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¿Por qué los latinoamericanos no son acérrimos defensores de la democracia?
MARIANA SENDRA | Política Exterior El Informe del Latinobarómetro 2018 ha publicado recientemente el indicador “satisfacción con la democracia”, dando a conocer un aumento de los insatisfechos, que pasan de un 51% en 2008 a un 71% en 2018. La satisfacción con la democracia ha disminuido constantemente en esta década, bajando de un 44% hasta un 24%. El informe muestra que en ningún país de la región hay una mayoría satisfecha, y solo tres países se acercan a tener uno de cada dos ciudadanos satisfechos: Uruguay (47%), Costa Rica (45%) y Chile (42%). Como afirma Marta Lagos, el Latinobarómetro ha sido enfático en estos últimos cinco años en señalar el lento y sostenido declive de indicadores de la democracia, llamándola la diabetes democrática por sus símiles con una enfermedad invisible en su generación, que, si bien no mata de inmediato, una vez que aparece es extremadamente difícil de erradicar. Los resultados que se presentan en el año 2018 muestran que éste es el peor de todas las mediciones anteriores, por lo que éste puede denominarse como un “annus horribilis” para la región. La confianza social en la democracia se ha venido erosionando progresivamente como consecuencia de una serie de fenómenos tales como el deterioro de las élites, la corrupción, la desconfianza en las instituciones, la falta de conducción democrática de sus líderes y, también, por la propia escadez de líderes. Sin embargo, resulta interesante que los latinoamericanos, en un período de tiempo relativamente corto, hayan perdido su fe en la democracia en sí misma, o en la democracia como régimen de convivencia social. Frente a esta observación, cabe preguntarse cuál es la razón por la que la cultura política democrática de la región, a pesar de haber convivido ya durante 40 años bajo la consolidación de esta forma de gobierno, se vuelve de repente tan endeble y fácil de resquebrajar. ¿Por qué la confianza social en la democracia puede desmoronarse tan fácilmente en unos pocos años? El apoyo a la democracia como correlato de la cultura política Este interrogante nos invita a reflexionar sobre cuáles son los tipos de valores o actitudes necesarios para mantener la credibilidad en la democracia o, mejor dicho, cuál es el tipo de cultura política que se requiere que cultive una sociedad para que sea posible que sus miembros sostengan, a capa y espada, un régimen democrático a pesar de los vaivenes políticos y económicos. Ronald Inglehart esbozó hace algunos años la hipótesis de que las transiciones democráticas generan efectos “post-luna de miel”. Esto quiere decir que las transiciones a la democracia son tiempos excepcionales de movilización política masiva, pero a medida que la necesidad de participación retrocede después de una transición exitosa, la euforia de la democratización desaparece, y podemos esperar encontrar niveles decrecientes de participación y apoyo masivos, en particular en los países donde la democratización desilusiona gravemente. Esto ocurre porque en muchas sociedades, el apoyo manifiesto para la democracia es fuerte, pero los valores de autoexpresión no son generalizados. Los valores de autoexpresión son aquellos que surgen, según el autor, en el paso de las sociedades pre-industriales a las posindustriales, a través de un recambio generacional caracterizado por un cambio de valores materialistas a postmaterialistas, que se relacionan con la calidad de vida y el bienestar subjetivo, en detrimento de los valores de inseguridad y supervivencia económica, teniendo esto un alto grado de correlación con el nivel de desarrollo socioeconómico experimentado por esa sociedad. No obstante, en los casos donde los valores de autoexpresión no son afianzados, las personas apoyan la democracia principalmente por motivos instrumentales más que por las libertades inherentes a la democracia. Este tipo de apoyo instrumental es vulnerable si la transición a la democracia arroja resultados decepcionantes, sobre todo en términos económicos.Durante la tercera ola de democratización, una creencia pública generalizada, a menudo reforzada por el discurso de la élite política, de que la democracia no solo proporciona libertad sino también mejora del bienestar económico, fue un factor crucial para elevar el apoyo masivo y abierto a la democracia a niveles sin precedentes, incluso en sociedades con bajos niveles de valores de autoexpresión. Basta con recordar la famosa frase de Raúl Alfonsín en 1983 cuando retornó la democracia en Argentina: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. En el gráfico dos, puede observarse que, desde 1995, el grado de apoyo a la democracia alcanzó su punto mas débil, cayendo a un 48% en plena crisis asiática en 2001. A partir de ese año se recupera el nivel perdido para llegar al 61% en 2010. Pero esta recuperación contiene un efecto de rezago de la bonanza del quinquenio virtuoso que siguió a la crisis asiática, como producto de las políticas contracíclicas que se aplicaron al inicio de la crisis financiera global de 2008-09, ya que luego, a partir de 2011, como consecuencia de las secuelas reales de la crisis, el deterioro de los términos de intercambio en el comercio internacional y el agotamiento del modelo económico, comienza a descender nuevamente, hasta la fecha. En resumen, una posible explicación de por qué los latinoamericanos no son acérrimos defensores de la democracia cuando se encuentran frente a tiempos adversos y sí lo son en épocas de bonanza, es que en las democracias latinoamericanas producto de la tercera ola de democratización, se puede identificar un fuerte período de satisfacción con la democracia por parte de los ciudadanos que se correlaciona en gran medida con las expectativas sobre la mejora de la situación económica, y no tanto con la existencia de verdaderos valores de autoexpresión política y participación por parte de la población, provocando así un descontento con el sistema político cuando las expectativas de mayor bienestar no se cumplieron con el advenimiento de la democracia. Responsabilidad de las élites y partidos políticos Como se mencionó, uno de los elementos centrales para direccionar actitudes favorables hacia la democracia es la actuación de las élites, pero también es relevante el papel de los sistemas de partidos. En este sentido, en América Latina los sistemas democráticos, como también muchos de los partidos políticos existentes, ya se había establecido durante otros episodios de competencia democrática anteriores al período de dictaduras que comenzó en la década de los setenta. Dichos episodios de movilización política permitieron “asegurar” ciertos logros económico-políticos, en el marco de un Estado de Bienestar, que proporcionaron un punto focal para cristalizar electorados sobre alternativas políticas definidas. Sin embargo, la consolidación de la democracia y la estructuración de los partidos experimentó un período de fuerte erosión en los años noventa y, desde 2000, precisamente en países con sistemas de partidos históricamente más establecidos, como Venezuela, Argentina, Brasil y México; donde la incapacidad de las élites políticas para adoptar una nueva estrategia definida de desarrollo político-económico, como lo demuestran el crecimiento anémico y las repetidas crisis de estabilización monetaria, contribuyeron al error de su funcionamiento democrático, a pesar de que se mantuvo el régimen. Ahora bien, hoy no solo asistimos a una desilusión o desencanto como producto de una democracia que no trajo consigo mayores niveles de bienestar en la población como se había prometido, sino que debemos sumar también los efectos de los casos de corrupción destapados recientemente que han salpicado a buena parte de la élite política latinoamericana y han contribuido también a minar los valores de autoexpresión de los ciudadanos y, por consiguiente, su apoyo a la democracia. regina |
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