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La importancia del hogar 


2019-03-13

Ricardo Sada Fernández

El ámbito de los deberes y derechos familiares se sitúa dentro del cuarto precepto de la Ley de Dios.

El día 7 de julio de 1902, perdida entre las páginas de un periódico, se publicaba esta noticia: la campesina María Goretti, de escasos 12 años de edad, fue acribillada a puñaladas por el también campesino Alejandro Serenelli, debido a que ella resistió a las torpes pretensiones de éste. Aparentemente, uno de tantos crímenes pasionales.

Pero a la vuelta de pocos años, María Goretti había conquistado la admiración y la veneración de millones de corazones en el mundo. Y el 24 de junio del Año Santo 1950 tuvo lugar su canonización, la más emotiva de la historia, no sólo por la enorme concurrencia de fieles, sino, sobre todo, porque aún vivían su madre y su asesino. Asunción Carlini, una ancianita de 84 años de edad, de manos encallecidas por el duro trabajo del campo, presenció la exaltación de su hija y compartió con ella los aplausos y los vivas de la multitud delirante, enternecida hasta las lágrimas, cuando la descubrió acomodada en su silla de ruedas en un balcón del Vaticano. Al día siguiente el Papa Pío XII la recibió en audiencia privada, con los honores reservados a los Jefes de Estado y quiso que descansara unos días en el lugar destinado a las vacaciones de los Papas.

¿Por qué tantos honores a una pobre viejecita analfabeta? Porque el pueblo católico, lo mismo que el Papa, veían en ella a la forjadora de una gran santa y de una mártir extraordinaria. Habiendo quedado viuda antes del nacimiento de su última hija, hubo de trabajar como hombre en el campo y como mujer en la casa para alimentar y educar a sus seis hijos. Ella no sabría responder a la pregunta de cuál había sido el secreto para formar a Santa María Goretti. Pero el Papa respondió por ella:

“María Goretti… es un fruto maduro del hogar doméstico donde se reza, donde los hijos son educados en el santo temor de Dios, en la obediencia a sus padres, en el amor, en el pudor, en la pureza; donde los niños se acostumbran a contentarse con poco, a prestar bien pronto su ayuda en la casa y en el trabajo; donde las condiciones naturales de la vida y la atmósfera religiosa que los rodean, cooperan poderosamente a hacerlos una cosa en Cristo y a crecer en su gracia”.

Si María Goretti es la prueba, Alejandro Serenelli es la contraprueba. Huérfano de madre desde muy niño, creció al lado de un padre irresponsable, que todo le consentía, que colaboraba inconscientemente a que alimentara sus pasiones con lecturas inmorales. De aquí le nació la idea, según confesó el mismo Alejandro, de cometer un crimen de aquellos que había leído.

El ámbito de los deberes y derechos familiares se sitúa dentro del cuarto precepto del Decálogo. “Honrarás a tu padre y a tu madre” se refiere de modo principal a todos aquellos deberes que conlleva la relación familiar: padres-hijos, hijos-padres y hermanos entre sí. Abarca también, por semejanza, las relaciones con las sociedades superiores: con la Iglesia, la patria y, en general, de todo súbdito con su superior, y viceversa. Pero siendo el hogar y la familia la célula básica de toda sociedad y la primera que Jesucristo nos enseñó a santificar -su primer ejemplo es ser buen hijo-, nos detendremos más pausadamente a tratar este aspecto clave en la vida humana.

Crisis generacionales

Salomón, al principio de su esplendoroso reinado, recibió la visita de su madre Betsabeé, “y el rey se levantó de su trono, le salió al encuentro, le hizo profunda reverencia, sentóse en su trono, y fue puesto un trono para la madre del rey, que se sentó a su derecha” (III Reyes 2, 19). ¿Después de tres mil años, mantiene esta actitud nuestra sociedad “civilizada”?

Tanto los padres como los hijos tienen necesidad de examinar regularmente su fidelidad al cuarto mandamiento de la ley de Dios. En él, Dios se dirige explícitamente a los hijos: “Honrarás a tu padre y a tu madre”, mandándoles amar y respetar a sus padres, obedecerlos en todo lo que no sea una ofensa a Dios y atenderlos en sus necesidades. Pero, mientras se dirige a ellos, mira de reojo a los padres, mandándoles implícitamente que se hagan acreedores al amor y respeto que pide a los hijos.

El fundamento de las obligaciones que establece el cuarto mandamiento, tanto las de los padres como las de los hijos, es el hecho de que toda autoridad viene de Dios. Sea ésta la del padre, la de una potestad judicial o académica, en último extremo, su autoridad es la autoridad de Dios, que Él se digna compartir con ellos. La sumisión que se les debe (siempre, claro está, dentro de sus atribuciones), es sumisión al mismo Dios, y así debe ser considerada. De ahí se sigue que los constituidos en autoridad tienen, como agentes y delegados de Dios, obligación grave de ser leales a la confianza que el Creador ha depositado en ellos.

Esta idea básica debe tener presente la madre con título universitario que anhela trabajar fuera de casa; el padre irascible que descarga en su familia la tensión nerviosa acumulada durante la jornada. La misma idea básica deben tener presente los padres que delegan el cuidado de sus hijos en otras personas debido a sus ocupaciones o distracciones; los padres que invitan a casa a parejas divorciadas o a amigos bebedores y de lengua suelta; los padres que disputan a menudo delante de sus hijos.

Esta idea básica debe tener el patrón o el maestro que abusa de su autoridad y es déspota con sus súbditos o con sus alumnos. Esta idea básica debe tener el gobernante que aprovecha su potestad en favor de su utilidad pecunaria. En resumen, es éste un punto que deberá tener siempre presente aquel que está constituido en autoridad: que Dios se la delegó, y de ella le pedirá cuentas.



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