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«El buen samaritano»


2019-07-14

Evangelio, Lucas 10,25-37

«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:

«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».

Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».

El respondió: «“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”».

Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».

Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?».

Respondió Jesús diciendo:

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”.

¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?».

Él dijo: «El que practicó la misericordia con él».

Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

Reflexión

Fernando Torres cmf

«Anda y haz tú lo mismo»

Ha pasado ya al acervo de nuestro idioma. No sabemos siquiera si existió el “samaritano” de la parábola.

Pero hoy se llama “buen samaritano” a cualquier persona de buen corazón que ayuda a sus hermanos sin pedir nada a cambio. No hay mejor cosa que encontrarse un buen samaritano cuando uno anda por los caminos de la vida perdido, sin rumbo y quizá herido y vapuleado. Hasta es posible que nos sorprenda su generosidad sin límite, el cariño gratuito que recibimos, tan acostumbrados como estamos a pagar por todo lo que recibimos.

Pero la parábola de Jesús va más allá. Porque el samaritano no es sólo uno que se paró a atender a aquel hombre abandonado y herido a la vera del camino. En su parábola, Jesús pone en relación al samaritano con otros personajes bien conocidos del pueblo judío: un sacerdote y un levita. Los dos son representantes de la religión oficial judía. Los dos ofician en el templo y son mediadores entre Dios y los hombres. Sacerdotes y levitas se supone que tienen un acceso a Dios del que carecen el resto de los creyentes –lo mismo que hoy muchos cristianos piensan todavía de sacerdotes y religiosos–. El samaritano, desde la perspectiva judía, pertenecía prácticamente al extremo opuesto de la escala religiosa. Era un pueblo que había mezclado la religión judía con otras creencias extrañas. Era traidor a la fe auténtica, un pueblo impuro. Los judíos trataban de evitar todo contacto con los samaritanos. El contacto con un samaritano hacía que el judío se volviese impuro.

Por eso, tiene mucho más peso el hecho de que Jesús contraponga en la parábola a los representantes oficiales de la religión, un sacerdote y un levita, con un samaritano, pecador e impuro. Y, lo que es peor, que sea precisamente el samaritano el que sale bien parado, el que se comporta como Dios quiere, el que es capaz de acercarse al prójimo desamparado y abandonado. Dicho de otra manera, el que se hace prójimo-próximo-cercano de su hermano necesitado.

En realidad, Jesús está replanteando nuestra relación con Dios. Mucho más importante que el culto oficial y litúrgico del templo, es la cercanía al hermano necesitado. Mucho más valioso que ofrecer sacrificios y oraciones, es adorar a Dios en el hermano o hermana que sufren por la razón que sea. Jesús no es sacerdote sino profeta. Jesús se aleja del templo y nos invita a vivir nuestra relación con Dios en el encuentro diario, habitual, a pie de calle, con nuestros hermanos y hermanas. Ahí es donde se juega nuestra relación con Dios. Sólo si somos capaces de amar así, podremos decir que amamos a Dios. Porque, como dice Juan, el que dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso. Ni más ni menos.



JMRS


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