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Meghan Markle y el debate de cómo debe ser la monarquía


2019-09-22

Rafa de Miguel, El País

Que Meghan Markle ha pasado de ser una atracción exótica a un cuerpo extraño en el ecosistema de la monarquía británica lo demuestra el duelo editorial que enfrenta a dos colosos como The Spectator y The New Stateman. La primera, con casi 200 años de historia, es la revista por excelencia del pensamiento conservador. La segunda, también centenaria, es el bastión semanal del pensamiento liberal y progresista. Basta con echar un vistazo a los titulares de los dos grandes ensayos con que han cubierto recientemente el fenómeno de la duquesa de Sussex para entender que el asunto ha desbordado el terreno de la prensa amarilla para convertirse en guerra cultural e ideológica. “El comportamiento de Meghan y Enrique socava la monarquía”, anunciaba en portada The Spectator. El ensayo, de la periodista Jan Moir, no se andaba con paños calientes. “Nunca en la historia de la realeza se ha dilapidado de un modo tan rápido y atolondrado tanta buena voluntad de la opinión pública (…). El problema de Enrique y Meghan es que no pueden ser una cosa y la contraria, como todo el mundo se ha dado cuenta, excepto ellos mismos. Su rechazo a decidirse definitivamente entre una vida financiada por el contribuyente y una vida privada es la raíz de la actual tensión y de la cadena interminable de titulares despreciativos”, escribe Moir.

La contestación viene, en las páginas del New Stateman, de otra periodista: Tanya Gold. El silencio impuesto sobre Meghan se titulaba su artículo. “Meghan es un regalo para la familia real. Su compromiso sin descanso con las causas públicas subsana la tibieza de Kate Middleton, cuya única proyección pública consiste en dejarse ver de compras en Waitrose [una cadena de supermercados con fama de urbanita y sofisticada]. Meghan es capaz de tejer enormes redes de encanto personal, y solo un ignorante puede pensar que una duquesa de raza mixta no es una imagen reconfortante para muchos ciudadanos. La idea de una monarquía progresista puede parecer absurda, pero la idea de una monarquía representativa no lo es en absoluto”, contraataca Gold.

A diferencia de su cuñada Kate, la duquesa de Cambridge y esposa del príncipe Guillermo, segundo en la línea de sucesión al trono, Meghan no dio tiempo a los británicos para que se acostumbraran a ella. Su noviazgo y matrimonio con el príncipe Enrique tuvo un efecto relámpago, y todas las ventajas de frescura y modernidad que los medios destacaron de una actriz estadounidense, divorciada, mestiza, independiente y poco acomodaticia se convirtieron pronto en reproches y críticas. Los fotógrafos de la prensa tabloide insultaban a Lady Di con un único objetivo: provocar su llanto, en busca de la instantánea definitiva. Con Meghan, de momento, no han llegado a tanto. Pero llevan un tiempo buscándole las cosquillas, retroalimentados por un determinado público cuya ojeriza se ve estimulada por las torpezas de la joven pareja. Es difícilmente defendible de cara a la galería un activismo ecológico casi fanático con el uso de hasta cuatro jets privados en apenas 11 días, durante sus vacaciones de verano. Aunque dos de ellos corrieran a cuenta del cantante Elton John. O romper con la tradición familiar de pasar unos días de vacaciones con la reina en la residencia de Balmoral (Escocia), con la excusa de que el bebé Archie apenas tenía cuatro meses. Y dejarse fotografiar, unos días después, en las gradas del estadio de Nueva York para ver a su amiga Serena Williams en la final del Open de EE UU de tenis.

Y, por supuesto, está la Guerra de las rosas. Rumores que se inflan, atribuidos a fuentes anónimas y dudosas, alimentan la rivalidad entre Kate y Meghan. La primera, siempre impecable, siempre dispuesta a lucir vestidos y complementos de diseñadores del Reino Unido, siempre tan british en su compostura, tan discreta en su vida pública. La segunda, más fiel a Givenchy o a Dior que a Stella McCartney, rodeada de amigos exóticos dispuestos a defenderla hasta el final como el matrimonio Clooney, la propia Serena Williams o Elton John. Y con todos sus supuestos errores elevados a la categoría de tragedia de Estado. Un correo electrónico de madrugada a un miembro del servicio familiar se convierte en el claro ejemplo de un comportamiento despótico y arbitrario. Un descuido al agarrar en brazos a su recién nacido es el síntoma de una madre descuidada. Y para rematar, unos kilos de más que se resisten a desaparecer después de un primer embarazo se convierten en la prueba evidente del dudoso material genético de la recién llegada a la familia real.

Meghan Markle se ha enfrentado de golpe al escrutinio diario al que son sometidos los miembros de la realeza británica (donde, a diferencia de Hollywood, las excentricidades no son un mérito sino un defecto); al poco disimulado rechazo de su identidad de un determinado público consumidor de tabloides; a una prensa decidida a alimentar el morbo y el conflicto a la menor señal, en busca de un evidente beneficio, y sobre todo, a una monarquía que solo se expone a la modernidad con cuentagotas, y cuyo rasero es notablemente más generoso con los escándalos protagonizados por los suyos que con los deslices de los advenedizos.

De viaje oficial a África con Archie

Enrique y Meghan parten este lunes de viaje oficial al continente africano. Viajarán en vuelo comercial, para redimir sus pecados de verano. Y se llevarán con ellos al pequeño Archie, de cuatro meses. Está previsto que haga allí su primera aparición pública. Como ya ha ocurrido en otras ocasiones en la historia de esta familia, el camino hacia la expiación comienza a miles de kilómetros del palacio de Buckingham.

Según explica su cuenta de Instagram, “sus altezas reales se embarcarán en este viaje oficial en el que se centrarán en las comunidades, el liderazgo desde las raíces, los derechos de las mujeres y las niñas, la salud mental, el sida y el VIH, y el medio ambiente”.



JMRS


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