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Las esposas del Estado


2019-02-08

Por Antonio Borda

Al parecer asistimos al gradual extermino del género masculino y patriarcal. Sus derechos cada vez son más limitados. Las responsabilidades que la Iglesia con el apoyo del Estado le impuso desde los tiempos de Constantino El Grande, han ido disminuyendo. Antes de la institución sacramental del matrimonio católico, la gran mayoría de los hombres eran polígamos irresponsables que se limitaban a la fecundación y a conseguir no más que el alimento para su manada, fuera grande o pequeña. No había compromiso serio, ni afecto, ni ternura. La situación de la mujer en las naciones paganas e incluso entre los propios judíos, era simplemente servil y totalmente dependiente.

En algunas culturas incluso el marido podía matarlas y su testimonio era suficiente para justificar el crimen. En otras bastaba una o dos declaraciones amañadas y la cosa quedaba juzgada. Al menos es lo que se concluye y verifica en autores como Weiss, Coulanges o Cantú. La dote matrimonial escasa o copiosa según la condición social era obligatoria y pasaba a la administración total del esposo, que raramente tenía que responder si la despilfarraba. Cuando quedaba viuda la prioridad patrimonial la tenían los hijos por encima de todo y no existía -excepto un poco en alguna parte de la legislación romana- nada parecido con derechos de sociedad conyugal o con gananciales comunes, si es que queremos buscar algo semejante. En este aspecto Persas, Babilónicos, Chinos y culturas como Aztecas, Mayas e Incas, eran especialmente crueles. Asomémonos hoy un poquito a la actual situación de las mujeres indígenas de las tribus del Brasil, de los esquimales o de Papúa-Guinea para verificar el horror de lo que es una vida conyugal no cristiana.

El matrimonio cristiano ennobleció los cónyugues y protegió especialmente a la mujer

El cristianismo con su predicas -basta leer la definición de amor de San Pablo (1 Cor13, 4-13)- en cambió resucitó en el fondo del alma del hombre afectos sepultados por el pecado original, sentido de la responsabilidad, sentimientos de ternura, comprensión y caridad suprema y lo condicionó bajo palabra de honor y con testigos para que la respetara incluso con temor. La ley civil apoyaba todo eso y por ejemplo la bigamia era un delito con cárcel. Pero el Estado liberal con las novelas románticas de mujeres incomprendidas y maltratadas, comenzó a intervenir presuntamente para defenderlas dándoles el divorcio y otras facilidades de mal entendida independencia.

El nuevo marido de la mujer de hoy la protege pero no la cuida. Le proporciona medicamentos pero no dedicación. Le da los anticonceptivos, le paga el aborto, la subsidia y subsidia los hijos que ella tenga, a veces de diversa procedencia, le consigue empleo y obliga fríamente al progenitor, como si fuera simplemente un macho reproductor, a aportar algo del producto de su trabajo para sostener los hijos, pero no la quiere ni le importa sus sentimientos para nada, ni hace lo posible por reconstruir el amor conyugal. La mujer se está quedando sola en manos del Estado o de unos hijos que por la soledad de ella terminan con la vida afectiva deformada y el cariño extraviado entre la mascota y la mamá volviéndolos introspectivos, inconstantes, egoístas, inseguros y solitarios hasta encontrar la tribu urbana que lo acoja con sus vicios y costumbres, o una pareja que hoy puede ser del mismo sexo y de la que poco tiempo después se cansará hasta dejarla y buscar otra.

Mal patrón y mal padre ha resultado el Estado (1). Pero peor lo ha hecho como marido. Lo más grave es que cuando la mujer caiga en cuenta de esto, ya va a ser demasiado tarde y el daño será irreparable no solo para ella sino para toda la sociedad, porque la mujer es el centro del hogar cristiano, y solamente el Cristianismo tiene la solución auténtica para los problemas que la revolución industrial y el mundo moderno le ha traído a la vida conyugal.


 



regina


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