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César Manrique, el gran visionario del arte y la ecología


2019-07-01

Por JORGE CARRIÓN | The New York Times

Muchos artistas españoles del siglo XX fueron mejores pintores, escultores, diseñadores, fotógrafos o arquitectos que César Manrique, pero no se me ocurre ninguno que fuera tan visionario.

Tras dos décadas en Madrid y dos años en Nueva York, en 1966 regresó a la isla de Lanzarote —donde nació hace un siglo— para liderar un proyecto pionero que convirtió los páramos, los barrancos, los vertederos, las canteras y las zonas volcánicas de una de las regiones más pobres del mundo en un modelo internacional de integración de arte y turismo.

Con el apoyo a prueba de bombas de José Ramírez Cerdá —que mucho antes de ser alcalde de Arrecife y de presidir el Cabildo de Lanzarote y de emprender las obras que definirían la isla a partir de entonces, fue amigo suyo desde la infancia y por tanto este año también es su centenario—, Manrique concibió una serie de intervenciones monumentales y no obstante del todo respetuosas con el paisaje, que con el tiempo acabarían configurando un formidable conjunto.

En el este de la isla convirtió unos tubos volcánicos, abandonados a los escombros, en un un espacio mágico llamado Jameos del Agua, con una enorme cueva acuática en el fondo y un restaurante y una piscina a un lado y el otro; y se inventó también un observatorio extraterrestre, el Mirador del Río, desde el que se abarca la isla de La Graciosa en una experiencia que podría figurar entre las diez más impresionantes de cualquier coleccionista viajero.

En el oeste diseñó el protocolo de la visita a los ríos de lava petrificados, a las ondulaciones nerviosas de la roca agreste, a la paleta de ocres y rojos y negrísimos del Parque Nacional de Timanfaya, en cuyo centro situó una cocina que convierte la energía geotérmica en deliciosa carne a la parrilla.

Y entre un extremo y otro creó el Monumento al Campesino, el Museo Internacional de Arte Contemporáneo de Arrecife, el inolvidable Jardín de Cactus o sus dos sofisticadas viviendas (que ahora son la Fundación César Manrique y su casa museo), como momentos climáticos de un poema cuya puntuación son las instalaciones metálicas de las rotondas de la carretera (sus “juguetes del viento”) y cuya ética es la preservación de las formas tradicionales del cultivo y del paisaje natural y humano. En las carreteras de Lanzarote no hay publicidad. Nada debe violentar la belleza, la armonía, su legado.

Al tiempo que desarrollaba su pintura matérica, sus collages y sus esculturas personales, Manrique también diseñó las lámparas, las papeleras, las ventanas, los pósteres, las piscinas, las macetas desbordadas de vegetación, los mostradores, las escaleras de caracol, los sillones o los logos de todos esos espacios, cuya modernidad pop no caduca.

La Organización Mundial del Turismo fue fundada en 1975 y al año siguiente se vinculó con la ONU. No fue hasta 1978 cuando creó un Comité Ambiental y hasta 1981 no tuvo lugar su primera reunión internacional (en Madrid). En esos momentos en que casi nadie concebía el turismo sostenible, Manrique recibió en Berlín el Premio Mundial de Ecología y Turismo (1978) y en Estrasburgo el premio Europa Nostra del Parlamento Europeo (1986). Es probable que fuera el primer artista del mundo que firmó grandes obras públicas con conciencia ecológica: obras maestras en que todos los lenguajes artísticos dialogan entre sí y con el territorio en que se enclavan para reinterpretarlo.

Pero Manrique no ganó, en cambio, ni el Premio Nacional de Artes Plásticas ni ningún galardón internacional de arte, tal vez porque en los años ochenta todavía se vinculaba la expresión artística con formas concretas, abarcables, exhibibles (creo que está última palabra no existe, podríamos usar otro término?). Y las obras maestras de Manrique no podían transportarse ni cabían en ningún museo de arte contemporáneo. O, mejor dicho, solamente se pueden ver en el mayor museo de arte contemporáneo del mundo: la isla de Lanzarote (reserva de la biosfera desde 1993).

El Almacén Polidimensional
“Debería decir su apellido, perdón”, confiesa la recepcionista que atiende a los visitantes de El Almacén de Arrecife, “porque no lo conocí personalmente, pero como todo el mundo lo llama aquí por su nombre de pila, como si fuera su nuestro amigo, pues se me ha pegado, fíjese que hasta en el título de la exposición…”. Y señala el cartel donde se lee: “Lanzarote y César”. Para compensar, el apellido se encuentra en el título de otra exposición de este centro cultural: Manrique inédito.

Aquí, en efecto, todo el mundo lo llama César. Es el padre, el patriarca, el santo patrón (y el aeropuerto lleva su nombre). Aunque repitió innumerables veces que el lema de la transformación de Lanzarote en un modelo internacional de turismo ecológico y artístico fue no copiar a nadie, lo cierto es que Manrique mencionó en la prensa de la época cuál fue el instante en que se dio cuenta de su misión, de su epifanía, de su modelo. Estaba en Nueva York cuando se inauguró en el MOMA la exposición Architecture without Architects: los únicos ejemplos de construcción popular española que se incluían en la muestra internacional pertenecían precisamente a Lanzarote.


El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias descubrió en Europa que los antiguos mayas —sus compatriotas— escribieron su propia mitología y la compilaron en un libro asombroso, el Popol Vuh. Paul Valéry le recordó que en París había sobrepoblación de talento, mientras que en Guatemala solamente estaba él. Así que regresó y comenzó a escribir los libros de sincretismo entre el surrealismo y las tradiciones de su país que lo conducirían al Premio Nobel de Literatura.

Algo parecido le ocurrió a Manrique en Nueva York, pero tras haber destacado como pintor y haber expuesto en varias galerías. Se dio cuenta de que el acceso a su destino universal no se lo daría la isla Manhattan de Andy Warhol, sino su paupérrima isla natal.

En Haría está su tumba (sin mármol, tierra volcánica, pequeños cactus, el cuerpo subterráneo de uno de los padres del land art que lentamente se va descomponiendo hasta fundirse con su isla) y su última casa. En sus paredes y muebles pueden verse fotos en las que aparece junto a Nelson Rockefeller o Janis Joplin; su colección personal contaba con cuadros de sus más célebres contemporáneos —como Antoni Tàpies o Manolo Millares—; pero las imágenes más elocuentes lo muestran junto con sus amigos y cómplices isleños (fue el alma de un equipo de decenas de personas, un auténtico show runner) como el artista Pepe Dámaso, el botánico Estanislao González Ferrer o el arquitecto Fernando Higueras. Con éste llevó a cabo el proyecto seminal de la transformación de Lanzarote, Arquitectura inédita, el libro que documenta las geometrías de las casas de campo y de las ermitas, la antropología que funda un nuevo humanismo, pero también el manifiesto que decide la estética que a partir de entonces había que preservar.

“César era dogmático, sin duda, impuso esa línea tradicional, campesina, que se ha mantenido hasta ahora”, me cuenta Dámaso, lúcido y expansivo a sus 85 años, sentado en una butaca blanca de su casa terrera de Las Palmas de Gran Canaria (sus grandes lienzos, su biblioteca lorquiana y su locuaz periquito Federico al fondo). Podría haber optado por la arquitectura más tropical o más africana que también había en la isla, prosigue, pero desconfiaba de sus conciudadanos y de los especuladores turísticos si daba margen para la interpretación de la consigna.

Testigo íntimo durante cuarenta años de los proyectos de Manrique, muchos de ellos comunes, Dámaso participó en la transformación de El Almacén en una institución de irradiación internacional desde su inauguración en 1974. Lo llamaron Laboratorio Cultural, Artístico y Comercial. Lo llamaron Centro Polidimensional: “Danza, música, pintura, escultura, foto, cine y teatro; comida, bebidas, ropas y flores; libros y muebles, objetos preciosos y objetos precisos componen la maquinaria simple, directa y escueta de El Almacén”. En un artículo sobre sus primeros meses de actividad Juan Cruz lo llamó “un oasis”.

“La librería, la tienda y el bar eran fundamentales”, dice Dámaso, “porque César tenía muy claro que el dinero llegaría por allí”. Aunque no había ánimo de lucro, sí que había ánimo de subsistencia. Por eso en todas las atracciones artísticas y turísticas que diseñó se cobra entrada y en su interior hay cafeterías o restaurantes: para que el modelo fuera efectivo a largo plazo tenía que ser la mejor fuente posible de riqueza (para desactivar las posibles alternativas, quizá más rentables, pero sin duda menos sostenibles). No en vano, Manrique se definió a sí mismo como contemporáneo del futuro.

Universo Manrique
La exposición en El Almacén sobre el nacimiento de este lugar a mediados de los años setenta forma parte de los eventos que se están celebrando en el marco del centenario de Manrique. Las exposiciones, los conciertos, las conferencias o las proyecciones, entre las que destacan la visita de Dean MacCannell —tal vez el máximo teórico internacional del turismo— y la reivindicación de la genealogía de artistas y escritores que desde el siglo XIX vieron el potencial estético y turístico de la isla —como Néstor Martín Fernández de la Torre— se van a suceder hasta mediados del año que viene.

Pero para entender el alcance de la ambición manriqueña conviene tomar distancia, cruzar a Las Palmas y visitar la exposición Universo Manrique, que ha curado Katrin Steffen para el Centro Atlántico de Arte Moderno. Allí se relatan, en conjuntos temáticos, sus etapas madrileña y estadounidense, su técnica de montaje y collage, su pintura figurativa y sus cuadros en técnica mixta (que recuerdan cartografías volcánicas), sus casas, todos sus proyectos públicos, su activismo junto con el grupo El Guincho o el diseño de un coche BMW o de las Banderas del Cosmos de la inauguración del Observatorio del Roque de Los Muchachos en la isla de La Palma.

“Porque él no creía en las fronteras, ni en las de su propia isla, fue un artista realmente universal”, me explica el director del museo, Orlando Britto Jinorio, que ha hecho coincidir la gran muestra del centenario de Manrique con el 30 aniversario del CAAM. Entre los materiales que se muestran por primera vez se encuentran tres cartas murales, desplegadas junto a los sobres en que fueron enviadas: “forman parte de las 560 cartas inéditas que le envió a Pepe Dámaso, que se están transcribiendo en estos momentos, donde se puede ver su visión del mundo, su relación entre el arte y la vida, expresadas con total sinceridad”.

Fernando Castro Borrego dice en su ensayo “César Manrique: fenomenología del paisaje” que la aportación del artista consistió en crear paisaje, no en representarlo. Y que, antes de la operación física, siempre tenía lugar una conceptual, inmaterial, era “el hecho de elegir el emplazamiento lo que revestía importancia”: en cuanto se fijaba “el encuadre, solamente había que enmarcarlo”.

No es casual que en la escultura “Autorretrato” —que se expone en Universo Manrique— lo que más llame la atención de ese rostro compuesto a través del ensamblaje de fragmentos de madera sean dos ojos de vidrio violeta. Ni que en las máscaras y los fotomontajes siempre destaque la mirada. Ni que en sus casas siempre tuviera un telescopio. Tenía una mirada portentosa. Donde todos los demás veían campos abandonados o barrancos salvajes, él veía futuro.

Por eso las ventanas de todos sus edificios son miradores perfectos que recortan y ordenan el paisaje. Por eso sus escaleras son puro vértigo, contrapicado. Por esos sus piscinas y sus jardines proyectan líneas de fuga o multiplican las superficies. Son collages arquitectónicos, sucesiones de miradas perfectas y recortadas. Pero, al mismo tiempo, Manrique era capaz de elevar la perspectiva. Volverse cósmico. Sus cuadros parecen mapas orográficos en los que la lava conversa con los campos de cultivo y los volcanes apagados. Y su gran obra es, tridimensional, el mapa entero de Lanzarote.



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