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Pagar o morir: la realidad de Honduras


2019-08-01

 By Sonia Nazario  | The New York Times

TEGUCIGALPA, Honduras.- Es lunes, hora de pagarles a las pandillas.

El dueño de un autobús usa un gorro rojo tejido y espera la llamada que ha recibido todos los lunes por la mañana desde hace diez años. Fue entonces cuando las pandillas de Honduras empezaron a cobrar la “contribución de guerra” a todo lo que tuviera ruedas: autobuses, taxis, mototaxis. Tan solo aquí en la capital, los dueños de estos negocios les pagan a las pandillas un estimado de 23 millones de dólares al año.

Si no pagas, te mueres.

Desde 2010, más de 1500 hondureños en la industria del transporte han sido asesinados: a balazos, estrangulados, esposados al volante y quemados vivos mientras incendian sus autobuses. Si algún miembro de una ruta de autobús deja de pagar, la pandilla mata a un conductor —al que sea— para enviar un mensaje.

A las 10:13, llaman al teléfono del dueño del autobús para darle las instrucciones de la pandilla Barrio 18: “¿Puedes traerla hoy temprano?”. Abordamos un pequeño coche color negro. Me deja acompañarlo con dos condiciones: que vaya agachada en el asiento trasero y que no revele su nombre.

Nos detenemos al lado de una ferretería, donde llega un operador de autobuses a bordo de una camioneta pick-up Toyota blanca y le entrega un fajo de billetes de unos 3 centímetros de grosor: 16,000 lempiras, aproximadamente 650 dólares.

La pandilla le vuelve a llamar. “Ya voy”, dice el dueño del autobús. “Voy a llegar en un coche negro”.

Unos vigilantes armados ven cómo el motor del coche batalla mientras se dirige cuesta arriba hacia Las Pavas, una fortaleza de la pandilla Barrio 18 que está al norte de la ciudad. Antes de llegar a la cima, el dueño del autobús se detiene en el mismo punto en el que se ha detenido desde hace un año: una casa verde con una reja de hierro color durazno. Nos ponemos tensos. A diferencia de la pandilla MS-13, que exige que te acerques a unos jóvenes armados con rifles de asalto AK-47 para pagar tu “renta” o “contribución”, Barrio 18 cuenta con un servicio para pagar desde tu auto, a menos que los pandilleros presientan que algo anda mal y te ordenen salir del vehículo. Yo me agacho en la parte de atrás, enciendo mi teléfono para captar todo en video, lo presiono contra la ventana polarizada del coche y rezo por que nadie me vea.

Aparecen dos jóvenes. El dueño del autobús baja la ventana unos centímetros y les pasa el efectivo.

Pasé un mes reportando desde Honduras a principios de este año. El factor que provoca la mayor desesperanza entre la gente respecto del futuro del país —y que finalmente la impulsa a irse— es la corrupción, la sensación de que todo está podrido y que es muy poco probable que mejore. La corrupción es lo que permite que todas las otras cosas negativas sucedan. Permite que las pandillas impongan un régimen de terror. Permite que nueve de cada diez asesinos salgan impunes de sus delitos. Impulsa la pobreza: los políticos roban del 30 al 40 por ciento de todos los ingresos del gobierno, según algunos cálculos, con lo que debilitan el funcionamiento de las escuelas, los hospitales y las carreteras.

Además, es un propulsor de la migración. La cantidad de hondureños que deciden migrar y son detenidos en la frontera sur de Estados Unidos se ha incrementado de 47,900 en 2017 a 205.039 solo en los primeros seis meses de este año fiscal.

Hablé con otro hombre que es dueño de 35 autobuses. Me dijo que les paga 120,000 dólares al año a tres pandillas: del 30 al 40 por ciento de sus ganancias totales. En Navidad, el Día de las Madres y Pascua, las pandillas insisten en cobrar el doble (explican que es para las vacaciones). Ahora están exigiendo un aumento del 34 por ciento. Se considera afortunado: otros dueños de negocios deben pagarles a seis pandillas.

Los pagos a tres pandillas son entregados cada semana por un conductor de la empresa.

Dijo que le ha pedido ayuda a la policía seis veces en cinco años. Ha dejado que agentes de la policía escuchen las negociaciones a escondidas, les ha dado los números telefónicos de los pandilleros, ha llevado a oficiales y a un coronel del ejército a las entregas de efectivo, les dio el número de cuenta de Banco Azteca que usaba en un principio para depositarle a la MS-13. Con seguridad algo de eso se puede rastrear, ¿no? Pero nada ha cambiado.

De manera reciente, oficiales de la fuerza antiextorsión le han dicho que simplemente no pueden meterse con la MS-13 ni con Barrio 18. “Saben que hay gente del gobierno implicada”, dijo. “Saben que esto no se puede controlar”. Él, al igual que muchas otras personas con las que hablé, sentían que la corrupción estaba empeorando.

“Saben que hay gente del gobierno implicada”.

El teniente coronel Amílcar Hernández, director de la Fuerza Nacional Anti Maras y Pandillas (FNAMP), no estuvo de acuerdo. Dijo que su organismo —que trabaja de manera interagencial con el Ministerio Público, la policía y el ejército— ha evitado que alrededor de 10,6 millones de dólares caigan en manos de las pandillas en los últimos cinco años. Afirmó que algunos dueños de autobuses solían pagarles a siete pandillas y ahora solo les dan dinero a dos, y que dos rutas de autobuses en Tegucigalpa ya no le pagan a nadie. “Estamos conteniendo el problema”, alegó. “No es el paraíso, pero ha mejorado”.

Aun así, admitió que los choferes de autobús todavía van a las cárceles del país para entregar pagos de extorsión y que incluso conoce a un general que tiene que pagar a las pandillas porque es propietario de tres autobuses. (Se apresuró a agregar que, pese a eso, el general obtiene ganancias decentes).

Cuando era adolescente en Argentina, yo tenía que pagar sobornos para conseguir boletos de tren o para que hubiera gas en casa. La corrupción existe en muchos lugares, incluso en Estados Unidos. Sin embargo, Honduras hace que el pantano en Washington se vea como un charco insignificante.

Si Estados Unidos quiere frenar la migración desde Centroamérica, ese es el pantano que debemos ayudar a drenar. Pero todo parece indicar que el gobierno de Donald Trump va en sentido inverso: no protestó cuando, en 2018, Guatemala prohibió el ingreso al país al jefe de la comisión contra la impunidad respaldada por las Naciones Unidas y ordenó que se suspendiera por completo en septiembre de 2019. También hay indicios de que podría desaparecer la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras en enero de 2020, una vez que termine el mandato conferido por la Organización de los Estados Americanos.

El gobierno de Estados Unidos eliminó la ayuda extranjera para Guatemala, El Salvador y Honduras como castigo a estos países por no lograr detener a las personas migrantes. Se le ha dicho a la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ) —el capítulo hondureño de Transparencia Internacional, que depende en gran medida del apoyo estadounidense para combatir la corrupción— que los fondos se destinarán únicamente al control de drogas y la obstrucción de la migración. Sin nuevos recursos, en enero del próximo año la asociación tendrá que reducir su plantilla de 140 a 40 personas.

Esto es especialmente frustrante si se considera que la lucha contra la corrupción en Honduras se aceleró hace solo cuatro años, después de que explotara una sucesión de manifestaciones masivas del movimiento ciudadano de los conocidos como Indignados. Las investigaciones y las revelaciones subsiguientes de los grupos anticorrupción solo han aumentado la desolación: revelan cuán grande es el problema y cuán pocos son los delincuentes que terminan en la cárcel.

En 2018, ante acusaciones de que un mínimo de cinco y un máximo de sesenta legisladores activos y retirados habían robado 55 millones de dólares del dinero público, el Congreso Nacional de Honduras aprobó una ley que suspendía todos los procesos jurídicos anticorrupción durante tres años. Ya había aprobado una Ley de Secretos Oficiales, la cual les permite a los legisladores clasificar prácticamente cualquier información gubernamental —incluido el presupuesto— como un secreto oficial durante un periodo de hasta veinticinco años. No es casualidad que el plazo de prescripción para someter a juicio a los funcionarios públicos sea de menos de veinticinco años. Incluso, la Corte Suprema declaró inconstitucional el brazo de la oficina del fiscal general que lucha contra la corrupción.

La podredumbre empieza en la parte más alta, con el presidente Juan Orlando Hernández. En 2015, admitió que su primera campaña para la presidencia, dos años antes, se había financiado con dinero de empresas y políticos que habían desviado de manera ilegal alrededor de 300 millones de dólares del Instituto Hondureño de Seguridad Social, la agencia que supervisa el programa de cobertura médica para la población. Sin embargo, el presidente afirmó que nunca supo de dónde venía el dinero y les dijo a los reporteros: “Yo, Juan Orlando, no tengo nada que ver” con el escándalo.

Desde su reelección en 2017, llevada a cabo en circunstancias cuestionables, se ha apegado a ese argumento, aun cuando muchos de sus familiares y colaboradores han estado implicados en un escándalo tras otro.

Hay dos maneras principales de volverse rico ilegalmente en Honduras. Una es aceptar pagos de los cárteles de la droga a cambio de ayudarles a transportar cocaína colombiana hacia Estados Unidos. El hermano del presidente, Tony, fue arrestado en noviembre de 2018 en Miami acusado de tráfico de cocaína; algunos cargamentos de droga habían sido etiquetados descaradamente con sus iniciales. Como los hermanos Hernández compartían la misma escolta presidencial, Carlos Hernández —director ejecutivo de la ASJ— le preguntó al presidente con incredulidad: “¿No sabía usted que su hermano estaba usando a su ejército para trasladar toneladas de droga?”.

La otra manera es robar de las arcas públicas. Esto suele hacerse a través de la creación de organizaciones sin fines de lucro que firman contratos con el gobierno y hacen sus labores a precios exagerados o no hacen nada en absoluto y solo cobran los cheques.

De acuerdo con un estudio de próxima publicación que hizo la ASJ a partir de registros públicos y de su propio reporteo, dos organizaciones sin fines de lucro vinculadas a la familia del presidente recibieron 87 millones de dólares en contratos con el gobierno sin licitación entre 2014 y 2017. Una recibió un financiamiento gubernamental casi cinco veces mayor al del presupuesto de la organización sin fines de lucro más grande en Honduras, World Vision. No ha habido una declaración de cómo se gastaron esos fondos.

Fernando Josué Suárez Ramírez ayudó a administrar varias fundaciones asociadas con la familia del presidente y desde entonces se ha entregado a las autoridades. Su abogado, Omar Menjívar, me dijo en una entrevista que, a decir de su cliente, 9,4 millones de dólares pasaron de manos del gobierno a una de estas organizaciones sin fines de lucro con el objetivo de comprar uniformes escolares para niños. Ningún niño recibió uniforme alguno. Dijo que otra organización llamada Frijoles Hay jamás distribuyó un solo frijol.

“Hay dos maneras principales de volverse rico ilegalmente en Honduras”.

Una unidad del Ministerio Público de Honduras ha estado investigando otra estafa a gran escala llamada el Caso Pandora. Entre 2011 y 2013, casi 12 millones de dólares fueron robados de la Secretaría de Agricultura y entregados a dos organizaciones sin fines de lucro controladas por la hermana del presidente, Hilda. Se suponía que estas agrupaciones les enseñarían técnicas de cultivo e irrigación a los agricultores afectados por el cambio climático, pero no se impartió ni una sola sesión de capacitación, afirmó Elsa Calderón, directora de la Fiscalía Especial para la Transparencia y el Combate a la Corrupción Pública.

De acuerdo con una transcripción del testimonio de Suárez Ramírez ante la Corte Suprema, que fue grabado de manera ilegal en 2018 y publicado por Notibomba —un medio digital que se enfoca en la política latinoamericana—, este dinero también se destinó al financiamiento de la campaña de 2013 del presidente.

Hilda Hernández le llamaba a Suárez Ramírez y le pedía que le llevara dinero, y él lo hacía. Llevaba el efectivo en maletines o mochilas; eran tantos fajos que solía pesarlos en lugar de contarlos, me dijo Menjívar. El dinero sirvió para financiar eventos lujosos de campaña y un helicóptero para transportar al candidato. Un día, Suárez Ramírez asegura que firmó cheques para unos dos mil activistas del Partido Nacional, un donativo de 282.845 dólares. Hilda Hernández también tomó parte del botín: compró terrenos, ganado y departamentos en Miami antes de morir en un accidente de helicóptero en 2017.

Aún no se ha sentenciado a ninguna persona implicada en el Caso Pandora, pero se han presentado denuncias contra 38 personas. El presidente no es una de ellas. Sin embargo, de acuerdo con un portavoz de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad, el Ministerio Público sigue investigando las acusaciones de Suárez Ramírez.

El presidente Hernández no respondió a la solicitud de comentarios para la publicación de este artículo, pero ya les ha advertido a los reporteros que no hablen de estos temas en los medios, pues ha dicho: “Si alguien tiene pruebas de algo, pues las debe presentar a las autoridades competentes; eso es el procedimiento, eso es la justicia”.

“Creo que atraparemos a JOH”, dijo Calderón, usando las iniciales del presidente. “No estoy segura de cuándo”.

La corrupción se filtra a las aulas del país, donde los salarios para maestros se reparten como favores políticos a “profesores fantasma” que nunca se presentan en la escuela. Hace una década, a los niños se les impartían 88 de los 200 días de clases estipulados y uno de cada cuatro maestros nunca asistía a dar clase. Los veintidós atletas de un equipo de fútbol en Danlí, una ciudad al este de la capital, recibían salarios como si fueran maestros. También había personas que sí daban clases, pero recibían sueldos equivalentes a cinco puestos. El porcentaje del presupuesto que Honduras estaba gastando en educación era mayor al de cualquier otro país de Latinoamérica, pero tenía las peores calificaciones en los exámenes regionales, solo arriba de Haití.

El camino a la escuela en Nueva Suyapa para algunos estudiantes es por un barranco.

En 2011, la ASJ redactó una lista de todos los maestros que aparecían en las nóminas de las escuelas de la nación y les pidió a voluntarios que investigaran si realmente existían. El gobierno les estaba pagando a 85,000 profesores. Al final, resultó que solo 55,000 eran reales. La revelación llevó a la renuncia del secretario de Educación y a una depuración de maestros ficticios.

Las medidas, no obstante, no se implementaron de manera permanente y Carlos Hernández, de la ASJ, cree que ya hay cinco mil profesores fantasma nuevos y cien nuevas escuelas fantasma, algunas ubicadas en pueblos imaginarios. Y, muchas veces, los maestros reales no están calificados para enseñar pero son recomendados por políticos: el 70 por ciento de todos los empleados en las oficinas centrales de la Secretaría de Educación solo tienen un nivel educativo de primaria o secundaria.

A pesar de que los puntajes de los exámenes han mejorado, la mayoría de los niños hondureños no estudian más que la escuela primaria.

La corrupción de las escuelas de Honduras priva a los niños de un mejor futuro. Pero la corrupción de su sistema de salud puede quitarles la vida.

El primer indicio de que las cosas estaban gravemente mal fue un repunte en el índice de las mujeres que morían durante el parto en 2011. Un medicamento para detener la hemorragia posparto, la oxitocina, no estaba funcionando. La ASJ sometió diez medicamentos de tres farmacéuticas hondureñas a pruebas de laboratorio. Muchos de ellos tenían una calidad tan baja que eran prácticamente un placebo. Pruebas posteriores mostraron que los medicamentos que se usaban para tratar la diabetes y la hipertensión no surtían efecto. Algunos estaban tan diluidos que contenían el cinco por ciento del ingrediente activo. Otros eran polvo de tiza: falsos. Otros estaban contaminados: los tubos intravenosos contenían materia fecal.

La doctora Suyapa Figueroa, presidenta del Colegio Médico de Honduras, estima que al menos dos mil pacientes murieron entre 2010 y 2014 como resultado de ingerir medicinas deficientes y por la falta de medicamentos disponibles para diálisis.

¿Cómo pasó esto? En el transcurso de esos cuatro años, el director del Instituto Hondureño de Seguridad Social organizó una red delictiva con el fin de robar un estimado de 300 millones de dólares del sistema de salud. Los funcionarios aceptaban sobornos de las compañías farmacéuticas y de los proveedores de servicios de ambulancia a cambio de pagar más de la cuenta por productos deficientes.

James Nealon, el embajador de Estados Unidos en Honduras de 2014 a 2017, dijo sobre el fraude: “No fue que los delincuentes estuvieran saboteando el sistema; este era el sistema”.

“No fue que los delincuentes estuvieran saboteando el sistema; este era el sistema”.

Con el tiempo, esa red fue desmantelada —el líder del programa ha sido condenado a 41 años en prisión—, pero hoy se siguen empleando las mismas tácticas. Calderón, la fiscala anticorrupción, dijo que ochenta políticos y empleados del departamento de salud están siendo investigados por un caso que tiene que ver con una empresa farmacéutica que recibió más de 694,000 dólares del gobierno para proporcionar medicamentos y suministros a hospitales públicos. Nunca se recibieron tales materiales, dijo.

“Se están robando dinero que debería destinarse a la atención médica de la gente. No hay nada peor que eso en este país”, declaró Figueroa.

A consecuencia de toda esta corrupción, la ONU supervisa ahora la compra de la mayor parte de los medicamentos en Honduras. El gobierno redacta una lista de los medicamentos que quiere adquirir y las Naciones Unidas gestiona los pagos. Sin embargo, los hospitales locales aún compran cerca del 30 por ciento de los medicamentos de manera directa, y ahí continúa el fraude.

“La gente dice: ‘Bueno, el Estado roba, así que yo también puedo robar’”, dijo Carlos Hernández, de la ASJ.

Finalmente, la corrupción ha corrompido a la policía. Los agentes de policía cerraban las carreteras para que los aviones con cargamentos de droga pudieran aterrizar e incluso asesinaban a altos funcionarios del gobierno que obstruían los negocios de los narcos.

En 2016, el presidente Hernández, presionado por Estados Unidos y preocupado por las elecciones que estaban por celebrarse, ordenó una depuración que derivó en el despido de más de 5000 de los 13,500 policías del país. Los cuarenta agentes de policía de mayor rango fueron destituidos porque eran sospechosos de ser delincuentes, porque no pasaron las pruebas del detector de mentiras o porque no fueron capaces de hacer su trabajo, explicó Omar Rivera, uno de los tres miembros de la Comisión Especial para el proceso de Depuración y Transformación de la Policía Nacional de Honduras. Rivera dijo que antes todos los policías recibían pagos para hacerse de la vista gorda. Ahora, su esperanza es que solo una minoría siga aceptando sobornos.

Hace tres años, la comisión remitió al Ministerio Público los casos de 455 agentes de policía sospechosos de cometer algún delito para que se iniciaran procedimientos penales en su contra. Esa cantidad ha aumentado a 2100 desde entonces, de acuerdo con un miembro de la comisión. Aun así, solo una persona ha sido declarada culpable.

“Esto está tan podrido que está lleno de pus”, dijo Rivera.

Lo más perturbador es que la depuración reveló que alrededor de cien policías y funcionarios públicos en realidad eran miembros de la pandilla MS-13. Cinco de ellos eran funcionarios de alto nivel a cargo de regiones enteras del país, dijo Carlos Hernández, quien trabajó como asesor de la comisión.

Esta clase de infiltración es la nueva marca distintiva de la MS-13. La pandilla ha enviado a algunos de sus miembros a estudiar: los que se gradúan como abogados y contadores ayudan con el lavado de dinero, y los que estudian medicina atienden a los miembros que han sido atacados. Ha enviado a integrantes de la pandilla a la academia de policía para que se conviertan en oficiales. “Desde los niveles más altos de la policía hasta los más bajos hay miembros de la MS-13”, dijo Jaime Varela Lagos, un experto en pandillas que trabaja con la ASJ. Se descubrió que un operador del 911 y un investigador de la Corte Suprema eran pandilleros infiltrados. En algunos vecindarios, la MS-13 tiene sus propias cámaras de seguridad.

El objetivo final es controlar a la policía, a los tribunales y al congreso.

Un funcionario encargado de investigar a las pandillas que pidió conservar su anonimato me dijo que la MS-13 ha sobornado a tantos fiscales, políticos y jueces que debe reunir el triple de la evidencia de la que necesita cuando se trata de integrantes de Barrio 18 para mantener a los miembros de esa organización en la cárcel. En junio de 2016, cuando participó en una redada contra la MS-13, dijo que encontró nueve bolsas de efectivo que la pandilla se preparaba para entregar, cada una dirigida de manera individual a legisladores, agentes de policía y al alcalde de una de las ciudades más grandes de Honduras.

Durante dos años, estuvo buscando a un líder de la MS-13 al que apodan el Pollo. Lo atrapó en noviembre de 2018; el Pollo quiso persuadirlo: “Tengo un millón de lempiras. Déjame ir”. El agente le dijo que no. Sospecha que el juez hizo lo contrario. Tras haber sido acusado de dos asesinatos, el Pollo quedó en libertad seis días después.

Me dan escalofríos cuando Blanca Munguía —quien combate la corrupción en la ASJ— dice que las pandillas “están creciendo con tanta rapidez que pronto van a controlarlo todo”.

Y se me parte el corazón cuando veo cómo la gente de Nueva Suyapa, una colonia de esta ciudad, ha cargado con el peso de toda esta corrupción.

He estado reportando desde Nueva Suyapa durante dos décadas, y lo que he descubierto es un microcosmos de la misma clase de corrupción que la ASJ investiga a nivel nacional.

Situado en el borde este de Tegucigalpa, Nueva Suyapa solía ser un vertedero de basura hasta que las personas desplazadas por el huracán Fifi empezaron a establecerse ahí en la década de los setenta. Actualmente, unos cincuenta mil albañiles y tortilleras viven en hogares humildes afianzados a las laderas frondosas que ven hacia la blanca y reluciente Basílica de Suyapa, a donde llegan miles de hondureños a agradecerle a la Virgen de Suyapa por un milagro o —quizá más comúnmente— a orar para que les conceda uno.

Entre sus residentes está Blanca Velázquez, cuya madre diabética casi muere por tomar la insulina diluida que le dio el gobierno, y Mario Rosales, un trabajador social que el año pasado vio a un agente de la policía recibir dinero de un pandillero de la MS-13. En la entrada de un sector de Nueva Suyapa llamado El Infiernito, vive Baudilia Amaya con cuatro de sus cinco hijos en una choza de adobe cuyos muros están a punto de colapsar; casi nunca salen de su casa por miedo a las pandillas. Amaya dijo que planea huir a Estados Unidos.

Desde 2005, las pandillas han estado disputándose el dominio de Nueva Suyapa. Actualmente, Barrio 18 controla una parte al pie de la colina, la MS-13 ocupa la vasta sección del medio, pero Barrio 18 también controla la parte más alta, un sector llamado Flores de Oriente, el lugar más temido. Vivir en territorio de la MS no es nada fácil, pero la clica de Barrio 18 que ocupa este espacio, llamada Colombian Little Psycho, es especialmente violenta.

Un activista local me dijo que el año pasado los integrantes de Barrio 18 capturaron a una chica porque sospechaban que los había delatado. Le cortaron un brazo pedazo a pedazo hasta que murió. Lo grabaron y compartieron el video. La gente tiene tanto miedo que ni siquiera llama a las pandillas por su nombre, en cambio se refiere a ellas como “elementos antisociales”. Son como Voldemort, el personaje de Harry Potter al que se refieren como “el que no debe ser nombrado”.

Aproximadamente uno de cada cuatro negocios de aquí paga contribuciones de guerra, dijo Yónatan Venegas, quien hasta hace poco dirigía un programa de préstamos de bajo interés para empresas. El objetivo del programa era crear empleos en Nueva Suyapa, donde la mitad de la población de entre 18 y 25 años no tiene trabajo. Pero de los seiscientos negocios a los que Venegas dio seguimiento a lo largo de la última década, 150 cerraron por los costos de la extorsión.

Brenda Margarita Raudales Rodríguez, una mujer de 34 años con dos hijos, decidió dejar de pagarle a Barrio 18. Administraba una pulpería —una tienda diminuta de abarrotes— en su casa en Flores de Oriente, hasta que un sicario le disparó en el rostro el año pasado. El asesino le había pedido una bebida y ella acababa de regresar con su cambio. Mientras sangraba, caminó con dificultad hacia la habitación, donde estaba dormida su hija de 4 años, pero murió poco antes de llegar a la niña.

El lugar más mortífero de por aquí está sobre la avenida principal que serpentea hasta la cima de la colina. A dos tercios de la subida se encuentra la terminal más grande de autobuses del barrio. Los autobuses se alinean sobre la calle, esperando a que los envíen a su ruta. Hay otra estación para los mototaxis rojos de tres ruedas.

Cristino Arias y sus tres hijos fueron taxistas aquí. En 2005, según me dijo Arias, los choferes fueron extorsionados por Barrio 18 por primera vez. Recurrieron a la policía, que no hizo nada. Dos conductores fueron asesinados ese año. Muchos trataron de trabajar en diferentes sitios de taxi, pero en todos recibieron la advertencia: paga o habrá una masacre.

En 2007, sin otra alternativa, empezó a pagar lo equivalente a una tercera parte de su ganancia neta. Luego los impuestos subieron. Su segundo hijo, Jimmy, de 30 años, le pidió un préstamo a su padre. Su padre le respondió: “Hijo, simplemente no tengo”.

Cuando Arias me contó sobre los tres hombres con caretas negras y armas enormes que fueron por su hijo el 4 de octubre de 2011, las lágrimas cayeron sobre su barba entrecana. Cuando le pidió dinero, Jimmy también lloró. Volteó hacia su padre: “¡Papá!”.

“No tenía el dinero para darle”, me dijo Arias. Así que su hijo “pagó con su vida”.

Al día siguiente, encontraron el taxi de Jimmy, el número 908, desvalijado. Durante cinco días y noches su padre lo buscó en las montañas cercanas, sin comer ni dormir. Al sexto día, alguien encontró el cuerpo de Jimmy en un basurero. Sus manos y pies estaban atados y tenía un balazo en la cabeza. Su muerte es una entre miles.

“Se percibe el hedor de la muerte. Se siente el espíritu de la muerte”.

Después de un tiempo, Arias encontró trabajo a kilómetros de ahí, como despachador de taxis en una tienda de electrodomésticos. Sin embargo, sus dos hijos conducen taxis que salen de Nueva Suyapa. “No hay trabajo”, explicó. “No tenemos otra opción”.

En la terminal de autobuses “se percibe el hedor de la muerte”, dijo Milagro Mejía. “Se siente el espíritu de la muerte”. Su hermano, Israel Palma Mejía, de 40 años, fue asesinado el 17 de noviembre. Fue el tercer despachador de mototaxis que ha sido asesinado aquí en cinco años. Dos sicarios adolescentes le dispararon a las 6:45 por rehusarse a pagarle al Barrio 18. Sucedió frente a una escuela evangélica, cuyos muros grises de estuco y puertas de hierro están cubiertos de orificios de balas.

Hubo más de veinte testigos. Nadie vio nada.

Los niños quedan atrapados en el fuego cruzado con demasiada frecuencia. El 2 de abril de 2018, Rodis Eduardo Peralta Rivera, de 12 años, les dijo a sus maestros que se sentía mal y que tenía que irse a casa temprano. Eran las 11:30 y el hermanito de Eduardo, Adonis Jafeth, de 5 años, salía de clases al mediodía. Así que Eduardo se sentó a esperarlo afuera de su escuela, el Centro Básico Monseñor Jacobo Cáceres Ávila.

La escuela está al lado de una caseta donde un despachador envía autobuses hacia las partes bajas de la colina. Dos miembros de la MS-13 llegaron para cobrar sus pagos cuando se encontraron con tres integrantes de otra pandilla, Los Benjamins. Los pandilleros empezaron un tiroteo hasta que uno de los miembros fue herido y se retiraron.

Cuando todo se calmó, un integrante de la MS-13 vio a un niño convulsionándose en el suelo. Eduardo había alzado la mirada al escuchar los disparos; una bala de Los Benjamins perforó uno de sus enormes ojos cafés.

El pandillero le ordenó a una mujer que vendía tortillas cerca de ahí que llevara a Eduardo al hospital, donde murió poco después.

“Sentí como si el cielo y la tierra se me hubieran venido encima, como si me hubieran destruido por dentro”, me dijo su madre, Karol Jesenia Rivera Díaz.

“Eduardo, levántate. Vamos a casa”, recuerda que le rogó a su cuerpo cuando todavía estaba tibio.

El brillo en los ojos de Adonis se apagó cuando su hermano murió. Tuvo fiebre durante una semana. Dormía demasiado.

“Mi hermano era un poco serio”, me dijo. “Y un poco gracioso. Siempre estábamos juntos. Lo extraño”. Adonis, ahora de 7 años, continuó diciéndome mientras se le quebraba la voz: “Tengo pesadillas. No sé por qué”.

Su padre, Jack, recordó que a Eduardo le encantaba bailar merengue, salsa, punta, reguetón. Su madre no ha encendido la radio desde que él murió. “Algunas veces hablo con ella y está presente, otras no”, me dijo.

“Mi hermano era un poco serio. Y un poco gracioso. Siempre estábamos juntos”.

Las autoridades atraparon al asesino. Pero el Día de las Madres del año pasado, cuando la familia regresaba de visitar la tumba de Eduardo, los detuvo un miembro de la MS-13. “No acusen a la gente injustamente”, les advirtió, enfatizando que él no había matado a su hijo. Hubo rumores de que la familia había hablado con la policía. Hay un verbo para calificar esta ofensa: sapear (hablar de más, como un sapo). Se corrió el rumor de que alguien había contratado a un sicario para asesinar a la familia.

Rivera no ve ninguna alternativa segura. Quiere escapar a Estados Unidos, pero las caravanas son muy peligrosas. “No voy a arriesgar la vida de mi hijo. Él es lo único que me queda”, comentó. No quiere dejar la casa por la que lucharon tanto y que Eduardo ayudó a construir. No quiere dejar atrás la tumba de Eduardo.

Si el gobierno de Donald Trump quiere evitar que familias como estas huyan hacia Estados Unidos, debe empezar a actuar como si le importara la situación que se vive en Honduras.

En primer lugar, debemos reconocer que Estados Unidos comparte algo de la responsabilidad por la corrupción. En 1975, en lo que se conoció como Bananagate, una empresa estadounidense pagó un soborno de 1,25 millones de dólares —con la promesa de dar el doble de esa suma— al presidente de Honduras a cambio de que se redujeran los impuestos a las exportaciones de plátanos. En la década de los ochenta, Estados Unidos le pagó a Honduras cientos de millones de dólares sin importarle quién se embolsara el dinero siempre y cuando el gobierno accediera a albergar a los Contras, quienes se enfrentaban a los sandinistas nicaragüenses. Y, por supuesto, gran parte de las masacres que ocurren hoy provienen de los cárteles y las pandillas que se disputan los territorios para llevarle drogas al mayor comprador del mundo: Estados Unidos.

Ahora el presidente Trump dice que enviar dinero a Centroamérica es igual a tirarlo por el excusado. Pero no es verdad: he visto programas financiados por Estados Unidos que han reducido la violencia en los barrios más peligrosos en Honduras.
Las pandillas compiten por el control de los distintos sectores de Nueva Suyapa y los dueños de los negocios tienen que pagar “contribuciones” o arriesgarse a ser asesinados.

Si lo hacemos correctamente, podemos usar la asistencia para reducir la violencia, la pobreza, la corrupción y la impunidad, y para reforzar una buena gobernanza. Los fondos deben destinarse a proyectos comprobados de ayuda internacional y a grupos de la sociedad civil hondureña, en lugar de dárselos directamente al gobierno, pero podemos presionar a los gobernantes para que establezcan parámetros claros de progreso y suspender el envío de fondos si estos no se cumplen. Por ejemplo, para abordar la violencia, deberíamos definir objetivos para reducir los homicidios, los feminicidios y la violencia doméstica, y para incrementar las sentencias por asesinato. Llevar esto a cabo requerirá de un compromiso a largo plazo, de diez a veinte años. Pero al final será mucho más barato y más humano financiar un cambio en Honduras que gastar miles de millones de dólares en encerrar a solicitantes de asilo en nuestras fronteras.

Honduras, por su parte, también debe hacer una depuración más allá de la Policía Nacional. Debe hacer lo mismo con sus jueces y fiscales. Los políticos corruptos tienen que ir a prisión. Se debe anular la Ley de Secretos Oficiales. Las personas en cargos públicos, especialmente los policías, deben recibir un salario digno para que no se sientan obligados a robar. Las iglesias también podrían contribuir: en junio, la Conferencia Episcopal de Honduras hizo un llamado a la acción contra la corrupción. A final de cuentas, la corrupción se combate cuando la gente elige a dirigentes que tienen la voluntad política de propiciar el cambio.

Mientras tanto, los hondureños, obstinados y valientes, se están defendiendo. Algunas manifestaciones son grandes —como las protestas recientes para exigir la renuncia del presidente— y otras son pequeñas.

El 4 de febrero a las 6:45 —el primer día de escuela después de un largo periodo de vacaciones—, Ondina Esperanza Díaz, una mujer de 52 años, 43 kilogramos y madre de ocho hijos, quien apenas acabó el quinto grado de primaria, está lista para causar molestias en Nueva Suyapa.

Está de guardia afuera del Centro de Educación Básica Pablo Portillo Figueroa, donde el más joven de sus hijos, David Ismael, de 9 años, está a punto de entrar a cuarto grado. Todas las mañanas viene para asegurarse de que los siete profesores y la directora, a quienes se les paga por trabajar aquí, se presenten de verdad en la escuela. Recibió la capacitación para hacer esto en un programa de la ASJ llamado Comunidades Fuertes, junto con otras veintidós voluntarias de cuatro escuelas de Nueva Suyapa. La mayor de ellas tiene 86 años y la más joven, 19.

Ondina Esperanza Díaz no es una flor delicada: cuando su exesposo la golpeó embriagado mientras ella estaba embarazada de nueve meses de su cuarto hijo, explotó, le prendió fuego a un garrote y lo golpeó con él. “¡Sé que me vas a matar, pero yo te voy a acabar también!”, le gritó. Ahora ha canalizado esa furia hacia las escuelas.

Ha sido testigo de una corrupción rampante aquí: los profesores no se presentan o llegan tarde y se van temprano, hablan por teléfono todo el día e incluso se roban el dinero del almuerzo de los estudiantes. Esta mañana, confronta a la directora de la escuela, Velis Velásquez: “La estoy vigilando”, le dice Díaz. Cuenta a los maestros mientras David la abraza en esa mañana fría.

“¡Otro maestro!”, dice con alegría cuando ve llegar al tercer profesor.

Una estudiante limpia su escritorio en el centro Pablo Portillo Figueroa en Nueva Suyapa.

Algunas madres y estudiantes limpiaron las aulas de la escuela.

Se mantiene alerta para encontrar a su objetivo específico: el maestro de sexto grado, José Orlando Vásquez. Durante años, ha faltado todos los lunes. Le dijo a Díaz que tiene un problema en la nariz, rinitis, que se intensifica los lunes. Otra maestra llega ocho minutos tarde, el profesor de la nariz problemática no aparece, al igual que la maestra de cuarto grado de su hijo.

Le dicen que no hay maestros sustitutos, que están trabajando en eso. Mientras tanto, “mantendrán ocupados a los niños” con actividades.

“¡No queremos actividades!”, exclama Ondina. “Queremos clases”.

Desde la perspectiva de Ondina, lo menos que puede hacer el gobierno es asegurarse de que los profesores impartan sus clases. Los padres hacen el resto. Esta mañana, decenas de madres han llegado para limpiar las aulas, sucias tras haber estado cerradas durante el periodo de vacaciones. Apilan los escritorios empolvados en el patio y barren excremento de paloma y tierra de los pisos de baldosa roja. Alguien saca un animal muerto de un armario del aula de segundo grado.

Mientras las madres limpian, los profesores que han venido a trabajar organizan en filas a los niños. Los hacen desplegar la bandera de Honduras y cantar el himno nacional, y después les cuentan sobre la promesa de este nuevo año.
Los estudiantes saludan a la bandera el primer día de clases.

“¡Buenos días! ¿Cuánto vamos a aprender este año?”, les pregunta una maestra.

“¡Mucho!”, gritan los niños al unísono.



Jamileth


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