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Mi lucha para reunirme con mi hija después de que nos separaron en la frontera


2019-04-03

Por SINDY FLORES, The New York Times

SAN FRANCISCO — Soy una solicitante de asilo originaria de Honduras y madre de tres. Durante más de un mes mi hija más pequeña fue forzosamente separada de su padre y de mí por el gobierno estadounidense. Aún no sé dónde estuvo en ese tiempo o quién la cuidó.

Es una bebé; no puede contarme si le pasó algo malo. No sé si ella cree que quisimos abandonarla. Lo que sí sé es que regresó mucho más delgada, con piojos y tos seca, y que lloró durante días al quedar traumada por un gobierno que mantiene a los hijos separados de sus padres solo debido a que son migrantes.

Huimos de Honduras hacia Estados Unidos porque temíamos por nuestras vidas allá. Crecí en la capital, Tegucigalpa, y mi vecindario se ha vuelto en los últimos años uno de los más violentos en la ciudad. El 18 de octubre llegaron pandilleros a mi casa en busca de mi pareja, Kevin. Ya habíamos tenido encontronazos con las pandillas en el pasado.

Me mostraron sus armas y me dijeron: “Si no se van en veinticuatro horas, ya saben qué pasa”.

Sabía de qué son capaces. Cuando mi hija mayor tenía 2 años y yo estaba embarazada de mi hijo, su padre fue asesinado y descuartizado por los pandilleros. Nos llegaron amenazas de muerte incluso después de su asesinato. Intentamos mudarnos a otro pueblo hasta que las cosas se calmaran, pero las pandillas nos encontraron ahí y nos extorsionaron.

Las amenazas de muerte empezaron de nuevo cuando Kevin y yo nos juntamos y nació nuestra hija Grethshell. La gente que ha sido deportada desde Estados Unidos, como Kevin, son blanco de las pandillas porque se cree que tienen dinero. Ante las nuevas amenazas agarré todo el dinero que tenía, unos 80 dólares, y llené las mochilas de los niños con su ropa y una muñeca para Grethshell, quien entonces tenía 15 meses de edad. Recogí a mi hijo en el colegio y nos dirigimos a la estación de autobús para reunirnos con Kevin.

Compramos boletos a la ciudad más cercana en Guatemala y desde ahí tomamos otro autobús hacia la frontera sur de México. Ya en ese país, sin dinero, viajamos a bordo del tren de carga apodado la Bestia.

Cuando esperábamos el tren a Puebla, los agentes migratorios mexicanos llegaron y golpearon a la gente, a la que subieron a camionetas. En el caos agarré a mis hijos mayores para escondernos en unos arbustos cercanos. Kevin, quien llevaba a Grethshell en un portabebés, corrió en otra dirección. Fue la última vez que los vi juntos.

Durante el viaje habíamos ideado un plan en caso de separarnos. Mi tío vive en San Francisco y ahí nos reuniríamos. “Nos encontramos ahí”, dijo Kevin. “Ahí estaremos a salvo”.

Llegamos a la frontera en Cálexico, California, el 31 de diciembre. Pese a que pedimos ayuda los agentes de la Patrulla Fronteriza nos rechazaron. Desesperada por reunir a la familia encontré cómo cruzar y lo hicimos en la madrugada del 1 de enero.

Nos atraparon los agentes después del cruce y nos llevaron a uno de los centros de detención que llaman Hieleras, por las temperaturas gélidas. Ahí me enteré de que Kevin había sido llevado al mismo lugar con Grethshell y que ella había sido separada de su padre. Dos compañeras migrantes me dijeron que cinco agentes lo sostuvieron mientras se la arrebataron de los brazos. A otras mujeres migrantes ahí les encargaron cuidarla un tiempo.

Cuando mis otros dos hijos y yo fuimos liberados, el 2 de enero, mi tío confirmó lo que me habían dicho las mujeres. Kevin fue acusado por regresar a Estados Unidos después de que había sido deportado. Fue llevado a prisión mientras nuestra hija fue enviada a un albergue para niños migrantes en San Antonio.

La separación familiar no fue reportada ante el tribunal en los documentos de imputación de Kevin. Los cargos en su contra fueron levantados después, pero el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) todavía está usando los cargos iniciales como excusa para mantenerlo detenido de manera indefinida en lo que tramita una solicitud de asilo.

Me dijeron que iba a poder reunirme con mi hija dentro de una semana, pero que primero necesitaba hacer papeleo. Luego me exigieron presentar una tarjeta de crédito con una línea disponible de hasta 4000 dólares para el vuelo de Grethshell, lo cual me es imposible. Los funcionarios se rehusaron a decirme quién la estaba cuidando. Al final estaba tan harta que acudí a los medios de comunicación para denunciar. A Grethshell por fin la pusieron en un avión de regreso y la llevaron conmigo cuando amenacé con ir a la dirección que tenía de la administradora del albergue para recuperarla.


Cuando una trabajadora social puso a mi hija de vuelta en mis brazos, el 30 de enero, Grethshell estaba inconsolable. Mi cuerpo entero temblaba mientras la abrazaba e intentaba calmarla y decirle que todo iba a estar bien. Estaba tan enferma que la tuve que llevar al doctor el día siguiente. Durante tres semanas se resistió a mí; estaba temerosa cuando intentaba sostenerla. Por las noches aún llora y pide a su papá.

Sé que no soy la única. Unos 311,000 migrantes han solicitado asilo tras huir de la violencia en sus países, como nosotros. Nuestro futuro es incierto. Mis hijos y yo acabamos de ser expulsados del hogar que estábamos compartiendo con otras seis personas. Yo intento sobrevivir como madre soltera de tres niños. No sé si me darán asilo o nos mandarán de regreso a morir a manos de las pandillas.

Cuando pedí entrar a este país porque mi familia estaba en peligro mortal, un agente de la Patrulla Fronteriza me dijo que era débil. Que mejor fuera a Canadá. “No me importa si se muere uno de tus hijos”, me dijo. Me pregunto qué habría hecho ese agente en mi posición, si alguien hubiera amenazado con asesinar a sus niños. ¿Acaso no habría arriesgado todo también para asegurarse de que estuvieran a salvo?

Mientras Estados Unidos decide qué tipo de país quiere ser, los estadounidenses necesitan tener conciencia de la crisis humanitaria que ha creado el gobierno norteamericano actual y de lo que estas políticas le han causado a familias como la nuestra, que llegaron aquí en busca de protección.



regina


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