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¿Por qué nos sedujo tanto la trama rusa?


2019-03-28

Por Farhad Manjoo | The New York Times

Una amarga noche hace más de dos años malgastados, Donald Trump fue electo el presidente número 45 de Estados Unidos. Su victoria fue un escándalo político, una emergencia para la democracia y una vergüenza moral. Pero, según parece haber concluido el fiscal especial Robert Mueller tras una investigación decisiva, el triunfo de Trump no fue ilegítimo, pues no lo consiguió gracias a una trama de conspiración y de traición a la patria.

No hubo colusión. El presidente no fue un títere impuesto desde Moscú. Lástima, ¡no podemos echarle la culpa de todo a Vladimir Putin!

De hecho, el verdadero horror que causan los hallazgos de Mueller es que no hubo necesidad de que Putin moviera los hilos. Ahora sabemos que en nuestra incompetente democracia es posible que un hombre tan inepto como Trump adquiera con toda legitimidad las aterradoramente amplias facultades que confiere la presidencia sin la intervención de un titiritero extranjero.

Otro aspecto que causa horror es que perdimos una oportunidad histórica. Pasamos un par de años al acecho de los fantasmas imaginarios de la colusión e ignoramos por completo las debilidades estructurales que plagan a la clase dirigente de Estados Unidos, notorias en los partidos políticos y los medios, al igual que en el panorama económico desigual y, sobre todo, en la injusta maquinaria de su democracia.

Las imputaciones de Mueller demuestran que algunos agentes rusos interfirieron con las elecciones de 2016 porque sembraron discordia en las redes sociales y lanzaron ciberataques contra los correos electrónicos de los demócratas, cuyo contenido luego difundieron. Sin embargo, en este momento parece más sabio responsabilizar de la victoria de Trump a los defectos más arraigados de Estados Unidos más que a una posible interferencia rusa a su favor. Al precipitarnos a denunciar la colusión rusa, perdimos tiempo y una oportunidad política que podríamos haber aprovechado mejor de habernos concentrado en debatir cómo evitar que otra catástrofe parecida a la de Trump ocurra de nuevo.

Lo digo en términos crudos, porque se avecina una tormenta de giros narrativos sobre la investigación de Mueller en la que será muy fácil perder el piso y terminar desorientados. Si eres un votante liberal posiblemente tengas la tentación de dejarte llevar por la oleada de comentarios de indignación y desconcierto publicados en Twitter con la etiqueta #resistance por comentaristas que intentan restarle importancia a los hallazgos de Mueller: “¡Todavía no hemos visto todo el informe! ¡El fiscal general que adelantó las conclusiones en una carta es un lamebotas de Trump! ¡No se olviden de las demás investigaciones y delitos!”.

No niego que sean puntos importantes, solo insisto en que no deberíamos perder de vista el hallazgo principal. Al igual que la victoria de Trump, la conclusión de Mueller de que no existió colusión debería dejar una marca. Es como si le cayera un balde de agua fría a la tradicional clase política y mediática, que estaba sumida en su propia teoría egoísta —y errónea— sobre el caso.

Antes de emprender más investigaciones, vale la pena reflexionar en este momento por qué la fantasía de la colusión resultó irresistible para tantos y de qué otra forma podríamos haber aprovechado nuestro tiempo.

Mi teoría es la siguiente: la colusión era una fantasía seductora y conveniente. Para muchos estadounidenses, aceptar la sencilla realidad de que Trump en verdad había ganado era una carga terrible. La facilidad con que un racista, misógino y estafador en serie irrumpió por encima de los mecanismos diseñados para proteger la vida política estadounidense deja muy en claro que había daños en el núcleo de nuestra sociedad.

En particular, la victoria de Trump fue una señal de que existían algunas fallas tectónicas dentro de los medios establecidos, donde las principales cadenas impulsaron el ascenso del empresario mediante una abundante cobertura televisiva. Premiaron cada una de sus tretas con más atención y exageraron el insignificante alboroto generado por el mal manejo de los correos electrónicos de su contrincante hasta que se volvió un presunto escándalo de proporciones históricas.

La victoria de Trump también fue una señal del fracaso de nuestros partidos políticos. Después de varios años de coquetear con sectores extremistas, los republicanos crearon un ambiente en el que un demagogo racista logró subsumirlos.

Por su parte, los demócratas no le dieron importancia a la ansiedad económica y social que inquietaba a quienes suelen ser sus partidarios y postularon una candidata poco popular que no ofrecía una visión novedosa para la vida estadounidense. Para colmo, esa candidata no hizo campaña en estados desencantados como Michigan.

Algunos otros factores de menor importancia contribuyeron a producir esta tragedia estadounidense: la demagogia de James Comey, exdirector del FBI, la incapacidad de los gigantes tecnológicos para entender o refrenar los poderes caóticos de sus plataformas de comunicaciones, nuestra ignorancia colectiva respecto a las encuestas y una ingenuidad que nos impidió percatarnos de la profunda fragilidad de nuestro emprendimiento como nación.

Por último, hubo una falla constitucional más evidente. No era necesaria una investigación federal de dos años para identificar la lección más importante que nos dejó la campaña de 2016: Estados Unidos no trata a todos sus electores, ni a los votos de estos, con equidad. Por todo el país fueron acalladas las voces de miles o quizá incluso millones de ciudadanos y, en esencia, no contaron otros millones de votos debido a las perversidades del Colegio Electoral, que les da más valor a unos cuantos miles de votos en estados del Medio Oeste que a unos millones de California.

Es cierto que ya comenzamos, aunque sea tarde, a señalar muchos de estos problemas tan arraigados. Por desgracia, la investigación de Mueller agotó toda nuestra energía política. Para muchos actores establecidos en la política y los medios la posible colusión era una vía de expiación moral ante la complicidad colectiva. En vez de concentrarnos en la dura tarea de identificar qué salió mal en las elecciones de 2016, muchos nos dejamos arrastrar a las conversaciones en redes sociales que solo reforzaban lo que ya pensábamos; recurrimos a los ajustes superficiales y a hablar de cómo los presuntos videos sexuales explícitos con una “lluvia dorada” aparecerían y eso aclararía todo el curioso malentendido.

Desde esta perspectiva, la historia del voto en 2016 parece bastante sencilla: Trump fue la elección descabellada y corrupta de una ciudadanía abrumada por la desconfianza partidista; furiosa por la percepción de que había agravios intencionales contra las personas blancas; que fue informada por una industria de medios fracturada y atribulada, y que se sentía aplastada por un sistema económico y político que llevaba mucho tiempo sin funcionar más que para los votantes más adinerados.

La victoria de Trump puso de manifiesto que existía una falla sistémica en Estados Unidos. La única lluvia dorada que importó fue la que sigue empapando a la democracia estadounidense. Por desgracia, esa lluvia ha sido tan fuerte y ha durado tanto tiempo que prácticamente nos hemos resignado a ignorar la tormenta.



Jamileth


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