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El calentamiento global traerá más migraciones, más enfermedades y fenómenos extremos


2019-09-20

Alejandra Agudo | El País

NSIRU SAIDU solo ha volado una vez en su vida, desde donde vive refugiado en Chad hasta la capital de ese país, Yamena. “Nunca he ido a América ni a otro país”. No tiene coche y su humilde vida es prácticamente de cero emisiones. Pero sufre los estragos de la crisis climática con toda dureza. Asentado en el campo de Dar es Salam junto al lago Chad con su familia, su mujer y 10 de sus 11 hijos, este agricultor y pescador de 41 años procedente de Nigeria, de donde huyó en 2016 de la violencia del grupo terrorista Boko Haram, asegura que ahora su principal problema es otro: “Ya no teníamos seguridad alimentaria y el cambio climático lo ha empeorado”.

Desde su refugio en Chad, Saidu habla despacio al otro lado del teléfono para hacer entender su mensaje: “Sé que algún día mi casa estuvo a unos metros del lago, pero ahora está a casi 30 kilómetros. Estoy seguro de que esto pasó por el cambio climático. Ahora la gente se asienta en las islas que han surgido por la desaparición del agua. Antes no había esas islas”. Este es el relato de la paulatina desaparición del lago Chad, que en 1963 se extendía 26,000 kilómetros cuadrados y hoy no llega a los 1,500 dividido en dos cubetas. Una reducción de algo más del 90%. En la práctica, para este pescador significa “menos peces y minúsculos”. Antes, le han contado a Saidu, había muchos que pesaban kilos.

En la década de los sesenta había 135 especies en el lago y se capturaban unas 200,000 toneladas de pescado al año. La zona era propicia para el pastoreo y la agricultura. Sin embargo, las frecuentes sequías han provocado, además de la desaparición de la lámina de agua y su biodiversidad, la pérdida de pasto para el ganado y la degradación de las tierras para el cultivo. “Ahora hace mucho calor. Antes había más árboles, pero han desaparecido. Cada vez más, esto parece un desierto”, resume Saidu.

Esta tormenta humanitaria perfecta causa que 3,6 millones de habitantes en la ribera del lago Chad estén en situación de inseguridad alimentaria, lo que significa que se levantan cada día sin saber si comerán antes de volver a acostarse. Como Saidu, que recibe comida del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas. “Pero no es suficiente para una familia, por eso tenemos que seguir pescando. No tenemos otra opción”, dice.

El Banco Mundial prevé que en 2030 habrá 100 millones de pobres más por el cambio climático.

“Son los que menos han provocado el cambio climático los que más lo sufren”, subraya Norman Martín Casas, asesor de programas de país de Oxfam Intermón. Para esta organización se trata de una crisis de desigualdad. “En los países donde trabajamos, las personas ya son vulnerables y padecen con mayor virulencia los impactos del clima. Y lo afrontan con falta de recursos para adaptarse”. La magnitud del problema es tal que ha llevado a la ONU a un cambio de estrategia: ya no es momento de contarle al mundo lo mucho que ha progresado en las últimas de décadas, sino de alertar de los peligros que se ciernen sobre la humanidad y el medio ambiente si no se frena el calentamiento global. Habrá más migraciones, las mujeres y los niños estarán en mayor riesgo de enfermar y morir, diversas especies sucumbirán a los fenómenos extremos, los lagos se secarán, los bosques arderán… más que ahora.

En Mozambique conocen bien las consecuencias de la fatal suma de ser pobre y estar en el centro de la tormenta. Literalmente. Este país es uno de los menos adelantados del mundo, ocupa la posición número 180 de 189 en el índice de desarrollo humano (IDH), y en marzo de 2019 experimentó el catastrófico paso por sus tierras del ciclón Idai, al que siguió dos semanas después el Kenneth. Más de mil personas fallecieron en estos episodios, considerados unos de los peores acaecidos en el hemisferio sur. Otros dos millones fueron víctimas supervivientes. Reparar los daños causados por las lluvias torrenciales le costará a esta paupérrima región —­Malaui y Zimbabue también quedaron afectados— más de 2,000 millones de dólares, según el Banco Mundial.

Un lustro antes, en el mismo Mozambique, el cambio climático se manifestaba con otra cara: la sequía. El fenómeno El Niño, especialmente cruel en sus últimas visitas, dejó en 2015 y 2016 a 1,5 millones de personas con necesidad de asistencia humanitaria en este país. En Massaca, una aldea al sur, vivía entonces Maria Jose Goven, una señora en la cincuentena. Cuando la conocimos tenía a ocho nietos a su cargo, pues algunos de sus hijos habían migrado y una hija había muerto a causa del sida. Los niños pululaban adormecidos a su alrededor, sin energía casi para sostenerse en pie. “No tenemos qué comer. No llueve y no tengo cosecha. No sé qué hacer, no tenemos dónde ir y no veo salida”, se lamentaba la abuela.

Las mujeres y los niños son especialmente vulnerables al azote de las adversidades climáticas. “En gran parte del mundo, la población femenina es sistemáticamente discriminada y no tiene igual acceso que los varones a recursos como tierra, agua, semillas, fertilizantes o créditos para la producción”, explica Martín Casas. “Son las primeras que ven reducido su consumo alimentario ante eventos extremos”. Respecto a los niños, Unicef estima que en la próxima década el cambio climático afectará a unos 175 millones al año. “Están física, fisiológica y epidemiológicamente más expuestos al impacto”, anota Nicholas Rees, especialista en la materia de Unicef. Son menos capaces de soportar sequías, inundaciones y condiciones extremas. Además, sus cuerpos y sistemas inmunológicos están en proceso de crecimiento y desarrollo. Una alimentación deficiente por falta de cosechas o tener que dejar la escuela porque una tormenta la destruya son lances que durante esta etapa crucial de la vida “pueden afectar a su salud y a su bienestar a largo plazo”.

Este mal está extendido en Guatemala, donde un 46,5% de los menores de cinco años lo padecen. “Así, la mitad de la niñez está condenada a no alcanzar todo su potencial”, denuncia Oxfam Intermón. Este país, en el llamado Corredor Seco Centroamericano, es víctima de una crisis alimentaria exacerbada por el cambio climático. La prolongación de la temporada seca en 2018 estropeó el 70% de la cosecha de primera (que se suele recoger en agosto), mientras que las lluvias torrenciales dañaron el 50% de la de postrera (que se recolecta en marzo), según la FAO y el PMA. En total, 2,2 millones de personas sufrieron pérdidas.

En la región de Puno, en el altiplano peruano, a 4,200 metros de altura, los habitantes de Ajoyani detectaron que su problema con el cambio climático es muy diferente. Y desconocido. El frío cada año más extremo mata a sus alpacas y congela el pasto. Este camélido apreciado por su lana ha empezado a no ser capaz de soportar las temperaturas de hasta -20 grados. Para las familias de esta localidad, donde el 48% viven en situación de pobreza, la pérdida de varias cabezas significa menos ingresos y peor alimentación. Aquí, el 25,6% de los menores de cinco años padecen desnutrición crónica, muy por encima de la tasa del país (14,4%). Y la anemia entre bebés de 6 a 36 meses asciende al 76%, 20 puntos más que la media nacional.

Los niños no solo son más vulnerables a la falta de comida, sino también a “enfermedades mortales como la malaria o el dengue, o infecciones que causan diarreas”, cuya incidencia aumenta cuando suceden desastres naturales, expone el especialista de Unicef. “No vamos a lograr nuestro objetivo de acabar con las muertes infantiles a nivel mundial a menos que abordemos tanto las causas como los impactos del cambio climático”, concluye Rees.

La ONU ya ha advertido en su último informe de progreso de los Objetivos de Desarrollo Sostenible —la agenda internacional para lograr un mundo más justo, pacífico y un planeta todavía habitable para 2030— que no se conseguirá reducir la mortalidad infantil ni ningún otro de los 17 objetivos debido a la crisis climática y la desigualdad. No se erradicará la pobreza extrema. Al ritmo actual de descenso, para esa fecha todavía un 6% de la población del planeta vivirá con menos de 1,90 dólares al día. Tampoco se acabará con el hambre. De hecho, más millones de personas sufren hoy inseguridad alimentaria que en 2015.

Los pronósticos del Banco Mundial no son más halagüeños: 100 millones de personas podrían caer en situación de pobreza en 2030 solo por los impactos del clima. Y en 2050, en solo tres regiones —África subsahariana, Asia meridional y América Latina, que representan el 55% de la población del mundo en desarrollo—, el cambio climático podría obligar a más de 143 millones de personas a trasladarse dentro de sus países.

Solo en 2017 hubo 18,8 millones de nuevos desplazamientos internos debido a desastres naturales, según el Centro para el Monitoreo del Desplazamiento Interno (IDMC, por sus siglas en inglés). Son siete millones más que los que se produjeron por conflictos ese año, aunque no todos tienen una relación directa con el cambio climático. “Es imposible establecer una correlación entre los efectos del cambio climático y el desplazamiento forzado. Hay múltiples factores que informan de la decisión de una persona de abandonar su hogar”, anota Sylvain Ponserre, del IDMC. “Muy pocos migrantes citan el cambio climático como causa de su desplazamiento”, expone Sergio de Otto, responsable de la campaña sobre el tema de Ecodes. Por eso, dice, es prácticamente imposible ponerle número a este drama. Salvo una excepción. Un efecto del calentamiento global es causa inequívoca de desplazamientos. Se trata de la subida del nivel del mar, que obliga a comunidades ribereñas a abandonar sus hogares. Es lo que ocurre en Kiribati, un Estado de 33 islas en medio del Pacífico.

Ya en 1989, un informe de la ONU advertía de que Kiribati se convertiría en el primer país en desaparecer engullido por las aguas. Fue 18 años más tarde cuando Anote Tong, su presidente entre 2003 y 2016, se tomó “muy en serio” este problema. La alerta había estado ahí durante décadas, reconocía en una charla TED a finales de 2015, pero en 2007 el IPCC —el panel de expertos que asesora a la ONU en esta cuestión— publicó su cuarto informe, que concluía “categóricamente” que el cambio climático era real y estaba provocado por el ser humano. “Y predecía escenarios muy graves para países como el mío”. Las islas de Kiribati apenas emergen dos metros sobre el nivel del mar en sus partes más altas y unos centímetros en las bajas, por lo que una subida marginal de las aguas significa la pérdida de gran cantidad de tierra. “Tenemos comunidades desplazadas. Han tenido que emigrar”, aseguraba Tong. Durante su mandato, elaboró un plan de evacuación ordenada de sus islas a las de Fiyi.

La dificultad de establecer otras correlaciones entre desplazamientos y cambio climático no quiere decir que no existan. La literatura sobre cómo empeora la vida de millones de personas es extensa. La experiencia de los trabajadores humanitarios y cooperantes lo corrobora. “Unicef lleva 70 años trabajando en el terreno y vemos el impacto. Los fenómenos adversos son cada vez más frecuentes y severos”, asegura Rees.

En Bangladés todos los años hay inundaciones. “Pero este la situación es peor”, contó Monoara Khatun, una joven de 23 años, a los investigadores del Banco Mundial. Por eso, su familia decidió trasladarse del pueblo a la capital, Dacca. Pero la decisión de marchar del campo a la ciudad no siempre es la más segura. Tampoco las grandes urbes están preparadas para el cambio climático ni para acoger a todos los que huyen de él, que acaban en infraviviendas en barrios informales, advierte Ponserre, del IDMC.

La mayoría de migraciones en las que el clima es parte de la ecuación se producen en el llamado sur global. “Mientras que el norte es el causante del 80% de las emisiones de efecto invernadero”, denuncia De Otto. Y son las naciones en vías de desarrollo las que pagarán el progreso de las ricas, pues asumirán entre el 75% y el 80% del coste del cambio climático, calcula el Banco Mundial. “Es importante la preparación ante estos fenómenos, por eso hacen falta más recursos para los países pobres que no tienen fondos”, reclama Rosa Otero, portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en España.

“El cambio climático ya está aquí, y el IPCC dice que va más rápido de lo que creíamos. Hay que incitar a los políticos a tomárselo en serio. También en nuestros países hay más incendios, olas de calor y huracanes que antes no había”, advierte De Otto. Y como ha dicho Achim Steiner, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo: “Incluso con todo el dinero del mundo, los ricos no van a poder comprar un futuro diferente”.

Mientras tanto, hay quienes pueden huir del desastre. Como la capital de Indonesia, que será trasladada de Yakarta —hundiéndose y ahogándose en contaminación— a la isla de Borneo. La construcción de la nueva urbe alojará a 1,5 millones de habitantes. Poco se sabe de lo que pasará con los otros 8,5 millones de vecinos de Yakarta. No todos tendrán la oportunidad de escapar. Como no la tienen los moradores del lago Chad, los agricultores mozambiqueños ni los niños guatemaltecos cuyo futuro ha quedado truncado por el hambre. Con el cambio climático pierden los de siempre.



Jamileth


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