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El león flaco y el gobierno flaco
Por José Elías Romero Apis NUESTRO TIEMPO Cuando los pueblos se encuentran en crisis, surgen las voces que recomiendan la huida o la remesa. Así les pasó a los cubanos, ahora a los venezolanos y que el destino nos proteja de nunca tener que tomar esas decisiones. Por eso recordé una vieja anécdota de pueblo que hoy me sirve de referencia. Se cuenta que, cierto día, llegó a una villa un circo nómada, de esos que andan de pueblo en pueblo buscando nuevos niños que no han asistido y regresando hasta el año siguiente para no aburrir a la clientela, porque siempre tienen los mismos números, desde tres generaciones atrás. Así, también, hay políticos cirqueros que siempre dicen el mismo discurso. Hasta hubo un presidente que, durante todo el sexenio, solo tuvo un solo “disco rayado”, no obstante que tenía a su servicio a diez discurseros, dos de ellos en el gabinete, pero tan flojos y tan inútiles que nunca le cambiaron el chip. La ciudadanía, sobre todo los lambiscones, tuvieron que oír lo mismo y hasta con el mismo sonsonete cinco veces diarias durante dos mil días. Eran más trabajadores, más inteligentes, más baratos y más productivos los que le inventaban chistes que los que le escribían discursos. Pero, volviendo al circo, resulta que una noche se les escapó un león viejo y flaco. Quizás atraído por la luz, por el ruido o por el aroma de algunas sobras, se metió por la traspuerta de una cantina y se apareció en el salón de mesas, saludando con un sonoro rugido. Como es lógico, todos salieron corriendo, menos un discapacitado que se quedó como única opción comestible para el famélico felino y, para intentar surtirlo de otra selección distinta a la de su inválida corporeidad, les gritaba a todo pulmón: “No corran, cobardes, porque es peor”. Obviamente, nadie le hizo caso y el flaco león se lo comió de cena. El dueño del circo, para quedar bien, dedicó una función a la memoria del devorado, le impuso su nombre a la jaula del asesino, en señal de castigo, y a la viuda le obsequió un pase vitalicio, a título de pensión. Así se comprobó que no siempre correr es peor. Esta anécdota de pueblo nos brinda una enseñanza para las crisis políticas. Por principio de cuentas, podría decirse que todos actuaron con talento político. Todos viendo por sus respectivos intereses y todos haciendo lo más indicado o lo más que podían. Primero, analicemos al finado claudicante. Ante la crisis, intentó una maniobra de distracción. Con cuarenta parroquianos adentro de la cantina se hubiera complicado la selección de cena y se aturdiría el bicho. Además, como todos gritarían, la fiera se pondría a la defensiva, creyendo un ataque masivo. Podría ser que, confundido y asustado, hasta reculara para bien de todos. En política se diría que su estrategia era brillante pero impracticable. Era genial porque distraer de las crisis puede ser muy provechoso. Lo mismo con un escándalo, con un pleito, con una escasez, con una epidemia, con una aprehensión o con una iniciativa. Era irrealizable porque no había cuarenta babosos y ni siquiera uno solo que se prestara para ser el capote de distracción. ¿Cuántas veces los gobernantes nos invitan, con inteligencia pero sin realismo, a que nos prestemos para que nosotros nos perjudiquemos? Pero, en segundo lugar, vemos que los medrosos que corrieron también tenían razón. Si hay alguien que no pueda hacerse a un lado en medio de la crisis, pues ese ya se fastidió, con la pena de todos los demás que sí se quitaron. Esa es la lección política del cuento. El gobierno es el inválido que no puede hacerse a un lado y evitar el problema. Por eso requiere de distractores y distracciones. El pueblo son los correlones que, de zonzos, si se la compran, si se la creen o si se la comen. No cabe duda de que las anécdotas de nuestros pueblos nos sirven como lección o, por lo menos, como consejo. Jamileth |
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