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Francia ante el vacío
JORGE TAMAMES - Política Exterior
El vacío lo generaba un doble movimiento. Por un lado, votantes cada vez menos identificados con los partidos –que estaban perdiendo su capacidad para estructurar la sociedad– se despolitizaban y rehuían de la participación electoral. Al mismo tiempo, los líderes políticos dejaban de ver estos partidos como estructuras a las que dedicar sus carreras, presentándose ante los votantes como gestores tecnocráticos. Esta “retirada mutua” –alejamiento entre partidos y votantes, al tiempo que los partidos se acercaban entre sí, abrazando lo que la filósofa Nancy Fraser denomina neoliberalismo progresista– amenazaba con hacer de la democracia liberal un populismo híper-mediático. Ejercer el poder sobre un abismo, recurriendo a la mediación directa entre individuos aislados y líderes con una proyección digital abrumadora. Mair expandió esta advertencia en un libro póstumo, publicado en 2013. A primera vista el caso de Francia, sacudida recientemente por el enfrentamiento entre los chalecos amarillos y el presidente Emmanuel Macron, obedece a dinámicas propias antes que a las teorías de un politólogo irlandés. La estructura de la Quinta República, centralizada y presidencialista, funciona como un haz de luz vertical: cualquier debate político converge sobre París y el inquilino de los Campos Elíseos. En Francia no existen gobiernos regionales capaces de amortiguar la tensión que se genera sobre este eje; tampoco estructuras partidistas y sindicales (con posibles excepciones, como la CGT) capaces de canalizarla adecuadamente. Como señala el historiador Perry Anderson, el país combina unos indicadores alarmantes de atomización –a la cola de Europa en tejido asociativo– con estallidos espontáneos y formidables, que aglutinan a mayorías considerables (el 77% del país apoya las protestas). Con su tasa inoportuna sobre el diésel, Macron habría incitado a la Francia periurbana a rebelarse, como ya hicieron otros estamentos sociales contra François Hollande y Nicolás Sarkozy. Lo cierto, no obstante, es que las protestas han generado un choque visceral entre el presidente y las calles francesas. Una virulencia sin precedentes en el medio siglo transcurrido desde 1968, que no se explica sin leer a Macron a través de Mair. Como explica Luis Bouza, el presidente no ha dispuesto de “cuerpos intermedios” para mediar la crisis. El motivo no hay que buscarlo solo en las idiosincrasias de su país, sino en la forma en que Macron ganó las elecciones de 2017: imponiéndose con una base social débil y votos prestados para frenar al Frente Nacional; dinamitando el sistema de partidos políticos con una campaña ultra-personalista, loada por la prensa de gran tirada pero apenas respaldada por su incipiente partido-movimiento, La República en Marcha. Ya entonces resultaba evidente que la oposición quedaría relegada a las calles francesas y que, de fracasar, el proyecto político de Macron detonaría una crisis de régimen. Crónica de una crisis anunciada Tampoco parecía aventurado sospechar que el plan económico del presidente se estrellaría contra la realidad. Su agenda, al fin y al cabo, consiste en una versión más radical de las que ya fracasaron adoptando Sarkozy y Hollande –este último con Macron como ministro de Economía– con el fin de satisfacer las exigencias presupuestarias de la Unión Europea. Austeridad y desregulación acompañadas, en el mejor de los casos, con gestos sociales compensatorios. Una hoja de ruta impopular, que Macron intentó disimular con una puesta en escena sensacionalista. Presidencia jupiteriana, altiva y glacial; despliegue implacable de las “reformas necesarias” para que Francia retorne a la senda de la sostenibilidad. Decía Napoleón que de lo sublime a lo ridículo solo hay un paso, pero su discípulo contemporáneo jamás absorbió esta enseñanza. Y es que las salidas de tono –broncas a adolescentes por usar su nombre de pila, insultos a los “vagos” que se oponen a sus medidas, arrogancia ante el inquietante caso Benalla–han reducido su aura imperial a un esperpento. Los franceses que aprueban su gestión han descendido a un 20%. Incluso The Economist, que en mayo de 2017 encumbraba al presidente en una portada de tonos bíblicos, hoy sostiene que su principal problema es de imagen. En verdad el problema principal de Macron es otro. Se espera que el impacto económico de las protestas (ya han rebajado en una décima la proyección de crecimiento para 2018), unido a las medidas que el gobierno ha adoptado para contenerlas y sus anteriores excesos fiscales (en especial el recorte de impuestos a los franceses más ricos) dispare el déficit hasta un 3,5% del PIB en 2019. Según Gideon Rachman, principal analista internacional del Financial Times, estas medidas dinamitan la credibilidad de Macron a la hora de exigir a Angela Merkel un mayor compromiso con la gobernanza del euro. Ante este panorama, Alemania y la Nueva Liga Hanseática se negarán a sufragar más derroche en la Europa mediterránea. Las concesiones –entre ellas anular el impuesto al diésel– también laminan la imagen del propio presidente, que presentó su agenda económica como irrenunciable. Pero esta interpretación es injusta. Macron ya realizó concesiones notables a Berlín, sin convencer a Merkel de que es imprescindible un mayor compromiso alemán con el euro. Lo que proporciona su viraje es una excusa al establishment alemán para reafirmarse en el conservadurismo fiscal que nunca quiso abandonar. Vuelven a soplar los vientos de la austeridad en la Unión: falta menos de un año para que Mario Draghi sea relevado al frente del Banco Central Europeo, posiblemente por un sucesor más ortodoxo, que acelerará las subidas de tipos de interés. Tournant hacia ninguna parte En teoría, Macron está a tiempo de rectificar. No ha llegado al ecuador de su mandato y en Francia existe una tradición de presidentes que rectifican tras su segundo año en el cargo. El caso más destacado es el tournant de la rigueur (giro a la austeridad) de François Mitterrand, que en 1983 abandonó el plan keynesiano en que se había embarcado con el Partido Comunista en aras de una agenda liberal. Un viraje dramático, con consecuencias profundas en la historia de la integración europea. ¿Puede Macron emular este giro a la inversa? A día de hoy es el socio-liberalismo heredero de Mitterrand lo que parece una fuerza agotada, incapaz de ilusionar a los votantes ni –paradójicamente– proveer estabilidad macroeconómica. Pero nada indica que vaya a hacerlo. El presidente es un producto de la élite parisina; cuesta imaginarle defendiendo una agenda en la que ni siquiera cree con firmeza. Si su voluntarismo no ha sido rival para la inercia del Estado gaullista y la furia de las calles francesas, difícilmente puede enfrentarse a la fuerza combinada de los mercados financieros, Berlín y el BCE. El presidente gobernará en tierra de nadie. Esto deja a Francia ante una insurrección populista de manual. Las demandas de los gilets jaunes son contradictorias, pero imposibles de asimilar por el establishment galo. Aunque una pluralidad de los activistas simpatizan con el FN, el chaleco amarillo es lo que se conoce como un significante vacío, capaz de enlazar una cadena de demandas diferentes y no necesariamente reaccionarias. En el futuro los gilets jaunes tal vez fortalezcan a la derecha radical. Pero también podrían decantarse por la izquierdista Francia Insumisa, formar una versión francesa del Movimiento 5 Estrellas o sencillamente desaparecer. La cuestión es quién y cómo rellenará el vacío que deja el fracaso de Macron.
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