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¿Cómo resguardar la paz en Colombia?


2019-09-03

Por Adam Isacson | The New York Times

“Aproximadamente la mitad de los países que salen de una guerra vuelven a caer en la violencia en un plazo de menos de cinco años”, escribió el exsecretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan en 2015. En Colombia, donde ya transcurrió más de la mitad de ese periodo, la paz permanente no está garantizada. Un acuerdo de noviembre de 2016 puso fin a medio siglo de conflicto entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), un grupo guerrillero de izquierda. Pero cada vez hay más motivos para preocuparnos.

Iván Márquez, el segundo al mando de las Farc y quien encabezó al grupo de negociación de la guerrilla en La Habana, anunció que tomaría de nuevo las armas. El 29 de agosto, Márquez publicó un video. Vestía un uniforme militar color verde olivo y lo acompañaban líderes de algunas de las unidades más temidas de las antiguas Farc. En el video despotricó contra el fracaso del gobierno colombiano para mantener sus promesas y comenzó un nuevo movimiento guerrillero.

Este es un golpe duro al frágil proceso de paz en Colombia, pero no es el fin. Es posible que este movimiento no logre mucho. Las personas que salen en el video representan al ala más radical de las Farc: ideólogos con una extensa experiencia delictiva y de combate, miles de víctimas y un descontento prolongado con el proceso de paz. Hoy las Farc son un partido político, cuyo liderazgo respondió de inmediato con un rechazo categórico del mensaje de Márquez.

Las Farc, como una insurgencia nacional con un comando único y control territorial, dejaron de existir desde finales de 2016. El video de Márquez no cambia eso. Conforme al acuerdo de 2016, se desmovilizaron 13.049 guerrilleros; dos años y medio después, según datos compilados por la Fundación Ideas para la Paz, solo a 1052 exguerrilleros (el ocho por ciento del total) les habían perdido el rastro. Se trata de un porcentaje bajo de reincidentes en escenarios posteriores a un conflicto.

Muchas de esas 1052 personas han vuelto a tomar las armas. Ahora se suman a los aproximadamente 12,000 miembros de los grupos organizados armados o delictivos que todavía operan en Colombia, divididos en grupos guerrilleros de izquierda más pequeños, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), grupos paramilitares o de tráfico de drogas y unas veinte bandas “disidentes” integradas o dirigidas por antiguos miembros de las Farc. Contando a los reincidentes, a los guerrilleros que nunca se desmovilizaron en 2017 y a los nuevos reclutas, estas facciones disidentes ahora tienen entre 2000 y 2500 miembros.

Tal vez Márquez busque vincularse con algunos disidentes para ensanchar las filas de su “movimiento”, pero si tiene combatientes y no solo un círculo de hombres viejos y ofendidos, no aparecieron en el video del 29 de agosto.

La facción de Márquez y el partido político de las Farc competirán por atraer a los excombatientes. Pocos de ellos están prosperando, pues la asistencia para la reintegración ha tardado en llegar. Sin embargo, han pasado tres años desde que entró en vigor un cese al fuego permanente. La mayoría de los soldados de a pie que antes pertenecían a las Farc han reconstruido su vida; muchos han formado una familia. Muy pocos anhelan regresar a los campos de batalla. Probablemente, la gran mayoría permanezca desmovilizada, junto con el liderazgo del partido de las Farc.

A pesar de ello, no deberíamos desestimar el peligro. Si el gobierno de Colombia no logra enderezar el rumbo del acuerdo de paz, en especial para que haya una mayor presencia gubernamental en la abandonada zona rural, el grupo de Márquez podría crecer hasta convertirse en una fuerza con unos cuantos miles de elementos. El surgimiento de un nuevo grupo guerrillero de ese tamaño debilitaría la razón por la cual Colombia eligió negociar con las Farc.

La deserción de Márquez también daña en lo político el proceso de paz. El acuerdo de 2016 tiene enemigos poderosos, incluyendo a buena parte del partido político de centroderecha del presidente Iván Duque. La existencia de un nuevo grupo disidente da motivos a aquellos dispuestos a financiar ofensivas militares en lugar del desarrollo rural y otros compromisos del acuerdo.

También hay una dimensión internacional inquietante. Márquez dice en su video que este se grabó en la región del río Inírida, en la frontera con Venezuela. Las guerrillas disidentes podrían pasar bastante tiempo en Venezuela, donde el gobierno de Nicolás Maduro ha tolerado a los grupos de izquierda de Colombia, e incluso se podría haber aliado con ellos. Esto aumenta las posibilidades de que haya un conflicto regionalizado a una escala alarmante.

Es sorprendente que a líderes de los más altos niveles de las Farc les haya tomado tanto tiempo desertar, dada la lentitud con la que el gobierno de Colombia ha cumplido parcialmente con los compromisos derivados del acuerdo de paz. Muchas de las promesas más importantes del gobierno que se mencionan en el acuerdo aún necesitan legislarse. E, incluso, el 57 por ciento de las leyes necesarias para que el acuerdo se ponga en marcha están estancadas en el Congreso de Colombia, si es que acaso se presentaron.

Los esfuerzos para reintegrar a los combatientes de las Farc en la sociedad y la economía se han retrasado de manera crónica. Hoy, aunque todos reciben un subsidio mensual, solo cuatro mil de los doce mil guerrilleros desmovilizados han encontrado trabajo o han recibido la ayuda prometida para emprender proyectos agrícolas o pequeños negocios. Las agencias creadas para determinar las disposiciones rurales del acuerdo sufrirán un enorme recorte presupuestal en 2020.

El gobierno no ha podido contener la terrorífica ola de amenazas, ataques y asesinatos de líderes de distintos grupos sociales. Por todo el país, asociaciones de agricultores, víctimas, participantes del programa de sustitución de hoja de coca, juntas consultivas comunitarias, comunidades afrocolombianas y reservas indígenas viven aterrorizados. En un momento en el cual la democracia local debería estar floreciendo, un líder comunitario es asesinado cada dos días y medio. Los miembros de las Farc desmovilizados también han sido víctimas de ataques y asesinatos. El número de víctimas ahora se encuentra entre 126 y 132.

Los excombatientes también necesitan certidumbre sobre su futuro jurídico. Duque y su partido emiten ataques verbales y legislativos frecuentes al sistema de justicia posterior al conflicto (por ejemplo, contra los tribunales, cuya estructura tardó diecinueve meses en negociarse, pues emiten sentencias poco severas para aquellos que confiesan los delitos de guerra cometidos). Esto ha aumentado la incertidumbre entre los miembros de las Farc y alimenta las advertencias de los extremistas como Márquez de que el gobierno de Duque se dedica a buscar excusas para meterlos a prisión o extraditarlos.

El proceso de paz no está muerto, pero Colombia necesitará cambios para evitar unirse a la lista de países que recaen en la guerra cinco años después de haber celebrado la paz. El gobierno debe demostrar que el discurso de las facciones extremistas de las Farc se equivoca.

Duque debería visitar de inmediato algunas de las trece zonas o aldeas en donde se establecieron los guerrilleros desmovilizados en 2017 y donde todavía habita una tercera parte de ellos. Ahí, podría escuchar las preocupaciones de los excombatientes y acordar acabar con los obstáculos burocráticos y presupuestales que retrasan la asistencia para subsistir. La legislación de paz pendiente debe avanzar en el congreso con el apoyo del gobierno. La gente que vive en las áreas rurales sin gobierno debe sentir la presencia del Estado. Duque necesita poner fin a sus ataques verbales y legislativos para aliviar las tensiones que han ocasionado entre los excombatientes.

Comprometerse con todo el acuerdo pondría al presidente colombiano en conflicto con la poderosa ala de extrema derecha de su partido, que detesta el acuerdo con las Farc, y lo obligaría a trabajar con la oposición que está a favor del acuerdo. Ese no sería un mal resultado.

Ningún representante del gobierno de Estados Unidos ha pronunciado una sola palabra de apoyo al proceso de paz en meses. No es una prioridad para el gobierno de Donald Trump, cuya política hacia Colombia se resume en “erradicar la cocaína y contener a Venezuela”. En vez de esta postura, el apoyo público, visible y regular a la paz debería ser el principio rector del nuevo embajador estadounidense en Colombia, Philip Goldberg. Además, el Congreso de Estados Unidos, como ha venido haciendo desde 2017, debe continuar resistiendo y deshaciendo los esfuerzos de la Casa Blanca para eliminar la asistencia anual de 450 millones de dólares para Colombia, que en su mayoría se destina a implementar el acuerdo.



Jamileth


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