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Viaje a las entrañas del calentamiento global


2019-04-17

Nuño Domínguez y Luis Almodóvar | El País

En la Antártida, el único continente donde no hay países, fronteras ni guerras, se está librando una de las batallas científicas más complejas de nuestra era: comprender el impacto del cambio climático en una isla dos veces mayor que Australia y que concentra el 90% de todo el hielo del planeta.

El 18 de febrero, un equipo de científicos y militares zarparon hacia el epicentro del calentamiento en este continente. La 55ª Expedición Antártica de Chile a bordo del buque de la Armada Marinero Fuentealba ha sido la primera de este país que ha intentado llegar más allá del círculo polar Antártico con un buque no preparado para ello, pues no es un rompehielos. Los objetivos eran recolectar algas y fauna marina junto a glaciares que se están fundiendo y realizar estudios para construir tres bases de investigación científica. La más lejana estará en un enclave militar casi abandonado que se convertirá en un laboratorio natural perfecto para entender las conexiones entre el continente más frío y árido y el resto de la Tierra.

Si se derritiera toda la Antártida, el nivel del mar subiría unos 60 metros, suficiente para anegar toda Europa. Los científicos saben que eso no va a pasar en los próximos siglos, pero sí temen fenómenos más sutiles que ya están sucediendo.

“La Antártida no es un continente aislado del resto de la Tierra, sino que regula procesos a nivel planetario”

“La Antártida regula procesos a nivel planetario”, explica Marcelo Leppe, director del Instituto Antártico Chileno (INACH), organizador de la expedición, a la que ha sido invitado EL PAÍS. “Este continente es el corazón palpitante del planeta, pues cada año su superficie cambia en unos 14 millones de kilómetros cuadrados [más que toda la superficie de Europa] por el avance y retroceso de sus hielos”. “La Antártida tiene nexos con casi todos los mares del planeta. Influye en el ciclo de cultivos de China, el anegamiento por lluvias monzónicas en Vietnam, el régimen hídrico en Australia y también en eventos de tiempo extremo en América del sur”, asegura.

La descomunal plataforma de hielo que cubre su territorio se suele dividir en tres grandes áreas, este, oeste y península antártica, el rabillo de tierra cercano a Sudamérica, en cuyo extremo norte se acumulan la mayor parte de bases científicas y militares. Es en esta zona donde las temperaturas medias han aumentado más y donde se concentran las mayores pérdidas de hielo, cuyo ritmo de fusión, en términos globales, se ha triplicado en los últimos 30 años.

Hielo en el mar Glaciares Temperatura

Uno de los lugares donde ya pueden estar apareciendo los primeros signos de transformación es la orilla libre de hielo que queda cerca de las imponentes paredes de los glaciares, de más de 30 metros de alto y de un azul más intenso que el cielo. Mientras rugen las cadenas del ancla para el atraque, un equipo de científicos se embute en aparatosos trajes naranjas que les mantendrán calientes y les harán flotar en caso de que caigan al agua. Es verano en el hemisferio sur y la temperatura estos días no bajará de los cinco grados bajo cero, aunque la sensación térmica llega a los -18. Los biólogos recogen muestras de dos especies de algas que viven tanto en las costas de Chile como en la Antártida, un hábitat de unos 1,500 kilómetros de largo.

Mientras el equipo de tierra recoge algas a ras de agua, los buzos se tiran desde un bote de goma y bajan hasta a 10 metros de profundidad. Visten varias capas de ropa debajo de un traje de neopreno seco para aguantar una media hora de inmersión. El mar en esta zona de la península puede rozar los tres grados bajo cero, pues la alta salinidad baja la temperatura de congelación. A cambio del sufrimiento tienen el exclusivo privilegio de ver la Antártida bajo las aguas y, si tienen suerte, compartirlo con algún pingüino o un lobo marino.

“Estamos estudiando cómo las algas se adaptan a los entornos que van dejando libre el retroceso de los glaciares”

“Cuando hay mucho derretimiento de hielo hay pocos moluscos y algas”, explica Marcel Velásquez, oceanógrafo y buzo de 31 años. “El agua dulce y el sedimento que aporta el glaciar hace que no haya organismos que se puedan adaptar. Esto apoya nuestra hipótesis de que el retroceso glaciar está teniendo un efecto en los ecosistemas marinos”, resalta este venezolano, que en 2011 abandonó su país natal con 30 dólares en el bolsillo. Especialista en genética de algas, tras pasar por el Museo de Ciencias Naturales de París y el Smithsonian de EE UU ahora estudia el doctorado en la Universidad de Magallanes (Chile).

El trabajo de buzo se hace por amor a la ciencia. Las personas que realizan las inmersiones estos días son estudiantes jóvenes que se buscan otros trabajos para poder ganar lo suficiente (venta ambulante, conducir un Uber…). El sueldo de algunos de ellos en esta campaña, con varias inmersiones al día y una travesía de 12 días sin internet ni teléfono es de 250,000 pesos chilenos, unos 325 euros. “De todas maneras merece la pena, la experiencia es algo invalorable tanto en lo personal como en lo profesional”, explica Diego Henríquez, que a sus 28 años tiene dos hijos y estudia biología marina en la Universidad Austral de Chile.

Cuando los buzos regresan al buque los científicos se arremolinan en torno a las bolsas con las muestras que aún chorrean agua helada. El comedor del buque se transforma en un laboratorio improvisado con microscopios, pipetas, atlas de fauna y flora marina. “El calentamiento es más evidente en la región subantártica [sur de Chile], donde los glaciares se derriten mucho más rápido y cambian las condiciones del agua. En los lugares donde hay mucho derretimiento glaciar, siempre aparecen las mismas especies, que parecen adaptarse, mientras otras desaparecen, en parte porque baja mucho la salinidad del agua”, explica Andrés Mansilla, jefe científico del proyecto de la Universidad de Magallanes.

“Las poblaciones del pingüino barbijo han disminuido un 41%”

Una de las algas encontradas parece de una especie no autóctona, aunque habrá que confirmarlo con un análisis de ADN. “El calentamiento supone un peligro adicional, porque puede provocar que un buque, un turista o las simples corrientes marinas traigan especies foráneas adaptadas a rangos de temperatura o salinidad mayores que los de las especies locales y ocupen su nicho”, advierte Mansilla.

El español Andrés Barbosa también sabe de perdedores y ganadores por el cambio climático. Este biólogo lleva analizando las colonias de pingüino barbijo desde los años noventa en la isla Decepción y en los alrededores de la base Juan Carlos I, en la isla Livingston, las dos bases científicas de España. Sus datos indican que hay un 41% menos de ejemplares desde que comenzó a estudiar a estos animales. Esta especie se alimenta de kril, un diminuto crustáceo con forma de gamba que también es el plato casi único de algunas especies de ballenas y focas. Según algunos estudios la cantidad de kril en las aguas de la península ha caído un 80%. La especie también se pesca y se usa para producir complementos alimentarios de omega tres —un bote de 120 cápsulas cuesta unos 50 euros— y como alimento para los salmones de piscifactoría.

“Aunque el calentamiento afecta a todo el planeta, las zonas más afectadas son el Ártico, la Antártida y los glaciares de alta montaña. Muchas especies adaptadas a vivir en estos entornos no tienen opción de marcharse a entornos más fríos”, explica Barbosa. “Aunque el pingüino barbijo no está en peligro de extinción, la caída de las poblaciones es preocupante", detalla Barbosa, coordinador de investigación polar de la Agencia Estatal de Investigación. “La otra cara de la moneda son los pingüinos papúa que no solo comen kril, sino también calamar y otros pescados y que están aumentando su área de distribución. Esta es la dinámica de cualquier ecosistema en proceso de cambio”, resalta el biólogo.

El 23 de febrero, cruzado el círculo polar, el buque alcanza su objetivo más al sur: la base Carvajal. Desde la lejanía, en lo alto de un glaciar, se aprecian los restos de un avión británico modelo De Havilland que transportaba combustible y que se estrelló en 1964 en medio de la pista de aterrizaje que había sobre el hielo. En 1984 el Reino Unido cedió este enclave militar a Chile. La última vez que la Fuerza Aérea chilena usó la base fue en 2014 y, desde entonces, los científicos del INACH solo la visitan por breves temporadas y la usan como refugio.

Todo en Carvajal parece más salvaje e inhóspito. A pocos metros de los edificios cuarteados por la intemperie hay colonias de lobos marinos con miles de ejemplares que primero rugen feroces y luego gimotean asustados cuando ven a los inesperados visitantes. Los elefantes marinos reciben a los humanos con unos potentes gruñidos que rompen el silencio perfecto de la Antártida. Un intenso olor a pescado sale de los excrementos, que tiñen de marrón enormes extensiones de hielo y piedra.

El interior del edificio principal tiene algo de cápsula del tiempo. El reloj está parado a la 1.34. En una pizarra, los militares escribieron las tareas pendientes antes de marcharse y cerrar la base. Al fondo, en el salón, hay una barra con juegos de mesa, casetes de otra época —incluida una de Marta Sánchez— una mesa de billar, taller, dormitorios, cocina, hasta una sauna. Solo falta el laboratorio. Afuera, en la zona de roca libre de hielo, un grupo de ingenieros y marinos está perforando la piedra con una testiguera. Su objetivo es regresar a Chile con suficientes muestras de terreno para poder continuar con los estudios geológicos y sísmicos para construir una nueva base científica, la primera civil en este enclave, que albergará a unos 60 científicos.

Este lugar tan remoto muestra una de las caras más terribles del cambio climático. En enero de 1999, Eduardo García, funcionario de apoyo del INACH, y un estudiante, subían en una motonieve por el glaciar Fuchs, cercano a la base, cuando el hielo se abrió bajo sus pies. Cayeron a una grieta. El vehículo se estrelló encima de García y le aplastó el cráneo. Un grupo salió al rescate desde la base militar. Al descolgarse por el abismo vieron que era un sifón que se abría cada vez más. En una repisa, a unos 50 metros, encontraron al segundo accidentado, aún con vida.

Unos años más tarde, glaciólogos chilenos alertaron de que el calentamiento estaba aumentando el tamaño de las numerosas grietas ocultas bajo la superficie del glaciar Fuchs y que era inviable usarlo de aeródromo. Hacía años que los ingleses lo habían dado por perdido y construyeron otro en la actual base de Rothera, a unos 30 kilómetros de Carvajal.

“Carvajal es la base del futuro”, explica Leppe. “Está dentro de bahía Margarita, una de las más grandes del mundo. Es el último lugar donde hubo una colonia de pingüino emperador dentro de lo que se llama territorio antártico chileno. Ya desapareció al derretirse la banquisa de hielo permanente. No volvieron a aparecer. Es una zona de transición climática y biológica. Y es además nuestra única base costera dentro del círculo polar”, resalta el investigador.

El Tratado Antártico —firmado por 29 países con pleno poder de decisión, incluida España— prohíbe toda reclamación territorial en el continente, así como las actividades militares y la extracción de recursos naturales con intenciones comerciales. Esto último se debe en parte a las enormes dificultades de explotar recursos que están bajo una capa de hielo que en sus zonas más gruesas, en el interior del continente, tiene más de 4,000 metros de grosor. Existe la preocupación de que el tratado cambie en 2048, el primer año en el que el protocolo ambiental puede ser modificado. Es difícil imaginar el mundo dentro de 30 años, pero cualquier decisión debe ser respaldada de forma unánime por todos los firmantes.

En cuanto a cuál es el futuro de la Antártida más allá de esas fechas, la respuesta está sobre todo del lado de un cambio global difícil de predecir a medio plazo. “Creo que todavía nuestros nietos van a tener la posibilidad de conocer la Antártida tal como es, no sé si nuestros bisnietos, porque los escenarios para dentro de 100 años ya empiezan a ser más sombríos”, opina Leppe.

El viaje

Para llegar a la Antártida desde Punta Arenas (Chile) el buque debe cruzar el paso de Drake, unos 1,000 kilómetros de mar abierto entre el extremo sur de América y la punta norte de la península antártica. Para muchos marinos es la travesía más peligrosa del planeta. El Fuentealba encontró unas condiciones “envidiables”, según la tripulación: olas de apenas tres metros que pasaban por la borda bamboleando la nave de acero como si fuera una atracción de feria.

Uno de los momentos más alucinantes de la travesía fue atravesar una plataforma de hielo que flotaba a la deriva. Era un iceberg de unos 20 kilómetros de largo por tres de ancho que se había desprendido de un glaciar. Se había partido más o menos por el centro dejando una abertura de un kilómetro por la que se aventuró el Fuentealba navegando muy lento. En varias ocasiones, parte de la paredes de hielo, tan altas como edificios de diez plantas, se desmoronaron provocando un enorme estrépito que no asustó a los pingüinos, focas y ballenas que habitaban esta isla flotante.

Un mañana el radar advirtió de la presencia de un barco que cabeceaba entre las olas y no llevaba encendido el sistema de identificación ni se comunicaba por radio. Tras ser requerido a hacerlo supimos que se trataba del Icebird, un velero de las Islas Caimán. En estos meses de verano austral no es raro encontrar este tipo de embarcaciones que llevan turistas a la Antártida.

Nueve de cada diez personas que pisan la Antártida son turistas, unos 50,000 al año. Algunos llegan a bordo de pequeños cruceros, otros vuelan desde Chile o Argentina en las pocas líneas que cubren el trayecto. Pasan el día dando una vuelta en un bote de goma por las islas Shetland del Sur, el archipiélago que sirve de entrada al continente, y regresan en el día, todo por un precio de varios miles de euros. Más allá de esta zona se abre la otra Antártida, accesible casi exclusivamente a investigadores y personal de apoyo.

A bordo del Fuentealba la vida está jalonada por el pitido que anuncia el rancho: desayuno a las siete, almuerzo a las 12, merienda a las 17.00 y cena a las 19.00. El Fuentealba tiene una dotación de 44 marineros —apenas dos mujeres— que se relevan en guardias de cuatro horas. El barco se construyó en 2014 y es uno de los más rápidos de la Armada de Chile. Su casco no está preparado para chocar con témpanos, “que es como pegarle a una roca”, explica Iván Stenger, el comandante.

La seguridad del barco depende sobre todo de los marinos que otean día y noche —con binoculares nocturnos— desde el puente de mando. “En navegación, por mucha tecnología que tengamos, nada reemplaza al ojo humano. La mayor parte de los accidentes que han ocurrido en la Antártida han sido por confiar demasiado en los instrumentos. Son una ayuda, pero la navegación aquí es igual que antaño, con la vista y con las estrellas, la costa y la marcación magnética o real a través de girocompás [brújula], lo mismo que hacían los marinos hace 100 años”, explica el comandante.

Las bases

La primera parada del buque es la base Escudero, en la isla Rey Jorge, un centro logístico con aeródromo que sirve de trampolín de salida hacia otros puntos más remotos. El paisaje es anticlimático. Cielo gris, mar color metálico, enormes contenedores oxidándose a la intemperie. A las puertas de la base Julio Escudero del INACH pueden verse aún los escombros de la Gobernación Marítima de Chile, que fue arrasada por un incendio debido a un fallo eléctrico. "El edificio se consumió en apenas una hora", dice Paulina Rojas, coordinadora de la expedición del INACH.

En cualquier base ofrecen café caliente y almuerzo, todo gratis. La moneda de cambio es el trueque, sobre todo entre los diferentes países —tú me das unos pasajes en tu avión y yo a cambio transporto tus muestras científicas en mi buque—. Este año, 13 checos se quedaron aislados por el hielo en la base Gregorio Mendel. Chile debía sacarlos, pero no tenía ningún buque que pudiese hacerlo. Finalmente hubo un cambio de planes y fue el rompehielos argentino Almirante Irizar el que acudió al rescate. En ocasiones se lleva una cuenta detallada de estos intercambios y en otras, cuando la relación es mejor, se trabaja prácticamente por buena voluntad, hoy por ti y mañana por mí.

Chile controla uno de los principales aeródromos en el noroeste de la península antártica. El país está inmerso en un proceso de renovación de sus bases científicas. Dentro de la campaña de este año se realizarán análisis de la roca en las bases Escudero, Yelcho y Carvajal previos a la construcción de tres nuevas bases para investigación, un proyecto financiado con unos 70 millones de euros, según en INACH.

En uno de los contenedores de Escudero encontramos a Renato Borrás, un biólogo que para hacer su tesis doctoral tuvo que convertirse en un auténtico cazador antártico. Su objetivo eran los lobos marinos. Durante meses, Borrás se dedicó a aturdir a las focas hembra, acercarse y sacarles leche para luego medir los niveles de ciertos contaminantes. Ahora Borrás está preparando un acuario con especies marinas recolectadas en aguas de la península, el germen de un acuario abierto al público que comenzará a funcionar en el Centro Antártico Internacional de Punta Arenas en 2022. “La gente piensa que debajo del agua en la Antártida no hay nada. Es muy interesante porque entras a un acuario con toda la fauna de aquí y ves que se puede vivir. El desafío es explicar cómo”, explica Borrás.

El investigador ha llegado a pasar hasta cinco meses sin comunicación en la Antártida. “Vivir aquí es totalmente distinto a lo que la gente pueda pensar. Da igual el imaginario, cuando llegas es totalmente distinto. En el aspecto social hay una ausencia casi completa de dinero. Eso es importantísimo a nivel social. Las cosas se hacen porque quieres hacerlas o por ayudar a otra persona. En situaciones de soledad es un proceso de autoconocimiento gigante. No hay Internet ni teléfono, estás solo contigo y te das cuenta de que el tiempo no es tan corto como lo tomamos en el continente, no se nos va tan rápido como creemos”, relata.

Cambio Climático

Predecir el impacto del cambio climático en la Antártida es un reto “endiablado”, dice John Turner, meteorólogo del British Antarctic Survey, en Reino Unido. Los modelos que simulan la respuesta de diferentes territorios a la subida de las temperaturas y el cambio del clima fallan estrepitosamente en este continente que, por otro lado, es crucial para entender los efectos planetarios del calentamiento. En parte se debe a la enorme complejidad matemática de describir lo que sucede en las zonas de contacto entre el mar y el hielo de agua dulce que cubre la mayoría de la costa, y también reproducir las corrientes de viento que soplan alrededor del continente y le aíslan del resto del planeta.

Hay indicios de que la Antártida está sufriendo ya el impacto del cambio climático, aunque son bastante más sutiles que en otras regiones. La península antártica, la zona más cercana a Sudamérica, es una de las áreas de toda la Tierra donde más han subido las temperaturas desde los años cincuenta, unos 2,5 grados, tres veces más que en el conjunto del planeta. En las primeras décadas de este siglo la península volvió a enfriarse pero, en los últimos años, los termómetros han vuelto a subir. “En la Antártida no podemos dar un mensaje sencillo como en el Ártico, donde los efectos del calentamiento son mucho más claros; aquí los cambios son más sutiles”, reconoce Turner.

El avance o retroceso de los hielos a nivel global se determina usando satélites equipados con altímetros láser. “Aquí el problema es que el margen de error es de unos 15 centímetros, más o menos lo mismo que han podido ganar o perder algunas zonas, lo que hace muy complicado determinar lo que está sucediendo”, explica Julian Dowdeswell, director del Instituto de Investigación Polar Scott, en Reino Unido.

Desde que hay registros de calidad, al principio de los años 2000, se ha registrado que cada año la Antártida pierde unas 220 gigatoneladas de hielo. "Convertido en agua, todo ese hielo cubriría  la Comunidad de Madrid con una capa de agua de 31 metros de altura o toda España bajo un mar de 43 centímetros de profundidad”, explica Francisco Navarro, glaciólogo de la Universidad Politécnica de Madrid cuyo equipo lleva 15 años estudiando dos glaciares en la península. El efecto real de todo ese hielo fundido es una subida del nivel del mar de 0,6 milímetros al año. En comparación, todos los glaciares de la Tierra, excluidos los de Groenlandia y Antártida, pierden unas 335 gigatoneladas y contribuyen a una subida del 0,9 milímetros", resalta Navarro. Tanto el Ártico como los glaciares de alta montaña están más afectados por el cambio climático pues su temperatura se acerca más a los cero grados que la Antártida, con temperaturas medias de diez bajo cero en la costa y -60 en el interior del continente.

La pérdida de hielo antártico se concentra en la península y en el oeste de la Antártida, donde las enormes lenguas glaciares fluyen desde el continente formando barreras de hielo que se adentran en el mar. Estos glaciares representan el mayor riesgo de cara al futuro, pues desde hace años hay masas de agua cálida penetrando bajo el hielo y derritiendo los glaciares desde abajo. El glaciar Pine Island, por ejemplo, ha retrocedido decenas de kilómetros desde que hay registros y su fusión se está acelerando.

La imagen es mucho más complicada en el este de la Antártida, pues los glaciares asentados sobre montañas son mucho más estables. “Durante décadas se han registrado ganancias de hielo pero en los últimos años han aparecido los primeros signos de que hay algunos glaciares de esta zona que están adelgazando”, explica Dowdeswell.

Otro de los problemas es la falta de registros en el pasado para determinar si hubo otros tiempos en los que la Antártida se calentó tanto o más rápido que ahora. Diez países europeos acaban de lanzar un proyecto para perforar una columna de hielo antártico de casi tres kilómetros de largo. Las burbujas de aire atrapadas en el hielo permitirán reconstruir un registro climático continuo del último millón y medio de años. Olaf Eisen, coordinador del proyecto, llamado Beyond Epica, señala: “En mi opinión, estamos viendo ya un gran impacto del cambio climático acelerado por las actividades humanas en este continente y la mayor preocupación es que no sabemos si hemos cruzado un punto irreversible”.

Aún es difícil asegurar si el deshielo que se observa en la Antártida se debe en parte a las actividades humanas, sobre todo a la emisión de gases de efecto invernadero, o es parte de un ciclo natural. Este año está previsto que el panel científico de la ONU sobre cambio climático publique un informe sobre los océanos y los hielos del planeta que incluirá datos de consenso y  proyecciones en función de los aumentos de temperatura previstos. Jerónimo López, geólogo de la Universidad Autónoma de Madrid y veterano investigador antártico español, opina que “se da una combinación de ambas cosas, lo natural y la acción humana”. “El sistema terrestre es complejo e interconectado. Para procesos de esta escala no se pueden eliminar las causas naturales, que en ciertos glaciares concretos o en algún proceso en particular puede ser lo predominante, y a la vez que esto, la intervención humana en los ciclos naturales a lo largo del último siglo es innegable en términos generales”, explica.

De cara al futuro, es probable que la tendencia de pérdida de hielo siga adelante. "Es muy probable que los glaciares de la península antártica y el oeste del continente sigan perdiendo masa y existe además el miedo de que se confirmen los indicios de que también los glaciares del este pierden hielo", explica Dowdeswell. “A finales de este siglo las temperaturas medias podrían subir entre dos y cuatro grados. Las buenas noticias son que las grandes masas de hielo de la Antártida seguirán bajo cero en ese escenario, con lo que no veremos el derretimiento del 90% de todo el hielo del planeta y los 60 metros de aumento del nivel del mar que supondría. El gran peligro es que se forme agua líquida bajo las plataformas de hielo y se derritan por debajo”, concluye Turner.



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