Formato de impresión


Sin paz, sin trabajo y sin hogar: los desterrados de la amapola en Guerrero


2019-07-25

Por VANIA PIGEONUTT | The New York Times

FILO DE CABALLOS, Guerrero, México — Francisco Barragán murió de un paro cardiaco el 22 marzo casi frente al Palacio Nacional. Barragán, un agricultor de amapola del estado de Guerrero, tenía 56 años y llevaba 39 días acampando frente a la sede del gobierno en Ciudad de México. Como él, cientos de campesinos desplazados reclaman desde hace meses una solución que les permita volver a sus tierras, asoladas por la violencia.

“Sabemos todos que vamos a morir, pero no desplazados. Los compañeros muertos perdieron el apetito, el sueño; les afectó el clima y la tristeza”, dice Crescencio Pacheco, un agricultor de amapola que lidera a las familias desplazadas. “Me duele pensar que seguimos en las mismas”, agrega. Hace casi trescientos días que no pisa su pueblo.

Pacheco —Chencho, para sus amigos— pertenece a una tercera generación de cultivadores de amapola en la sierra Madre del Sur. Se sabe de memoria los ciclos de la flor, desde la semilla hasta la goma de opio: la ha sembrado, regado, cosechado y vendido. Pacheco también sabe de memoria los nombres de los campesinos que murieron esperando la legalización del cultivo para uso medicinal. A sus 36 años ya fue comisario de su comunidad, coordinador de una policía ciudadana y activista a favor de la legalización en la sierra, una promesa que encierra la ilusión de progreso, la posibilidad de contar con el respaldo del Estado y alternativas para vender sus cosechas. Pero ahora también es un agricultor que se ha quedado sin tierra.

En noviembre de 2018, Crescencio Pacheco huyó de su comunidad, junto con su esposa y sus tres hijos. Su pueblo está en Guerrero, uno de los estados más violentos de México. En 2017, la Secretaría de Gobernación registró allí 2522 homicidios dolosos y el año pasado en promedio murieron 7,55 personas cada día en circunstancias violentas.

Guerrero, el estado donde fueron desaparecidos los 43 estudiantes del caso Ayotzinapa, también encabeza la lista de estados con mayor cantidad de desplazados forzosos, según la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH). Entre 2006 y 2017, la violencia en México empujó a 329.917 personas a vivir fuera de sus comunidades. A la cifra se han sumado al menos dos mil personas entre las que se encuentran Pacheco y sus paisanos, quienes abandonaron los campos de amapola cuando huyeron de las balas en 2018.

Crescencio Pacheco no encuentra cómo decirles a sus hijos que no sabe cuándo regresarán a casa. Prefirió que se fueran del país mientras espera que se apruebe la legalización del cultivo de la amapola y que la Guardia Nacional empiece a combatir la violencia. Desde noviembre de 2018, unas cuarenta personas de dieciséis familias, de acuerdo con el conteo realizado por el Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón —una organización que ha dado seguimiento a los desplazados— han pretendido conseguir asilo humanitario en Estados Unidos; aunque no es seguro que logren cruzar o tener estatus legal en aquel país, no piensan volver.

Los que buscan refugio en Estados Unidos son un porcentaje minúsculo de las más de cien mil personas que subsisten de la siembra de amapola tan solo en la zona del Filo Mayor de Guerrero, una región compuesta por catorce municipios que atraviesan la cordillera más alta en el estado, la parte serrana de Guerrero y la mayor zona de sembradíos según las autoridades.

The New York Times ha seguido durante ocho meses la historia de seis familias desplazadas. Las cuatro que vivían de la goma de opio están esparcidas por todo el estado y viven con parientes en Iguala, Chilpancingo y Acapulco. Las otras dos siguen resistiendo: desde que volvieron de Palacio Nacional duermen en un cuarto rentado cerca del auditorio de Leonardo Bravo, la cabecera del municipio, y esperan volver a sus casas. La cosecha de enero se ha perdido y la paciencia se agota.

En noviembre de 2018, las seis familias aún vivían en sus pueblos. Como ellos, hay al menos 1680 desplazados internos que huyen de las balaceras, enfrentamientos y saqueos de sus viviendas. Calculan que en el último medio año han ocurrido cuarenta enfrentamientos en dos municipios de la zona del Filo Mayor. La propuesta ante el senado de legalizar la planta llega tarde para estos campesinos.

Antes que el proyecto de legalización, llegó la guerra por el territorio: dos grupos de policías comunitarias, que según el gobierno de Guerrero tienen vínculos con el crimen organizado, tomaron desde el 11 de noviembre la zona. Solo ese día hubo siete muertos.

“Hay una pugna entre ellos”, explicaba a inicios de marzo Roberto Álvarez Heredia, vocero del Grupo de Coordinación Guerrero (GCG), un operativo conjunto entre las policías federal y estatal, el Ejército y la Marina. Ellos son más de tres mil policías comunitarios que operan al margen de la ley de seguridad pública y otra veintena de grupos, además de los dos de la sierra. Álvarez dijo que los desplazados son prioridad, pero que no pueden desarmarlos sin crear una catástrofe.

Para llegar a Filo de Caballos, en el municipio de Leonardo Bravo, hay que conducir desde Chilpancingo, capital de Guerrero, durante tres horas por un camino sinuoso y agreste que huele a tierra mojada y pasto. Hay que detenerse en tres retenes de militares y policías federales y del estado. Para entender su presencia hay que mirar las construcciones a la orilla de la carretera: casas horadadas por balas y tejabanes de madera que contrastan con edificios de dos o tres plantas de puertas reforzadas.

Durante algunos minutos lo único que ven los ojos son diferentes tonos verdes: árboles de aguacates, duraznos, oyameles, pinos, encinos. De vez en cuando, flores amarillas, lilas, rojas, blancas. No se ven amapolas desde la carretera. En junio de 2018, cuando todavía no se elegía al nuevo presidente, la gente pensaba que estaba a tiempo de ver legalizada su flor antes de la cosecha de enero.

“Aquí nos organizamos para hacerles frente a los problemas. ¡No nos engañamos, vivimos de esa planta!”, dijo Crescencio Pacheco el verano pasado, ante la expectativa de legalizarla. Por esos días recorría su comunidad como una serpiente en camino seguro. Hablaba con frecuencia ante los periodistas y les mostraba el paisaje, organizaba demostraciones de los cultivos. Aún tenía su camioneta negra de doble cabina y recibía a los reporteros que cubrían el último enfrentamiento. El modo de vida de sus padres y sus abuelos se había convertido en una causa y una campaña mediática. Cuando el presidente electo y sus nuevos funcionarios expresaron interés en el proyecto de legalización, creyeron que alguien iba a ocuparse de sus problemas.

Ocho meses después no hay médicos ni enfermeras por la lejanía de la zona y las balaceras. En comunidades más apartadas la gente se muere por picaduras de alacrán. Tampoco hay suficientes maestros. La gente que se quedó había vivido de empleo temporal, en rehabilitación de carreteras, cuando subían programas de reforestación o de guardarrayas para preservar los bosques y vigilar la tala.

“Los pueblos piden que se declare zona de emergencia a causa de la pobreza”, dice Pacheco. Aquí el 85 por ciento de la población vive en la pobreza, según censos oficiales. Lo poco que tenían —su siembra, sus camionetas, los recuerdos de las fiestas familiares— lo controlan los paramilitares. “Son estos supuestos comunitarios que tienen nuestras casas y se han apoderado de nuestras cosechas”, explica Pacheco.

En un informe reciente, el gobierno mexicano y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estimaron que entre 2015 y 2016 la superficie cultivada de amapola en el país alcanzó 25,200 hectáreas y que el año pasado aumentó en 21 por ciento. La expansión de la siembra ha derribado el precio del kilo de goma de opio: de 1177 dólares que cobraban en 2016 se desplomó a 294 en 2017, aseguran Crescencio Pacheco y otros campesinos.

De acuerdo con el informe Mundial de la UNODC, México lleva la delantera entre los países productores de amapola del continente, seguido por Colombia y lejanamente Guatemala. Sin embargo, entre los tres no representan ni la cuarta parte de las 183,000 hectáreas que siembra Afganistán, el principal productor mundial.

La caída en el precio de la goma de opio obligó a los cárteles de la zona a diversificar sus tareas: ahora extorsionan, secuestran, roban autos y territorio. “La gente tiene miedo. Yo te voy a ser claro: mientras exista el narcotraficante nunca vamos a estar bien. Se necesitan acuerdos. Hay una pelea encarnizada”, asegura Pacheco. Él y otros 380 vecinos formaron una policía: “Salimos con mucho miedo”, dice de sus patrullajes.

En el gobierno de AMLO, los desplazados vuelcan las esperanzas de regresar a salvo a su casa a tiempo para salvar alguna de las tres cosechas del año. La temporada de amapola más abundante se recoge en enero: los cultivadores siembran desde septiembre y cuidan las flores, a menudo con la ayuda de niños pequeños capaces de entrar y salir de los cultivos sin complicaciones. A partir de este 2019, en la sierra guerrerense se vive la peor temporada desde hace medio siglo. Los sembradíos están abandonados. “Allá se nos quedó lo que puedas imaginar. Todo”, dijo el líder de los desplazados.

Hasta ahora, lo único que prospera es la incertidumbre. “No sabemos qué esperar. Pedimos que nuestro problema lo tome un órgano federal”, dijo Crescencio en diciembre pasado, luego de dormir un mes en colchonetas y en el auditorio municipal, algo a lo que ya se ha acostumbrado. Han tenido seis reuniones oficiales con las autoridades y el dirigente del Centro de Derechos Humanos que lleva el caso dice que es necesario un nuevo censo porque siguen los desplazamientos.

“¿Cómo es posible que aquí nos tienen desplazados y los grupos del crimen tienen tomadas nuestras comunidades?”, se preguntó Pacheco.

Los 86 niños de estas comunidades de la sierra perderán el ciclo escolar: llevan ocho meses sin casa y sus padres tienen el mismo tiempo sin trabajar. En Ciudad de México hacían colectas en la calle para mantenerse.

De febrero a marzo de 2019, varias familias acamparon 39 días afuera de Palacio Nacional en Ciudad de México. Después, el 28 de marzo, se marcharon a su estado con la promesa de algunas despensas, pero sin acuerdos para volver a sus tierras.

En mayo, Virginia Zúñiga, una mujer desplazada de 54 años, fue internada en el hospital general de Chilpancingo por una infección en los riñones. Zúñiga creía que con la legalización volverían a sus campos de amapola y ella y su paisanos dejarían de morirse lejos de su tierra. Nueve días después de ser internada, Virginia falleció. Todos coinciden en que la depresión por el desarraigo le terminó arrebatando sus ganas de luchar.

Otra tragedia marcó un nuevo ciclo para los habitantes de la sierra guerrerense. El 30 de junio, de acuerdo con la versión de los desplazados del 11 de noviembre, más de quinientos pobladores de la comunidad de El Naranjo, también del municipio de Leonardo Bravo, repitieron la historia: huyeron de sus casas tras escuchar disparos desde los cerros, dirigidos hacia ellos. Los nuevos desplazados siguen esperando la promesa de la pacificación con la Guardia Nacional. Quieren volver.



regina


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com