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«A quién enviare? ¿Quién irá de parte mía?»


2019-02-11

Por: Tais Gea

La liturgia de este domingo nos presenta el tema de la llamada de Dios. El Señor llama a cada uno por su nombre y le invita a seguirle y servirle. Para poder comprender mejor esta llamada que hace a cada uno de los cristianos nos podemos servir de los textos litúrgicos.

La primera lectura relata la vocación del profeta Isaías. El relato arroja luz para comprender algunos elementos de nuestra propia llamada a seguir al Señor en la vida cristiana. Lo primero que se presenta en el texto es que Isaías tiene una experiencia sobrenatural de la presencia de Dios. El texto nos dice que la orla del manto del Señor llenaba el templo y dos serafines lo alababan diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos, su Gloria llena la tierra».

El profeta está ante la presencia de Dios. Él es el invisible pero se hace visible a través de la manifestación de su gloria. La gloria de Dios es esa presencia manifiesta del Señor. Dios es un Dios que transciende al ser humano. No lo podemos ver ni conocer del todo. Sin embargo, deja que al menos la orla de su manto llene la tierra y en concreto nuestra tierra. Es un Dios que deja ver al menos un poco de su grandeza. Esa visión o experiencia de Dios es la base de toda llamada.

Ante la presencia del Santo, el profeta no puede más que reconocer su indignidad y la distancia que lo separa de Aquel que es el Santo. Dice con toda franqueza: «soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros». Sabe que no es digno de recibir la visita del Señor que es tres veces Santo.

Este reconocimiento de su impureza podría hacerle alejarse del Señor. Sin embargo, el profeta se deja purificar. Uno de los serafines lo purifica con el fuego. Toma una brasa del altar, del lugar consagrado al Señor, de uno de los lugares santos y con ella toca la boca del profeta. El efecto de este fuego purificador en los labios del profeta es el perdón de sus pecados. El profeta no es digno de estar ante el Santo pero a través de la purificación de sus pecados se puede presentar ante Dios y darle culto.

Después de este proceso entonces si es enviado. El texto dice: «A quién enviare? ¿Quién irá de parte mía?». El profeta habiendo reconocido la presencia de Dios, su indignidad y al haber sido purificado, está listo para ser enviado. Será testigo tanto de la Gloria de Yahvé que se le manifestó en el templo como de su acción purificadora en su boca para poder así cumplir su misión de proclamar la buena nueva al Señor.

Eso mismo se presenta en el relato de la vocación de Pedro en el Evangelio de Lucas. Jesús hace un signo extraordinario; la pesca milagrosa. A partir de esta experiencia de la fuerza y la potencia de Jesús como Dios, Pedro no puede más que reconocer su indignidad y dice: «¡Apártate de mi, Señor, porque soy un pecador!». Es el mismo esquema presentado en la primera lectura. Primero se tiene una visión de la sobrenaturalidad de Dios y después se da uno cuenta de su pequeñez e impureza. A pesar de ello, Jesús llama a Pedro. Esto le hace entender que no es su fuerza o su capacidad lo que está en la base de su llamado sino que el amor incondicional de Dios que prepara y purifica para la misión encomendada.

Es así también en nuestra vida cristiana. Para seguir al Señor primero tenemos que permitirle que se nos manifieste; que muestre su rostro. En la contemplación del rostro y de la Gloria del Señor, nos damos cuenta de nuestra propia limitación y entonces entramos en un camino de purificación. Llevada a cabo la purificación entonces si seguimos al Señor quien nos ha llamado a mostrarle al mundo lo que hemos experimentado.

Pidamos esta gracia al Señor: «Dios de bondad, muéstranos tu rostro, muéstranos tu Gloria. Que en el contacto contigo que eres el Santo, todopoderoso, que realiza signos milagrosos, reconozcamos nuestra indignidad y nos dejemos purificar por ti. Así purificados estaremos listos para cumplir con la misión encomendada: mostrarle al mundo la grandeza de tu amor. Amén.
 



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