionar sobre cómo interpretamos el “consentimiento mutuo”. El juego fue orquestado alrededor de lo que el filósofo Luce Irigaray llamaría una “economía fálica dominante”. Nosotros perseguimos; ellas corren. Nosotros éramos los perseguidores; ellas eran las perseguidas. Nuestro objetivo era “obtenerlas”. Nosotros contemplábamos a la presa y después atacábamos. Aunque las niñas jugaban, no era su culpa. Nosotros éramos los “ganadores”, los que poseían el territorio conquistado. Esa es parte del entrenamiento a temprana edad que recibí respecto a mi masculinidad tóxica.

En retrospectiva, quisiera poder hablar cara a cara con esa versión más joven de mi mismo y deshacer el asesinato del alma. Sin embargo, todavía puedo alcanzar la redención. Ese chico todavía está aprendiendo de mi versión de mayor edad. Tengo una enorme cantidad de amor que darle, un amor exigente que él aprendió para deshacer la toxicidad de la masculinidad.

Esta es la razón por la que Donald Trump Jr., el hijo del presidente estadounidense, respondió de manera equivocada cuando le preguntaron por cuál de sus hijos está más preocupado y respondió: “En este momento, diría que por mis hijos”. Eso es pura ofuscación, una sustitución de ficción por hechos, y una forma peligrosa de negacionismo de la realidad que algún día podrían enfrentar sus hijas. Con esa declaración, les mintió a sus hijas.

Trump Jr. debería ajustar sus prioridades. En un mundo sexista dominado por los hombres, un mundo en el que su propio padre agarra los genitales de las mujeres y las besa sin su permiso, son nuestras hijas las que nos deberían preocupar como blancos de violencia sexual. Trump Jr. debería preocuparse de no criar a sus hijos a imagen de su propio padre, sino a la imagen de aquellos hombres que estamos preparados para reconocer el asesinato de nuestra alma y nuestra masculinidad tóxica, así como para hacer algo al respecto.

¿A qué le tememos?

Todos vimos hace poco el espectáculo público de las audiencias de Brett Kavanaugh. Lo que está en juego trasciende, pero también la acusación hecha por Christine Blasey Ford de que Kavanaugh la atacó sexualmente cuando ambos estaban en el bachillerato durante la década de los ochenta. La historia de masculinidad tóxica y violenta debería haber sido suficiente para nosotros para darle todo el peso a la sensatez y credibilidad del testimonio de Ford. Pero no se lo dimos.

La cruel burla pública que Donald Trump hizo de Ford in Southaven, Misisipi, fue despreciable y debe ser vista como otra violación a la personalidad de Ford. Y conforme la multitud se reía y aplaudía, incluidas las mujeres presentes, las palabras de Ford, su emotivo testimonio, fueron denunciados como los desvaríos de alguien sin ningún derecho a la veracidad de sus experiencias. Para agregar un insulto al daño, la defensa de Sarah Huckabee Sanders de que Trump solo estaba “citando los hechos” es una mentira descarada y un acto de crueldad, una negación del dolor de Ford y del sufrimiento colectivo que experimentan las mujeres en general debido a los actos de violencia sexual.

Puedo imaginarme defendiéndome apasionadamente si estuviera en la posición de Kavanaugh. Sin embargo, Kavanaugh reforzó —con descaro— el machismo y la agresividad de los hombres blancos, a tal grado que incluso si uno piensa que él es inocente de lo que Ford lo acusó, él exhibió por completo la conducta de un hombre blanco enojado, con pocos deseos de cooperar y que está decidido imprudentemente a cobrar venganza contra aquellos que afirmaron que estaban dispuestos a ir contra él.

La historia de la violencia de los hombres contra las mujeres se identifica con el dolor y el sufrimiento de Ford. Las estadísticas sobre el abuso sexual son claras: una de cada cinco mujeres es violada en algún momento de su vida; el 90 por ciento de las víctimas son mujeres; en Estados Unidos, una de cada tres mujeres experimenta algún tipo de violencia sexual de contacto en su vida; alrededor de la mitad de las víctimas femeninas de violación denunciaron haber sido violadas por su pareja íntima y el 40 por ciento por un conocido; en ocho de cada diez casos de violación, la víctima conocía al responsable. No podemos seguir negando esta realidad por más tiempo.

Sé que si eres una mujer, en realidad no necesitas que yo, como hombre, te diga que no estás paranoica cuando se trata de violencia masculina de tipo sexual. No hablo por ti, sino contigo. Desde mi punto de vista, y desde el de muchos otros, Kavanaugh se falló a sí mismo y te falló. Y todos hemos desempeñado nuestro papel en ese fracaso. Ya no quiero fallarles a las mujeres.

Debido a que el mundo está observando, nosotros, como hombres, necesitamos unirnos al diálogo de maneras en las que hemos fracasado en el pasado. Necesitamos aceptar nuestra responsabilidad en el problema más amplio de la violencia de los hombres contra las mujeres. Necesitamos decir la verdad sobre nosotros mismos.



regina


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