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El Hijo Regulín
Guadalupe García Mateo 21, 28-32 “¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?”. Contestaron: “El primero”. (…) Esta es la parábola de los dos hijos. Así a primera vista y sin profundizar podríamos decir que uno es el bueno y el otro el malo. ¿Pero quién es quién? El que dice “Voy, señor” parece el bueno, pero no lo es porque desobedece a su padre y además le hace creer que está obedeciendo. Y el que dice “No quiero” parece el malo, pero no lo es porque recapacita, se arrepiente y obedece, aunque el padre crea que no le está haciendo caso. ¿Quién eres tú? ¿El bueno, el malo? ¿El obediente, el desobediente? ¿El que hace creer una cosa pero hace otra? ¿El que recapacita, se arrepiente y al final hace lo que debe? Esta parábola me gusta mucho porque me siento identificada, es más, podríamos decir que salgo en ella. Soy el primer hijo, sin ninguna duda, el hijo regulín. ¡Madre mía, cuántas veces he hecho yo eso mismo! Montones y montones de veces a lo largo de mi vida. Aún hoy me pasa. Tareas que no me gustan, personas a las que no me apetece un pimiento ver, obligaciones que en ese momento no tengo ganas de cumplir, reuniones que no me importaría nada saltarme, cosas que mejor dejaría para luego o para nunca…. y mi primera reacción es “¡a la porra, no me da la gana!”, y además a veces lo digo en alto, no te creas, que cada vez filtro menos… El caso es que cuando veo que tengo que hacer algo que no me gusta o no me apetece, pero tengo que hacerlo porque hay que hacerlo y no hay nadie más, me permito un desahogo; a veces es sólo de pensamiento: juro en arameo, digo palabrotas, me imagino estrangulando a esa persona que detesto o que me está fastidiando, o tirándome por el balcón o mejor tirándole a él/ella, cosas así, cosas que nunca jamás haría pero que en ese momento descargan mi ira, mi enfado, mi fastidio y me permiten hacer lo que tengo que hacer con algo de calma y sin matar a nadie. Otras veces el desahogo es verbal o incluso gestual: las palabrotas las susurro o las grito según el grado de fastidio o el nivel de “aguantoformo” del momento; o cojo algo y lo tiro; o uso los dedos de las manos para mostrar mi enfado. No sé, cosas así, espontáneas y sin filtro. Está mal, muy mal, muy feo. Pero en ocasiones me pueden la frustración y la impotencia por no poder evitar o endosarle a otro una tarea que sólo puedo hacer yo y que ¡¡¡odio hacer!!! Pero una vez soltado el exabrupto y recuperada la compostura, se arrepintió y fue. Esa soy yo muchas veces durante la semana. La que dice que no pero se arrepiente y va. Es cierto que cada vez más, porque ya voy teniendo una edad, procuro que mis desahogos sean silenciosos o en privado, ya sean gestuales o verbales. No siempre lo consigo pero ahí estoy, intentándolo. Tratando de decir jaculatorias en vez de palabrotas –pero no hay color, créeme-. Estoy segura de que el Señor se ríe mucho viéndome. Porque Él sabe mejor que nadie dónde me aprieta el zapato, qué cosas me cuesta mucho hacer, cuáles no me gustan nada y cuáles prefiero mil veces que las haga otro. Y a veces parece que lo hace a posta para que no tenga más remedio que ser yo la que pringue. Entonces, si estoy sola en casa, le hablo en alto y le digo cosas como: “Jolín, no te pases, ya te vale, podías esperar a que haya más gente en casa y pueda mandárselo yo a alguien, me… cachis en la mar”. Y cosas así. Tengo mucha confianza con Dios, le digo de todo en todos los tonos. Siempre al final le pido perdón si me he pasado. Ya me conoce, Él me hizo así, así que… Bueno, lo que quiero decir con esto es que si eres el primer hijo no te sientas mal. Es mejor rectificar después de haberse portado mal que no hacerlo. Es bueno arrepentirse después de haber pecado, después de haber metido la pata, y pedir perdón. Y hacer lo que uno debería haber hecho de primeras. Y si eres el segundo hijo no te sientas mal tampoco, porque puedes cambiar, claro que sí. Puedes dejar de mentir con tu actitud hipócrita. Puedes dejar de hacer creer a los demás que eres guay y empezar a serlo. Puedes dejar de hacer creer a todo el mundo que eres tú quien hace las cosas, y empezar a hacerlas. Nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán. Nunca es tarde para rectificar, aunque el daño ya esté hecho. Siempre se puede pedir perdón y tratar de reparar lo que hemos estropeado, nos perdonen o no. Dios no tiene prisa y tiene muuuucha paciencia. Aunque los demás estén hartos de nosotros, de nuestra debilidad y de que siempre hagamos lo mismo –ya seamos el primer hijo o el segundo-, creo que si ven que nos esforzamos por mejorar y por acabar con nuestros defectos, tendrán un poco más de paciencia con nosotros. Y lo que más importa, Dios nos dará la gracia que nos hace falta para lograrlo. Si te ves reflejado en uno de estos dos hermanos no te desanimes, estamos en esta vida para convertirnos en santos, no hemos nacido santos. ¿A quién le puede extrañar que seamos imperfectos? JMRS |
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