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La crisis del café: hay más que nunca, pero ni usted ni los productores se benefician
Ignacio Fariza, Naiara Galarraga y Catalina Oquendo | El País Para compensar la pérdida de ingresos, Martínez compró “dos vaquitas”, pero su rentabilidad dista mucho de la que conseguía solo cuatro años atrás, cuando vendía el café al doble de precio que hoy y el fertilizante y el combustible aún no se habían disparado. Su yerno, Javier Aguilera, dueño de una finca de dos hectáreas en Marcala, cerca de la frontera con El Salvador, también está a punto de tirar la toalla por idénticos motivos. “Seguimos”, dice por teléfono, “porque no tenemos otra alternativa y cultivamos café desde que éramos niños, no porque sea rentable. No sabemos hacer otra cosa, pero quien se gana el dinero es el intermediario y el exportador”. Martínez y Aguilera representan la cara más amarga de un sector, el cafetalero, que pese al crecimiento sostenido de la demanda y la eclosión de las cafeterías gourmet en las principales ciudades del orbe, atraviesa la peor crisis de precios desde la debacle de hace casi dos décadas. El futuro de millones de pequeños cafetaleros como ellos se juega estos días en tres capitales financieras a miles de kilómetros de distancia de sus explotaciones, en la Bolsa de Nueva York, donde pese a una ligerísima recuperación en las últimas semanas el grano cotiza en mínimos de 13 años arrastrado por la sobreoferta. La cosechas récord en Brasil, aupadas por una creciente tecnificación y un tipo de cambio favorable, y la fulgurante irrupción de Vietnam, que en 30 años ha pasado de ser un actor irrelevante a suministrar casi la quinta parte de la oferta mundial gracias a la mano de obra barata, emergen como los principales factores de este desnivel entre oferta y demanda. Este año, subraya Erick Quirós, técnico del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), será el tercero en el que la cosecha global supere al apetito de los consumidores. En la adversidad la creatividad tiende a imponer su ley. Y ese desequilibrio en el mercado, que no tiene visos de terminar pronto —“en muchos otros países habrá una caída de la producción en las próximas cosechas, pero será insuficiente si Brasil sigue creciendo”, apunta Carlos Mera, de Rabobank— ha llevado a importantes voces del sector a proponer índices alternativos de cotización a Nueva York. “Ha dejado de ser el referente de los cafés suaves lavados y ahora refleja el precio del café brasileño”, critica el responsable de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, Roberto Vélez, que reclama un precio base de dos dólares por libra como única vía para que los productores tengan un ingreso justo. En las últimas semanas también sobrevuela la posibilidad de que algunos de los principales exportadores mundiales creen un cartel, al estilo OPEP, para frenar el descalabro. Sería un alivio, sobre todo, para países como Honduras o Colombia —para los que supone la tercera parte de sus exportaciones—, pero su puesta en marcha parece lejana. Y sin un aumento de la productividad de estas pequeñas fincas, subrayan al unísono los especialistas consultados, poco podrán hacer en un mercado cada vez más globalizado. Catalina Oquendo (Mistrató, Colombia) En otras épocas, por las empinadas montañas de Mistrató (Risaralda, Colombia), bajaba la muerte de mano de los grupos armados. En otros tiempos —no hace mucho— en este pueblo ubicado en la cordillera occidental de Colombia, hubo loros y árboles de arrayanes. Hace ya 15 años, cerca de 7,000 personas fueron víctimas de desapariciones y homicidios; se desplazaron cerca de 2,000 habitantes y el municipio entero fue declarado víctima del conflicto armado colombiano. Un pueblo de café que se quedaba sin gente que lo cultivara. Eran otros tiempos, dice Arturo Marín Pérez, integrante de la Asociación de Productores de Café de Alta Calidad de Mistrató, Asojardín, que reúne a 157 campesinos, de los cuales un 70% ha sido víctima de algún tipo e intentan exportar café de calidad como una forma de pasar esa página del pasado. La postal de hoy es sin duda mejor. Ahora, sin embargo, el temor de la guerra se cambió por la preocupación de los bajos precios del café, que los tiene cosechando a pérdida. Es momento de “traviesa” o “mitaca”, como llaman los campesinos a la recolección secundaria, y todos esperan la cosecha de octubre; hablan de una helada en Brasil y de cómo los vaivenes de la Bolsa de Nueva York afectan a su trabajo. “Estados Unidos es el mayor consumidor mundial y Brasil, el mayor productor, y entre ellos dos han manipulado los precios con la Bolsa. Yo pienso, ombe, que nos dejen a nosotros negociar nuestro café directamente con los compradores a nivel internacional”, dice Marín con su sombrero bien puesto y un poncho perfectamente doblado sobre su hombro izquierdo. Fue sastre, crió a sus hijos “en medio de la guerra”, ya exportó su café a Japón y ahora está convencido de la fuerza de la asociación de caficultores. Está rodeado de mujeres que secundan su idea. Son Omaira Cardona, Aleida Parra y Luz Dary Posada, del comité de mujeres caficultoras que decidieron recuperar sus tierras y ser ellas y no solo sus esposos, los dueños de las cosechas. Todas escaparon de alguna forma a la guerra por parte de las guerrillas de las FARC y el ELN; y de los paramilitares, o vieron morir a amigos y familiares. En 2017, la Unidad para las Víctimas de Colombia hizo una reparación simbólica a todos los habitantes de Mistrató y, como parte de ella, les entregó un centro de almacenamiento y embalaje de café, que hoy administran jóvenes como Rodrigo Muñoz. Están preocupados porque muchos jóvenes dejan el campo y por eso crearon un grupo de Empalme Generacional, que atrae a los muchachos enseñándoles cata y barismo (un barista es un profesional especializado en el café de alta calidad, que trabaja creando nuevas y diferentes bebidas basadas en él). “Yo tengo la ilusión de dedicarme siempre al café y no irme a la ciudad, pero la verdad es que trabajamos a pérdida. Uno a final de año coge la cosecha, paga las deudas, vuelve a quedar pelado y así sucesivamente”, dice Muñoz. La situación no está fácil, admiten. “Los precios bajan pero los fertilizantes siempre suben. Mucha gente está pasando por dificultades porque no tienen otros ingresos y se endeudan para comprar su comida. A mí, a veces, me dan ganas de plantar árboles en la finca y dejar el café”, dice Omaira Cardona. Abandonar el café por otros cultivos es precisamente una de las estrategias de supervivencia de muchos caficultores en Colombia. En otras zonas, algunos convierten sus fincas en hoteles para turistas. Pero mientras pasa la crisis, los integrantes de Asojardín siguen trabajando en su marca de café Arrayanes y están escuchando propuestas para comercializarlo en el exterior. El otro camino al éxito o, cuando menos, a la supervivencia, es el seguido por Iván Vásquez, de 49 años, que en 2015 compró un cafetal arrasado por una enfermedad que ha golpeado duramente al sector, la roya —que reduce drásticamente los rendimientos—, en Marcala (Honduras) y que logra vender su café de especialidad al triple de la cotización en el parqué. Su secreto: apostar solo por variedades de alta calidad, un banco de semillas parcialmente inmunizadas ante el hongo que causa la roya y la relación directa, sin intermediarios, con sus clientes, pequeños tostadores europeos. “Pase lo que pase en el mercado yo tengo un precio de venta ajeno. Si te concentras en tener un producto diferenciado, te va bien”, asegura. El epicentro de la crisis está en el cinturón del café, una franja entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio donde se concentra el grueso de la producción. Pero el impacto es asimétrico: Centroamérica, donde la mayoría de cafetales son familiares, es la región más golpeada. Allí, la tormenta es casi perfecta: a la crisis de precios se ha sumado una persistente sequía y la enfermedad de la roya, una vieja conocida, pero que en el último lustro ha golpeado con especial virulencia. Ambas se han convertido en uno de los factores detrás de la emigración hacia EE UU. El hijo de Antonio Martínez fue uno de los que lo dejó todo hace poco más de un año, cuando la crisis ya arreciaba y las posibilidades de salir adelante con el café eran mínimas, para marcharse con su familia al país norteamericano. Una historia que se repite en otros países de la región como Guatemala. “El pequeño productor que sigue lo hace porque no le queda otra, no porque sea rentable”, resume Félix Pozo, técnico en Nicaragua de Procagica, un programa regional para hacer frente a la roya. “El productor es la parte más débil de la cadena de valor: la producción de café tiene sus raíces en un sistema colonial que aprovechó tierra y la mano de obra de bajo coste para generar materia prima que después se procesa en el punto de consumo”, completa Ric Rhinehart, que acaba de dejar la dirección de la Asociación de Café de Especialidad de EE UU para comandar un grupo de trabajo que buscará soluciones a la crisis de precios. “En su mayoría son pequeños propietarios con fincas de unas pocas hectáreas, con poco o ningún acceso a financiación y en países en los que la infraestructura está poco desarrollada”. Más allá de la debacle puntual de precios hay una dinámica de fondo mucho más dañina para el eslabón más débil de la cadena productiva: los 25 millones de familias que venden el grano verde en todo el mundo, 13 de ellos en los principales países cafetaleros latinoamericanos: México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Panamá, República Dominicana, Jamaica, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y, sobre todo, Brasil, origen del 37% de la oferta global. Están en clara desproporción de fuerzas frente a los agentes más poderosos de la cadena, “que con una posición dominante imponen un precio artificialmente bajo”, apunta Fernando Morales, de Café for Change, una plataforma desde la que denuncia la situación. Morales ilustra su discurso con un dato: en junio el precio de cotización llegó a ser de menos de la cuarta parte de lo fijado por el Convenio Internacional del Café de 1983—con las cifras ya ajustadas por la inflación—. “Para cumplir ese acuerdo, el precio debería superar hoy los 3,6 dólares por libra”, sentencia. Radicalmente distinta es la situación del resto de actores del mercado, que bien están sacando tajada del rejonazo sobre los precios o, al menos, están manteniendo su posición de dominio. Las acciones de Starbucks, que en la última década se han instalado en cada rincón de las grandes ciudades a lo largo y ancho del mundo, han cuadruplicado su valor en siete años, cuando la libra de café arábiga costaba el doble que hoy, y Nestlé, matriz de Nespresso, Nescafé o Dolce Gusto, vale hoy el doble que en 2013. Aunque el coste del café es solo una pequeñísima parte de la matriz de costes de las cadenas de cafeterías —el 4%, según un estudio del mercado británico elaborado por Allegra Strategies, del cual solo una mínima fracción llega al productor, una cifra que debería hacer pensar a todos—, a diferencia de lo que cabría esperar, el abaratamiento de la materia prima no se ha trasladado al consumidor final: quien busca su dosis mañanera de cafeína en una cafetería de Madrid o de la Ciudad de México paga exactamente lo mismo que cuando la libra de café costaba en origen 1,8 dólares, 80 centavos más que hoy. Lo mismo puede decir el comprador de café en supermercado: el desplome de precios no ha llegado a su taza. “Un café en una capital cualquiera cuesta lo mismo que hace dos años y, por supuesto, mucho más que hace 13. Y, aislando los costes laborales y otros factores inflacionistas, el mismo ejercicio arroja idénticos resultados en la compra de un paquete de 500 gramos de café, por ejemplo”, apunta Andrés Musalem, de Euromonitor. “Es un mercado muy inelástico: el café es algo que está sí o sí en la cesta de la compra familiar de los países ricos, y los jóvenes toman cada vez más y de mayor calidad, premium: se ha convertido en un producto cool”, explica Alejandro Cadena, director general de Caravela, una multinacional que se dedica a la exportación de variedades de alta calidad. Los tostadores —un sector hiperconcentrado, en el que un puñado de empresas se reparten la mitad del pastel— y las cafeterías, añade, subieron los precios entre 2009 y 2015, pero no los han vuelto a bajar. “Si la demanda sigue creciendo, ¿por qué iban a hacerlo?”. Prácticamente todas las miradas sitúan el origen del declive en la cotización a Brasil, un país que no sería lo que es sin este grano: convirtió a São Paulo en el motor económico nacional —los magnates cafetaleros construyeron sus mansiones en la avenida Paulista, aún la arteria principal— y hoy es uno de los países más diversos del mundo gracias a que abrió sus puertas a trabajadores de todo el planeta —de Italia a Japón— para sustituir en los cafetales a los esclavos traídos de África. Convertida en gran potencia cafetera, Brasil es el país que más produce, más exporta y uno de los que más consume. De los cultivos repartidos en unas 300,000 haciendas ha salido en los últimos ejercicios en torno a un tercio de la oferta mundial y sus cultivos rindieron en 2018 un 37% más hasta los 61 millones de sacas de 60 kilos. Más de la mitad se vende en el exterior, sobre todo en EE UU, Alemania e Italia; la inmensa mayoría, arábiga, la joya de la corona. Unos ocho millones de empleos dependen directa o indirectamente del sector, que no ha dejado de expandirse en los últimos años. Pero lo que destaca del caso brasileño es, sobre todo, el espectacular aumento de la productividad por hectárea en las dos últimas décadas: se obtiene más grano a pesar de que el área plantada se ha reducido. A finales del siglo XX, Brasil obtenía unas ocho sacas por hectárea en los 2,5 millones de hectáreas cultivadas, ahora logra sacar 30 sacas en cada una de los 1,9 millones de hectáreas plantadas, según explica Lucas Tadeu, jefe adjunto de Transferencia de Tecnología de Embrapa Café, la filial sectorial de la gran empresa pública brasileña de investigación agropecuaria. Aunque las primeras investigaciones para mejorar la producción del café en Brasil son de finales de siglo XIX, el Consorcio de Investigación del Café que ahora asume esa misión fue creado en 1997 por medio centenar de instituciones, casi todas públicas. A lo largo de estos años se han realizado grandes inversiones para “adaptar las semillas a las distintas regiones, hacerlas más resistentes a las plagas, para que dieran grano de mejor calidad y un café más sofisticado”, explica el directivo de Embrapa Café. Tadeu es uno de los pocos que rechaza, sin embargo, que ese aumento de la producción brasileña sea responsable del desplome de los precios mundiales porque, explica, “todos los países productores contribuyeron a aumentar la producción mundial, Vietnam ya produce 31 millones de sacas, e Indonesia 20 millones”. El representante de Embrapa Café apunta más bien a “los fondos que manipulan los precios en las Bolsas de [café en] São Paulo, Nueva York y Londres. Cinco o seis grandes firmas” que controlan el mercado. Álvaro Murillo (San José, Costa Rica) Costa Rica, como en tantos otros campos, ha sabido reconvertirse ante la avalancha global que se ha producido en el merado cafetero y su desafío es dar sostenibilidad al sistema exitoso que solo beneficia a unos pocos. El pequeño país centroamericano, en el que la mayoría de la producción proviene de fincas reducidas pero de alto impacto social, trata de expandir el éxito de los cafetaleros de altura que logran colocar sus granos de calidad a precios superiores al promedio internacional —a finales del pasado año los productores locales conseguían hasta 50 dólares más por quintal en relación con los promedios que se pagaban por los granos de esta planta en los mercados de materias primas de Estados Unidos—. La realidad de muchos productores de zonas bajas costarricenses, en cambio, es mucho más dura: tienen que soportar altos costes relativos, a lo que hay que añadir una baja productividad por la dificultad de renovar cultivos, por el efecto climático y plagas asociadas. “Mi familia siempre ha tenido café y yo también, pero alquilé el cafetal a un sobrino, para ver si él lo salva”, apunta Javier Fallas, agricultor de San Ramón de Alajuela, al oeste del Valle Central costarricense. “El café ya no da. Y es una lástima porque los terrenos son muy buenos, pero muchos prefieren venderlos para construcciones. Otros han dejado perder la plantación porque es muy difícil pelear contra la roya”. El último año, la cosecha ‘tica’ fue la más baja en cuatro décadas. El volumen total de la producción se ha reducido en un 43% en menos de dos décadas. El total de hectáreas cultivadas, por su parte, había descendido un 25% en 2014, cuando se realizó el último censo. Por eso la apuesta del sector quiere enfocarse en un consumidor más selecto, aunque sea a costa de reducir los volúmenes: menos hectáreas, pero más productivas y, sobre todo, con un producto que se pueda vender más caro. Es la única salida para una crisis de la que los cafetales ‘ticos’ quieren huir a toda costa. Abandonar el café, sembrar otra cosa, algo que no dé pérdidas, no importa qué; buscarse la vida en la ciudad. En varias regiones cafeteras de Colombia, donde este grano es la principal exportación y 540,000 familias viven de él, la desesperación es la nota predominante y la Federación Nacional de Cafeteros llega a hablar de crisis humanitaria si las tornas no cambian pronto. La primera consecuencia tangible ha sido la reducción de las áreas cultivadas y la decisión de muchos campesinos de abandonar el rubro: en menos de cuatro años la superficie dedicada al café se ha reducido en casi un 7%. Y aunque no hay un dato concreto del número de familias que han dejado el café, sí existe la certeza de que muchas se han pasado, parcial o totalmente, al aguacate —cuya cotización ha seguido, en los últimos tiempos, una trayectoria opuesta a la del café—, la piña, la caña de azúcar o el turismo. Pero en Colombia, un país donde el conflicto armado persiste en varios lugares y el negocio de la coca es altamente rentable, hay un factor más a tener en cuenta: el riesgo de que los campesinos que no ingresan lo suficiente para vivir se vean atraídos por los cultivos ilegales. “Con estos precios, ¿cómo le pide a la gente del Cauca, Putumayo o Nariño que no se metan a cultivar coca?”, apunta Vélez, que cree inevitable que los campesinos se vean tentados. Esta tendencia —que también se observa en Perú— se extiende al cultivo de la materia prima de otras drogas, más allá de la coca. “Hoy ser cafetero es de valientes y muchos han decidido abandonar sus cultivos de café para meterse en la coca y la amapola”, subrayaba recientemente el congresista Julio César Triana. Las cifras de baja rentabilidad sustentan la preocupación. En Colombia, el 96% de los caficultores son pequeños productores y venden su cosecha a pérdida. “No tiene ningún sentido. La gran industria de las cafeterías se está haciendo con toda la plata y a los especuladores no les importa si otros pierden. Mientras tanto, el productor se puede morir de hambre”, apostilla Vélez. En estas circunstancias, el relevo generacional no es más que una quimera: los hijos de los productores quieren, mayoritariamente, salir del campo. “En generación de relevo, si no logramos atraer a los muchachos con alguna garantía de que el negocio del café no va a ser perdedor, será muy difícil continuarlo”. Y para que las pequeñas fincas de muchas de las familias centroamericanas, colombianas o mexicanas que tienen en el café su medio de vida sean rentables y “puedan vivir y no sobrevivir” con los ingresos derivados de la venta del grano, “el precio tendría que multiplicarse por siete u ocho”, cierra Alejandro Cadena, de Caravela. La biblioteca que esconde la variedad perfecta Felipe Betim (Campinas, Brasil) El brasileño Júlio César Mistro camina entre enormes y antiquísimas plantas de café que un agricultor echaría al fuego. Pero esto no es una hacienda cafetalera y Mistro no es un campesino. Es un científico, el director del área de investigación del café del Instituto Agronómico de Campinas (IAC). En realidad, todas esas plantas son como libros antiguos y Mistro camina por lo que es más bien una gran biblioteca. El nombre científico es banco de germoplasma. El 80% de todo el café que se cultiva en Brasil fue desarrollado en este laboratorio. Es una área verde de 700 hectáreas en el municipio de Campinas, a solo cien kilómetros del caótico centro de la ciudad de São Paulo. Allí funciona este organismo público de investigación que lleva 132 años estudiando cómo mejorar la productividad de los alimentos. En el sector de café, una máquina de expreso da la bienvenida a los visitantes. Los investigadores, y sus invitados, son los primeros en probar los granos que se están estudiando en este centro de excelencia. Hay 12 centros similares repartidos por las zonas cafetaleras de Brasil. Los investigadores del centro pueden tardar hasta 40 años en llegar a su principal objetivo: desarrollar una nueva cultivare. Es decir, una especie totalmente nueva de café que servirá a los grandes productores que necesitan mejorar su productividad o calidad del producto. Todo empieza en ese enorme banco de germoplasma, construido a partir de más de 5,000 variedades traídas de África en los años sesenta. Los investigadores de Embrapa, el organismo del Gobierno brasileño que investiga sobre el sector agropecuario y tiene un convenio con el IAC, estudian los genomas de las varias especies, las cruzan y experimentan para lograr determinadas características. “Podemos buscar así un café que resiste más a las plagas y la sequía, o un café con menos cafeína…”, explica Lilian Padilha, especialista en genética molecular. El 60% del éxito de un agricultor depende de la genética de la planta. El 40% restante de cómo la cultivas, explica Mistro. “Estudiamos y vendemos el paquete. Significa que determinada especie tiene que ser cultivada de determinada manera, con determinado fertilizante en determinada localidad”, añade. Así que en una segunda etapa, fuera de los laboratorios, se hacen experimentos en los viveros y haciendas para comprobar si los descubrimientos han funcionado. Toda la investigación sobre café en este centro de Campinas ha estado volcada en atender los intereses del sector exportador. La productividad ha dado un salto desde la década de 1990, cuando se cultivaban 2,500 plantas café por hectárea. Hoy, afirma el investigador Mistro, se pueden plantar entre 5,000 y 6,000 en el mismo espacio. También se utiliza menos agua y menos máquinas pesadas, desacelerando la erosión del terreno. Las especies Mundo Novo y Catuaí son los principales logros del centro en las últimas décadas. Todo un esfuerzo, abonado con dinero público y también con los recursos de un fondo formado por productores de café. Pero Brasil es conocido por la descomunal cantidad de café que produce, no por su calidad. Los mayores expertos en esa bebida, consumida cada vez más internacionalmente, buscan en países como Colombia o Etiopía lo que consideran son los sabores más refinados. El investigador Gerson Silva regresó a esa gran biblioteca que es el banco de germoplasta a buscar especies que ya no se cultivan, como el Bourbon. Poco productivas, la calidad es inmensamente superior. Así que lleva 14 años intentando mejorar la calidad del café brasileño y 2010 creó en el IAC un sector que centrado en eso. “Es una demanda que viene del mercado internacional, pero en Brasil también tenemos un consumidor que quiere un café mejor”, explica Silva. Las cápsulas y las nuevas máquinas han impulsado ese nuevo mercado y explican en parte esa nueva tendencia. Pero los consumidores quieren más: algunos aceptan pagar por una taza de café especial hasta 50 reales (casi 12 euros) o unos 200 reales (50 euros) por unos gramos que puedan moler en casa y prepararlo de distintas formas. Muchos productores lo han notado y reservan parte de su producción para estos sibaritas. Jamileth |
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