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La revolución pendiente en Cuba, acabar con el racismo


2019-10-30

Por Jean François Fogel, The New York Times

PARÍS — En el poder castrista nunca faltaron los números tres. Ser el dirigente más visible detrás de Fidel y Raúl Castro era esperar un ineludible despido.

Humberto Pérez, presidente de la Junta Central de Planificación de Cuba desde mediados de los años setenta, fue apartado de su cargo una década después sin anuncio formal cuando inició el proceso de “rectificación de errores”; Osmany Cienfuegos, hermano de Camilo Cienfuegos y ministro de distintos sectores, cayó sancionado por los constantes rumores de su “dolce vita”, que involucraba supuestas orgías; Carlos Aldana, ideólogo de la escasez del Período Especial fue cesado, de un día al otro, por “serios errores personales”; Roberto Robaina, exministro de Relaciones Exteriores, pagó con una expulsión instantánea del Partido Comunista Cubano (PCC) sus sueños de transición poscastrista compartidos con extranjeros; Carlos Lage, secretario del Consejo de Ministros, salió en una purga fulminante después de la grabación clandestina de chistes sobre los largos años de Fidel en el poder.

El último en la lista es Miguel Díaz-Canel, quien, sin Fidel, pasó a número dos. A diferencia de sus predecesores, el actual presidente de Cuba, podría llegar a lo más alto: convertirse en el heredero de los Castro. Tiene todo. Despliega en todas circunstancias un aburrimiento tenaz que desanima hasta a sus rivales. Raúl Castro, todavía número uno, ya le dejó la presidencia del Consejo de Estado y del Consejo de ministros. Y cumple, como todos los números tres del pasado, con una condición imprescindible: es blanco.

Eludir un poder negro fue siempre una condición innegociable en la historia cubana. Con la salida de Raúl Castro, el naciente poscastrismo tendrá que decidir si mantiene esta línea que limita y condiciona el nivel de integración de los negros y mulatos en la sociedad de la isla. Hoy, siguen perteneciendo al estrato más pobre de la población y son además apartados del mundo que se crea lentamente para los blancos: una Cuba digitalizada, más abierta hacia el exterior, que utiliza divisas y experimenta con una actividad económica privada.

La Revolución no superó la herencia histórica que mantiene a los negros lejos del poder político. La tarea urgente del liderazgo poscastrista será impedir que se mantengan lejos de todo. Ensanchar el camino al futuro de los cubanos negros y mulatos pasa por revisar el espacio político restringido que les asignó la historia.

“Cuba, española o africana”, se decía en los tiempos de la Colonia para espantar a los independentistas. Este tono miedoso frente a la población negra ha estado siempre: durante los 57 años de República y también durante los sesenta años de Revolución. Con o sin un campo socialista, en una democracia representativa o en un régimen autoritario, la relación de Cuba con la población afrocubana ha sido excluyente.

La masacre de los independientes de color, en mayo de 1912, y su represión —que dejó 3000 muertos tras dos años de protesta contra una enmienda que prohibía cualquier actividad política fundada sobre una base racial—, definió el cuadro: borró para siempre el Partido Independiente de Color, la única fuerza política cubana fundada para luchar por los derechos de la población negra, y estableció la renuncia todavía vigente de los afrocubanos a la ambición política.

Al llegar al poder, Fidel Castro ahogó en pocos meses cualquier esperanza de resurgimiento cuando acabó con el Directorio Central de las Sociedades de la Raza de Color, que federaba más de quinientas sociedades de negros y mulatos y también puso fin a la posibilidad de mantener clubes sociales o centros culturales para negros. Al ignorar la injusticia racial y prohibir cualquier foro para debatirla, los hermanos Castro hacían una apuesta histórica. Gracias a la Revolución, los cubanos de color, los más pobres, disfrutarían de manera automática de la reducción de las desigualdades y de la política de salud y de educación.

Pero, pese a crear diversas organizaciones populares, la Revolución cubana nunca creó instituciones dedicadas a pensar y resolver la problemática racial de la isla, ni siquiera como maquinaria de movilización o de mera propaganda. La explicación oficial cubana es eterna: el racismo desapareció con la Revolución, solo quedan los prejuicios.

Cuba nunca tuvo un sistema muy formalizado de segregación, pero la relación entre cubanos blancos y de color obedece a una regla tácita de convivencia conocida por todos. Tiene su punto de equilibrio en un lema heredado del colonialismo y que continúa vigente: “Juntos, pero no revueltos; cada cosa en su lugar”.

El censo de 2012 establece tres segmentos de población: blanco, negro y mulato, con 64,1 por ciento de blancos; 9,3 por ciento de negros y 26,6 por ciento de población mulata. Pero, en realidad, solo hay dos culturas: la de los blancos, en el poder político, y la de los otros.

Ser negro o mulato, más allá del color de la piel, tiene que ver con una manera de hablar, comer, bailar. Existe una gran influencia e incluso dominio de los negros en el arte, la música, el deporte, la cocina, la artesanía o los cultos afrocubanos que a menudo son la manera en la que Cuba se presenta al mundo. Pero nada de eso se refleja en la presencia de negros en el poder.

El problema de los negros en Cuba, o, más bien, “el negro problema” de Cuba, como lo nombró el poeta Gastón Baquero, es que no inspiran la misma confianza que los blancos al momento de nombrar a un responsable político. Es la sospecha clásica de los que siempre mandaron y tienen recelo de compartir sus responsabilidades.

Cuando Diaz-Canel llegó a la presidencia del Consejo de Estado hace más de un año, se comentó la presencia de tres negros entre sus seis vicepresidentes. Se trató, otra vez, de anunciar un cambio en el poder que al final nunca llegó. En un régimen comunista, manda el partido único. De los diecisiete miembros del buró político del Comité Central del PCC, doce son blancos y hace más de dos décadas que Esteban Lazo, un miembro que tiene la piel muy negra —“azul”, como se dice en Cuba—, es “el mono Lazo” cuando se le critica. El poder en Cuba es blanco y no eso no cambia aunque el gobierno revolucionario cuida de presentarse como multirracial.

En su plan de jubilación, Raúl Castro considera entregar a Díaz-Canel en 2021 la primera secretaría del PCC, la posición de número uno. Le legará también el negro problema de Cuba.

Un estudio reciente de investigadores alemanes encontró una incipiente segregación: el 70 por ciento de los negros y mulatos advirtieron no tener acceso a internet —solo el 25 por ciento de los blancos dijeron lo mismo—. La misma desigualdad existe para los privilegios que permiten mejoras en la vida económica: mientras que el 50 por ciento de los blancos reportaron tener una cuenta bancaria, solo un 11 por ciento de negros dicen tener una; el 78 por ciento de las remesas que los cubanos en el exilio envían a Cuba son para los blancos, quienes controlan el 98 por ciento de las empresas del sector privado. Algo similar ocurre con los viajes al extranjero: 31 por ciento de los blancos viajan contra solo 3 por ciento de los negros.

Nadie espera del próximo número uno que los cubanos estén de un día a otro “revueltos” en el poder, pero tiene la posibilidad de dar un paso simbólico en la integración de todos al futuro de la isla.

El 10 de octubre, Diaz-Canel, fue electo presidente de la Republica, nuevo nombre de su puesto de presidente del Consejo de Estado, según la reforma constitucional. Como presidente tiene ahora tres meses para nombrar a un primer ministro.

Elegir a un negro o mulato ofrece a Diaz-Canel la oportunidad de salir de su fama de heredero aburrido de los hermanos Castro con un doble golpe: hacia el futuro confirmaría a los cubanos que si se puede entregar el poder a un negro y hacia el pasado enseñaría a Raúl Castro, antes de su jubilación, que no es demasiado tarde para empezar una verdadera revolución en Cuba.


 



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