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Ahora, la libertad de expresión


2019-06-07

Por Sergio García Ramírez | Revista Siempre

Sólo median seis meses entre diciembre de 2018, cuando iniciamos un nuevo capítulo de nuestra vida republicana, y junio de 2019. En ese periodo, muy breve para la historia de una nación, hemos hecho un largo recorrido. En seis meses descubrimos una nueva realidad, que algunos previeron y otros negaron. Pasamos del asombro a la incertidumbre y de ésta al temor.

Hoy, llegados a este punto, muchos ciudadanos se preguntan, temerosos: ¿qué sigue? ¿qué ocurrirá en las etapas venideras de un camino colmado de accidentes, sorpresas, insólitos descubrimientos? ¿estamos transformando un orden envejecido, inaceptable, en un orden renovado donde imperen, por fin, la libertad, el progreso y la justicia? ¿o nos estamos deslizando, sabiéndolo o ignorándolo, en una cuesta descendente que nos devuelva al pasado?

El novedoso itinerario fue calificado, con júbilo, como una cuarta transformación. La precedían otros cambios históricos impulsados por personajes egregios, portadores de las antorchas del progreso. A las transformaciones consumadas en el curso de doscientos años se sumaría, con la misma enjundia, la iniciada en diciembre de 2018.

Emprendimos la marcha, pues, con campanas a vuelo y redoble de tambores.  Millones de mexicanos siguieron —seguimos— ese llamado, con el mismo entusiasmo que pusieron los niños de la población medieval de Hamelin, cuando acompañaron al flautista en una marcha hacia el abismo. Primero, el flautista libró a la comarca de las ratas, pero más tarde, irritado con la población, llevó a los niños al abismo. Retorno a la marcha que emprendimos. Había buenos motivos para impulsar una profunda transformación. Era preciso remover las enormes piedras que bloqueaban el camino de la justicia y abrir el horizonte oscurecido por desaciertos, claudicaciones y corrupción.

Sin embargo, al poco tiempo tropezamos de nuevo. No había cedido el autoritarismo ni avanzaba victoriosa la razón. Hubo extrañas decisiones que ensombrecieron el porvenir. Y de pronto comenzamos a girar contra las cuentas de la república, que nos proponíamos fortalecer y que ciertamente no son inagotables: la cuenta de la esperanza, la cuenta de la confianza, la cuenta de la razón.

No pretendo pasar revista, que ya muchos han emprendido, a los tropiezos que nos ha traído este semestre azaroso: pérdida de recursos invertidos en obras canceladas, por las que estamos pagando un elevado precio  —económico y social, dentro y fuera del país—; despido masivo de trabajadores  —ni altos funcionarios ni plutócratas explotadores— que de buenas a primeras quedaron sin recursos ni destino cierto; abrupto inicio de proyectos onerosos, sin sustento ni dirección, aprobados a mano alzada por pequeños grupos de azorados ciudadanos; cancelación de recursos indispensables —cosa de vida o muerte, nada menos—  para proteger la salud de los mexicanos por parte de un Estado que se proclama defensor de los más débiles y desvalidos; desamparo de la ciencia y la tecnología, la asistencia y la investigación en áreas críticas para afianzar  —de veras, más allá de la retórica baldía—  el destino de la nación.

Dejo todo eso de lado, en breve receso, para llamar nuevamente la atención sobre otra inquietante novedad. Muy inquietante, porque toca las fibras más profundas, delicadas, vulnerables, de los derechos civiles y la democracia. Me refiero a la libertad de expresión, y específicamente a la que ejercen o deben ejercer los periodistas, a los que la literatura de los derechos humanos ha llamado “profesionales de la libertad de expresión”, y cuyo desempeño debe desenvolverse sin restricciones indebidas ni veladas amenazas que los orillen al silencio. Aunque nos duela lo que digan, como duele a menudo.

En otro tiempo —¿otro, de veras?— el ejercicio del periodismo enfrentó las presiones del poder político. En la etapa anterior a la gran Revolución Mexicana y en los años que siguieron, la prensa pagó el precio de quererse libre. Con el tiempo y merced a las batallas desarrolladas por los que no se arredraron y al progreso democrático que perseveró —la prolongada “transición”—, el poder político inició una nueva costumbre en su trato con los medios de comunicación. No digo que esa costumbre haya sido invariablemente limpia y benéfica; sólo señalo que los periodistas pudieron respirar y llevar adelante su misión en condiciones más favorables. Algunos hicieron el mejor uso de esa nueva atmósfera social; otros, tal vez no.

En todo caso, lo que ahora preocupa gravemente es el viraje en las reglas del trato. Acosados los periodistas por la inseguridad rampante que tiene en vigilia a todos los mexicanos, han comenzado a enfrentar otra forma de inseguridad, un asedio del que tal vez se creyeron liberados y que de pronto —o no tan de pronto— siembra su camino de obstáculos y les impone retos que van más allá de los que son consecuencia frecuente de su importante profesión. Hoy se les señala, desde la más alta tribuna del poder, con expresiones que ofenden a quienes no las merecen. Además, aquéllas pueden suscitar la extrañeza y el rechazo de un sector de la sociedad hacia los informadores que cumplen una legítima misión. Al fuego que les impone el delito, se agrega, desde otra trinchera —también temible— el que les aplica el poder.

Hace algunas semanas, en un artículo recibido hospitalariamente por esta revista, hice notar que el discurso oficial comenzaba a sembrar la división, el enfrentamiento, el encono entre los mexicanos. No es cosa menor que el poder público califique a unos ciudadanos como “adversarios”, porque son discrepantes y difieren  —en paz y con pleno derecho—  de las ideas y las propuestas del poder.

Tampoco es cosa menor que a esos ciudadanos discrepantes se les tilde, en la misma fuente, de fifís  —antigua expresión, hundida en el pasado—, conservadores, reaccionarios e inclusive hipócritas. Este uso del lenguaje, que es instrumento del poder, genera respuestas sociales que pueden llevar a la enemistad civil y a la violencia.

También hemos escuchado o mirado palabras y actitudes de quienes, montados en la ola de una legítima victoria electoral, sacan la daga que afilaron durante mucho tiempo y arremeten contra otros ciudadanos en una suerte de vindicación que puede convertirse en revancha y en venganza. Nada de esto milita por el Estado de Derecho ni alimenta la libertad y la justicia, y mucho menos la fraternidad, que debiera ser el gran objetivo moral de la república.

Y últimamente se habló del hampa periodística. Esto recrudeció la distancia: de una parte, los destinatarios de la crítica, investidos de autoridad; de la otra, los miembros del hampa, oscuro universo criminal. Es verdad que hubo cierto deslinde cauteloso: el término incriminador no se aplica a todos los profesionales de la información. Pero el contexto en el que se lanzó la frase tenía que ver con las denuncias que estaban en el aire a propósito del desabasto de bienes y servicios para la atención de la salud.

Por cierto, esas denuncias no surgieron súbitamente, en un inspirado flamazo. Venían de varias semanas. Habían sido elevadas —y lo siguen siendo— por personas e instituciones responsables del sistema de salud o de la investigación en el ámbito médico. Y finalmente quedaron inscritas, con caracteres muy vivos, en la ya famosa renuncia de quien hasta la víspera del nuevo episodio había sido director del Instituto Mexicano del Seguro Social, entidad clave del bienestar de los mexicanos y, por ende, de la paz social.

En la muy reciente presentación de una obra sobre libertad de expresión, en un auditorio del Instituto Nacional de Acceso a la Información, debí recordar la posición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en torno a la relación entre quienes se hallan a cargo del poder público —que no lo “detentan”, como a veces se dice con flagrante error— y quienes ejercen el juicio y la crítica desde otros espacios de la vida social. El poderoso funcionario debe cuidar con gran miramiento las expresiones que profiere, para evitar tanto el atropello a la libertad de expresión del ciudadano o del periodista, como la provocación de la animosidad de grupos sociales contra quienes hacen uso de esa libertad. No hay que poner fuego en la pradera. El resultado puede ser un incendio que abrase a todos, incluso a quienes lo provocaron sin buen juicio ni previsión.

Ha existido la fuerte tentación, aquí y dondequiera, ahora y en otros tiempos, de encrespar a la multitud y encaminarla en contra de quienes difieren del pensamiento “único” que se pretende arraigar o de las medidas de gobierno que no se quiere discutir. Mala escuela para la democracia, que entre sus postulados esenciales promete respetar las diferencias de opinión que caracterizan a una sociedad libre y democrática.

El autoritarismo vestido con traje talar de democracia impugna a quienes le contradicen. Siembra de minas el camino de los discrepantes. Para ello se vale de medios que se hallan a la mano del poder, entre los que figura la exhortación propagandística que vuelca a la mayoría en contra de las minorías, a contrapelo del ideal democrático de coexistencia y concertación. Retorna la temible “tiranía de la mayoría”, bien abastecida y movilizada. El populismo, de tantos signos como alcance la imaginación, retorna al escenario y domina la obra. A esto contribuye, por supuesto, el dominio de la tribuna, constituida en púlpito nacional. Desde ahí se construyen y gobiernan las creencias.

Concluyo con algunas preguntas que pudieran ser ingenuas, persuadido, sin embargo, de que es preciso alentar el entendimiento y abrigar una discreta esperanza. Digo: ¿no ha llegado la hora de recuperar el paso de la verdadera democracia? ¿no estamos a tiempo de consolidar el Estado de derecho, que no es solamente orden público ni descansa apenas en una Guardia Nacional? ¿no es pertinente, posible y urgente iniciar una genuina conciliación política que respete a quienes coinciden y a quienes difieren de las ideas que profesa la administración del poder? ¿no es necesario restañar heridas, abandonar la diatriba  y brindar a los ciudadanos el trato civil y civilizado que merecen?

Queden ahí esas preguntas, que muchos mexicanos formulan en todos los foros y en todas las horas. Cada vez son más los integrantes del pueblo sabio y bueno que interrogan sobre el rumbo y los medios,  el  camino y el destino. No sólo adversarios –para utilizar una palabra socorrida—, sino también fervorosos partidarios que comienzan a perder la fe. Dejamos atrás el ingresamos en el temor. ¡Qué bien nos haría un refrescante mensaje mañanero de serenidad y ponderación! ¿Es pedir demasiado?



Jamileth


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