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Maquiavelo sin Salinas


2018-11-19

Por Fabrizio Mejía Madrid, Proceso

El Príncipe se escribe después de la aprehensión, seis azotes y cárcel a un Nicolás Maquiavelo acusado de complotar el asesinato del cardenal. Al salir, sólo después de la muerte del Papa Julio II y la ascensión de uno de los Médici como sustituto, el poeta y segundo secretario de la cancillería de Florencia se refugia en el pueblo de su madre, Sant‘Andrea. Es 1513 tiene 44 años, de los cuales 14 ha tenido un puesto de consejero tratando de evitar que su ciudad sea arrasada por los enemigos que van cambiando en el tiempo: Francia, Roma, Venecia, España. Ha propuesto que los campesinos florentinos formen una guardia popular para defender a Florencia, ha servido en distintas embajadas en Francia y Alemania para firmar treguas, ha diagnosticado en cada momento con quién y cómo debe aliarse su ciudad, aunque la fortuna ha decidido siempre en su contra. En Sant‘Andrea, después de comer y hablar con los carniceros, las prostitutas y el tabernero, regresa a su casa y, al entrar al “saloncito”, se quita la ropa “de lodo y polvo” y se pone las prendas del canciller: “Vestido correctamente entro en las cortes de los hombres de la Antigüedad donde, acogido con cordialidad, me alimento con aquella comida que sólo a mí me pertenece y para la que he nacido; donde no me avergüenzo de interrogarlos acerca de la razón de sus acciones; y ellos, con gran afabilidad, me responden, y durante cuatro horas no siento la menor preocupación”.

Maquiavelo está endeudado, abandonado, y salvo su correspondencia con “un amigo que no sabe ser amigo”, Francisco Vettori, no tiene mayor contacto con la política. Desterrado de su único talento –aconsejar– escribe El Príncipe en una ensoñación que comienza cuando redescubre sus propias anotaciones de juventud en los márgenes de Historia de Roma, de Tito Livio. Cree descubrir en las acciones de emperadores, senadores y soldados una razón política que contiene una “naturaleza” y unas leyes que no son ni religiosas ni morales. Como quien analiza fuerzas, reacciones, y mezclas en la alquimia, Maquiavelo cree descubrir una forma de hacer política. La redacción tanto de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio como El Príncipe no es para nada desinteresada: quiere usar los libros como carta de presentación para unos Médici, que tanto en Florencia como en Roma podrían acordarse de él y darle un cargo público. Por eso, aunque es un ferviente republicano y dado su origen humilde, también un entusiasta del Estado popular, decide pensar en lo políticamente más probable para Florencia, un principado “redentor”:

“No se debe dejar pasar esta ocasión para que Italia tenga un redentor. Y no lograría expresar con qué agradecimiento sería recibido en todas las provincias que han padecido las incursiones de los extranjeros; ni cuán grande es su sed de venganza, cuán obstinada su fe y cuán abundantes son sus lágrimas. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblo le negaría su obediencia? ¿Qué envidia se le opondría?

Maquiavelo escribe entonces los consejos para un príncipe ideal que, en la realidad, está basado en César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI y hermano de la funesta Lucrecia. Su modelo: el gobernante sin virtud, pero con mucha fortuna. Como va en contra de sus intereses personales, se autocensura en su certeza de que lo que obstaculiza la unidad de toda Italia es la existencia del Vaticano, los “estados pontificios”. La idea está en los Discursos, pero no en El Príncipe. Los Borgia –italianizado el “Borja” de su origen español– son un ejemplo de cómo un acto ilegítimo de elección de un pariente, luego puede extenderse debido a la fortuna y el talento para conservar el poder. El término “nepotismo” viene justo de la costumbre de los papas de llamarles “sobrinos” –nipotes– a sus hijos ilegítimos y darles cargos públicos. Rodrigo Borgia se convierte en Alejandro VI gracias a esa fortuna y a comprar los votos de los demás cardenales. Y lo primero que hace es mandar a su hijo, César, a ocupar la Romaña para fortalecerse frente a los otros estados italianos, Venecia, Milán, Nápoles y Florencia. Lo segundo es emitir la bula Inter Caetera, que le da a los españoles dominio sobre el Nuevo Mundo, y luego aliarse con Francia contra España. Es por eso que Maquiavelo elogia, como parte de la política de los Borgia, el que sean como el león en el uso de la fuerza, y como la zorra en el engaño. Si se quiere gobernar en medio de la maraña renacentista, es necesario no cumplir tus promesas.

Maquiavelo conoció a Cesar Borgia cuando éste tenía apenas 27 años y estaba a las puertas de Florencia con tropas francesas. Fue enviado a negociar una tregua. En esa ocasión, Maquiavelo, de 33 años, queda deslumbrado por lo certero y valiente de Borgia. Lo vuelve a ver después de la muerte de su padre, el Papa Alejandro VI, entre octubre de 1502 y febrero de 1503 y lo describe como apocado, delirante, “cavando su propia tumba”. Los dos “Valentinos” –así se le llamaba a Cesar Borgia por ser duque de ese lugar en Francia– de Maquiavelo son una y la misma cara de los gobernantes que, sin virtud, dependen de la fortuna y “las armas ajenas”. Pero en El Príncipe, Cesar Borgia es tomado como ejemplo del uso de la crueldad cuando es necesaria: enemigos políticos asesinados y descuartizados, envenenamientos para quedarse con bienes, y hasta el homicidio de su cuñado, marido de Lucrecia, no son desestimados como armas del dominio y la conservación del poder. La virtud de César Borgia está acotada por sus propias pasiones y sus cálculos erróneos, pero también por la fortuna, que no es pura suerte o astrología, sino la forma como los demás se resisten, chocan y negocian.

Pero El Príncipe es, también, un autorretrato: un exsecretario florentino que viajó por la Europa a lomo de caballo, ahora desterrado de la política en un pueblo en el que nadie valora un buen consejo. Maquiavelo se distrae de sus dolores e infortunios con los fantasmas de la República romana con quienes conversa de alta política: pasiones, luces, mala fortuna. Escribe poesía y teatro –El asno, la sátira Mandrágora y la novela Belfagor– y se enamora como un chico de una vecina que, a decir de un biógrafo, Roberto Ridolfi, se llama María Tafani y estaba casada. En medio de su tragedia que nunca exhibe –“Que nunca hay que mirar de frente a la fortuna con los ojos de quien ha estado llorando”–, Maquiavelo añora sus años en un cargo público. Es por eso que, en un intento poco digno, le dedica su libro de El Príncipe a Lorenzo de Médici, señor de Florencia. Según él mismo cuenta, “el amigo que no sabía ser amigo”, Vettori, ahora consejero, le franquea la puerta para que ofrende su obra al gobernante. Lorenzo de Médici está, en ese momento, recibiendo otro regalo: alguien le está dando una pareja de perros. “Fue más atento con ellos”, escribe, herido, Maquiavelo. Cuando Lorenzo muere, el exsegundo secretario florentino no se viste de luto.

Después de que otro Médici, el Papa Clemente VII, le encargue una historia de Florencia en la que Maquiavelo trata de sostener su fracasada idea de una milicia popular que no haga la guerra para atacar, sino sólo para defenderse, cae de nuevo presa de un amor desesperado. Tiene 58 años y Bárbara Satutati Raffacani 20. De ello se volverá a reír en una obra basada en la Cásina de Plauto, llamada Clitzia, en la que un viejo se enamora de una joven, pero como “sus fuerzas y deseo no son iguales, de ahí nacen todos sus males”.

Maquiavelo muere un mes después de ver que su amada patria, Florencia, regresa a ser una República con un consejo de representantes, en 1527. A pesar de que espera ser restituido en el cargo que tuvo 15 años atrás, no es elegido por los florentinos. Otro de sus biógrafos, Maurizio Viroli, dice: “por culpa del Príncipe, el pueblo lo odiaba; a los ricos les parecía que ese Príncipe suyo había sido un documento para que el duque les quitara todo”. Él que había abogado por una República, perdió la elección por haber escrito sin restricciones sobre cómo se tomaban decisiones en las cortes. Se puede citar, como final amargo, sus versos:

Río, y mi risa no penetra dentro.

Ardo, y mi ardor no se percibe fuera.

Pero, además de su máscara, quizás sea mejor citar sus palabras sobre el amor a la patria: “Es una caridad benigna que no tiene envidia, que no es perversa, no se ensorbece, no es ambiciosa, no busca su propia comodidad, no se indigna, no piensa lo malo ni se alegra de él, no goza de las vanidades, todo lo padece, todo lo cree, y todo lo espera”.

Al Maquiavelo al que se refirió la semana pasada el expresidente Salinas de Gortari, que amenaza y profetiza la debacle mexicana, a ese no lo he leído.


 



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