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La Guardia Nacional y la militarización de las fronteras 


2019-07-12

Oswaldo Zavala | Proceso

El pasado 21 de junio, la fotoperiodista Hérika Martínez capturó en Ciudad Juárez una escena inconcebible en los inicios del gobierno de Andrés Manuel López Obrador: soldados de la Guardia Nacional –el nuevo cuerpo de seguridad creado el 28 de febrero con el objetivo de desmilitarizar gradualmente el país– detenían a dos mujeres y a una niña que intentaban cruzar el río Bravo hacia Estados Unidos. Según la agencia de noticias AFP, se trataba de una familia nicaragüense que fue separada al momento del cruce. Los hombres de la familia lograron atravesar la frontera, pero también fueron detenidos al norte del río.

No se trataba de indocumentados entrando a México por la frontera sur, sino de migrantes intentando salir del país en la frontera norte. En la imagen, los efectivos de la Guardia Nacional igualaban las funciones propias de la Border Patrol estadunidense. En más de un modo, los militares mexicanos suplementaban de facto la política antinmigrante del presidente Donald Trump desde México. Operaban, en efecto, al servicio del gobierno de Estados Unidos.

La actual instrumentalización de la Guardia Nacional para establecer un muro virtual en las fronteras mexicanas, tanto en el sur como en el norte, corre el riesgo de desarticular uno de los pilares del proyecto presidencial de López Obrador –la pacificación del país– y escalar hasta convertirse en la nueva “guerra” en nombre de la “seguridad nacional” de México y Estados Unidos. Propongo, en lo que sigue, analizar las terribles implicaciones que podría tener este nuevo conflicto militarizado en nuestro país.

Como sabemos, la movilización de la Guardia Nacional es el resultado del acuerdo migratorio entre México y Estados Unidos convenido el pasado 7 de junio tras la crisis política que el presidente Trump desató cuando amenazó, mediante un post desde su cuenta personal de Twitter, con la imposición de 5% de aranceles a las exportaciones de México si la actual ola de refugiados centroamericanos no era atendida por el gobierno de AMLO en términos satisfactorios para Washington. Tras varios días de negociación, la delegación mexicana, encabezada por el canciller Marcelo Ebrard, anunció en un comunicado conjunto con el gobierno de Estados Unidos que “México incrementará significativamente su esfuerzo de aplicación de la ley mexicana a fin de reducir la migración irregular, incluyendo el despliegue de la Guardia Nacional en todo el territorio nacional, dando prioridad a la frontera sur”. El acuerdo también especifica que los migrantes que soliciten asilo en Estados Unidos “serán retornados sin demora a México, donde podrán esperar la resolución de sus solicitudes”. Finalmente, México se comprometió a ofrecer “oportunidades laborales y acceso a la salud y educación de los migrantes y sus familias”, además de “protección a sus derechos humanos”.

La concesión de este endurecimiento en la política migratoria mexicana significa más que una derrota diplomática para el gobierno de AMLO, como fue entendido entre los principales medios de comunicación del país. Las fotografías de las detenciones de migrantes en la frontera norte son la ilustración más elocuente de un complejo proceso de transformación de la política de seguridad del gobierno de AMLO que, lejos de avanzar hacia la pacificación del país, parece dirigirse ahora en sentido contrario.

Recordemos que la campaña presidencial de AMLO se distinguió precisamente por un mensaje de pacificación que, entre otros temas, se enfocó en la retirada del Ejército de las tareas de seguridad asignadas desde el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) durante el supuesto combate a los “cárteles de la droga”.

Con el anuncio de su Plan Nacional de Paz y Seguridad, AMLO y su equipo de transición dejaron claro que se alejarían de la política antidrogas estadunidense y que en cambio se enfocarían en atender el problema del consumo de drogas como una cuestión de salud pública y no como una emergencia que debiera ser combatida militarmente. La propuesta de campaña se formalizó durante la rueda de prensa matutina del 31 de enero de 2019, cuando AMLO declaró el fin de la “guerra contra el narco”: “Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz y vamos a conseguirla”, dijo entonces. En consecuencia, menos de un mes más tarde, la creación de la Guardia Nacional marcó un plazo de cinco años para el regreso del Ejército a los cuarteles y se estructuró con un mando civil a cargo de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana.

Cuando comenzó a agravarse la crisis migratoria de centroamericanos que masivamente comenzaron a cruzar el país hacia la frontera norte en las llamadas “caravanas”, el gobierno de AMLO una vez más se mostró decidido a un cambio radical de las políticas neoliberales de los gobiernos anteriores. El 17 de enero decidió abrir la frontera para los refugiados y agilizar los trámites para recibir a los migrantes indocumentados. Para principios de febrero, su gobierno ya había otorgado 12 mil 500 visas humanitarias en lo que fue considerado como un “gesto histórico”.

Dos meses después, el panorama era otro. Según datos oficiales, el gobierno de AMLO deportó a más de 37 mil 450 migrantes centroamericanos en los primeros cinco meses de su gobierno. Entre marzo y abril, la política de deportaciones ya había superado en 67% las cifras del gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018) durante el mismo periodo. Según una nota de The New York Times, la bienvenida inicial que el gobierno mexicano ofreció a los migrantes pudo haber contribuido a aumentar el desplazamiento de centroamericanos a la frontera sur. Las cifras oficiales en la frontera norte también se dispararon: las autoridades estadunidenses dijeron haber detenido a 109 mil indocumentados sólo en abril, la cifra más alta desde 2007.

Con el acuerdo migratorio del 7 de junio, AMLO decidió abandonar su discurso de pacificación y se comprometió a desplegar a 6 mil elementos de la Guardia Nacional para reforzar la detención y deportación de migrantes. Presionado, el gobierno mexicano ha adoptado el lenguaje de la “crisis fronteriza” que el presidente Trump ha estado repitiendo como parte de su estrategia para la reelección en los comicios de 2020.

Este punto es crucial porque, al ponerlo sobre el papel, Trump ha podido clamar victoria en una veloz negociación con el gobierno de México que consiguió a partir de una mera amenaza por Twitter. El ardid le funcionó a pesar de la oposición de influyentes senadores republicanos que advirtieron el enorme costo político y económico –más de 40 mil millones de dólares– que habría implicado la imposición de aranceles al interior de Estados Unidos.

Es explicable en este contexto la diferencia de percepciones sobre el acuerdo entre la opinión pública de México y Estados Unidos. Medios como The New York Times cuestionaron la victoria de Trump cuando se reportó que México ya se había comprometido al despliegue de la Guardia Nacional en un encuentro secreto en Miami durante el mes de marzo entre la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y la secretaria de homeland security estadunidense, Kirstjen Nielsen.

Pero en el panorama mexicano el acuerdo tiene un peso simbólico muy distinto: obligó al gobierno de AMLO a la aceptación pública de un nuevo conflicto de “seguridad nacional” que amerita el uso de su Guardia Nacional ya no para la pacificación del país, sino para echar a andar un continuo y violento mecanismo de militarización de las fronteras en contra de un flujo migrante que, siguiendo la crisis política, económica y ambiental de Centroamérica, lejos de agotarse, con toda certeza repuntará en los siguientes años. Entre 2014 y 2018, según un estudio hecho por especialistas de la Universidad de Texas en Austin, la migración de los países del llamado “triángulo norte” (El Salvador, Guatemala y Honduras) se incrementó y se estabilizó en alrededor de 300 mil refugiados que anualmente abandonan sus países para intentar migrar a Estados Unidos. Para 2019, sin embargo, se estima que esa cifra rebase los 700 mil refugiados.

A la problemática militarización de las fronteras se suma el hecho de que México admitirá en su territorio a los migrantes que consigan solicitar asilo en Estados Unidos. Y aunque el gobierno mexicano celebró haber rechazado que México sea designado como “tercer país seguro” –una de las propuestas del gobierno de Trump más insistentes–, el acuerdo migratorio orilla a México prácticamente a realizar esa función, pero sin los beneficios de un acuerdo formal que conllevaría una compensación financiera por los servicios necesarios para recibir a los refugiados.

Según el Center for International Policy, los acuerdos de “tercer país seguro” son ante todo un mecanismo mediante el cual los países del primer mundo desacatan deliberadamente sus obligaciones internacionales de brindar asilo humanitario y “externalizan así sus fronteras, pues el reconocimiento de un tercer país seguro permite que las personas que huyen no lleguen hasta su territorio”. El reporte concluye tajante: “Más que una crisis de refugiados, el mundo está presenciando, nuevamente, una crisis en la protección de los refugiados”.

En este punto no podemos exagerar la dramática alteración de la política migratoria de AMLO, que ha sido reconfigurada esencialmente como una nueva política de seguridad nacional que da continuidad a la sistemática violación de derechos humanos de los refugiados en Estados Unidos. Sin objetar la separación de familias y la detención de niños en “campos de concentración” carentes de las más básicas condiciones sanitarias, como sí lo ha denunciado la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, el gobierno de México está renunciando por igual a la protección de los derechos humanos de los migrantes en su propio territorio nacional.

La militarización de las fronteras mexicanas funciona, entonces, como una extensión directa de la hostilidad contra los migrantes en Estados Unidos, cuya frontera se ha externalizado más allá del río Bravo con el consentimiento explícito del gobierno de AMLO. En otras palabras, AMLO parece haber emprendido el mismo camino de la guerra contra los migrantes que definió al gobierno de Donald Trump desde su inicio en 2016.

Es significativo, en este sentido, que el 14 de junio, una semana después del acuerdo migratorio, haya renunciado a su puesto el comisionado del Instituto Nacional de Migración, Tonatiuh Guillén López, quien había defendido el “derecho humano a migrar”. En su lugar, el presidente López Obrador nombró a Francisco Garduño Yáñez, cuya experiencia como funcionario de la extinta Procuraduría General de la República y como secretario de Seguridad Pública de la Ciudad de México “concretan el endurecimiento de la estrategia del gobierno federal para frenar la migración y cumplir su compromiso con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump”.

Así, esta nueva guerra, al igual que con los 12 años del supuesto combate al narcotráfico durante las presidencias de Calderón y Peña Nieto, está siendo concebida en un contexto geopolítico en el cual México, como hemos visto, es apenas el territorio vulnerable donde se ensaya la más reciente articulación del discurso estadunidense de seguridad nacional.

Como argumenté en mi libro Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México, el discurso de seguridad nacional ha sido una efectiva estrategia de dominación desde mediados del siglo XX, basada en la conceptualización de un enemigo externo que moviliza la política exterior estadunidense con una generalizada aceptación de la ciudadanía de ese país, dispuesta a tolerar incluso crímenes de lesa humanidad a cambio de la pretendida protección de su gobierno.

En el contexto de la Guerra Fría, el primer enemigo de la seguridad nacional estadunidense fue desde luego el comunismo global. El profundo trauma social que significó en nuestra historia la era de la “guerra sucia”, desde la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968 hasta la brutal represión de los movimientos armados en México durante la década de 1970, no podría entenderse sin la mediación del mismo discurso de seguridad nacional estadunidense entre la clase gobernante mexicana, como ha señalado el trabajo de investigadores como Sergio Aguayo y Kate Doyle.

Pero aún no habíamos acabado de comprender los alcances de criminalidad cometidos en nombre de la lucha anticomunista de los sesenta y setenta, cuando a partir de 1986 el gobierno de Ronald Reagan nos obligó a una nueva época de violencia estatal con la designación del narcotráfico en el centro de una “nueva doctrina estadunidense de seguridad nacional”. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, agregó la última vuelta de tuerca. Desde entonces, como ha analizado el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, el gobierno estadunidense –ya sea controlado por republicanos o por demócratas– ha intentado convencer a su ciudadanía de la amenaza latente del “narcoterrorismo” mexicano.

Incidentalmente, la vocera de la Casa Blanca, Sarah Sanders, afirmó que las autoridades estadunidenses detuvieron a más de 4 mil terroristas en la frontera con México en 2018, pero las cifras oficiales sólo documentaron seis detenciones de extranjeros cuyos nombres, según se informó, aparecieron en listas de terroristas conocidos, una cifra menor que los 41 presuntos terroristas extranjeros detenidos en la frontera de Estados Unidos con Canadá en ese mismo año.

Potenciando la narrativa oficial que ha utilizado al narcotráfico como el principal enemigo de la sociedad civil estadunidense durante décadas, desde el arranque de su campaña el presidente Trump señaló al migrante latinoamericano como una de las principales amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos. El nuevo enemigo confeccionado por Trump es una amalgama perfecta: el bad hombre que es al mismo tiempo un migrante “ilegal”, un narcotraficante y un terrorista.

El periodista colombiano Germán Castro Caycedo, una de las principales voces críticas de la la violenta militarización de su país en el supuesto combate al narcotráfico, describió la injerencia estadunidense como “nuestra guerra ajena”, es decir, como la política de seguridad nacional “en la cual los intereses y la geopolítica que la determinan tampoco son los nuestros”.

Ante la nueva militarización de México, quizá estemos presenciando el principio de una nueva guerra ajena a nuestros intereses nacionales, pero también ajena al derecho internacional y a la dignidad y solidaridad humana. El presidente López Obrador, me parece, se encuentra ante una encrucijada que podría definir irreversiblemente el curso de su mandato al igual que la lucha anticomunista y la supuesta “guerra contra el narco” afectaron a los gobiernos de las últimas cinco décadas. La sangrienta historia de la agenda de seguridad nacional estadunidense en nuestro país ya ha demostrado su profundo desprecio al estado de derecho y a la vida humana. El gobierno que busca trascender como la “cuarta transformación” de nuestra historia como nación soberana no puede permitir que los intereses más ilegítimos de la geopolítica estadunidense nos obliguen, una vez más, a tomar las armas contra nosotros mismos.



regina


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