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Bolivia sin Evo


2019-11-11

Pablo Stefanoni, El País

Evo Morales llegó al poder aupado por una revolución, que tuvo momentos callejeros y electorales, en diciembre de 2005. Y debió renunciar por una (contra)revolución, con dimensiones de golpe cívico-policial-militar, casi 14 años después. Su vida política nació en el Chapare, una región productora de hojas de coca y desde ahí se proyectó a la nación entera. Él siempre desconfió de las ciudades y estas siempre desconfiaron de él. En la crisis de los partidos tradicionales post-Guerra del Gas (2003-2005), los votantes urbanos decidieron darle la oportunidad a un indígena para ver si lograba lo que no habían logrado ellos: hacer de Bolivia un país más viable económica y políticamente. Y lo votaron de nuevo en 2009 y 2014. En esta ocasión Morales ganó incluso en la esquiva Santa Cruz, en el oriente agroindustrial.

El problema de Evo Morales es que convivieron en él dos presidentes: el “líder histórico”, el indígena capaz de reconciliar a Bolivia consigo misma, con el presidente constitucional que debía respetar las leyes y la Carta Magna. Aprovechando su excepcionalidad, logró sortear la ley de hierro de la política boliviana –la aversión popular a las reelecciones– y permaneció en el poder más que cualquiera de sus antecesores desde la fundación del país. Pero tras la derrota en el referéndum de 2016 –cuando se impuso por escaso margen el “no” a la reelección– y la habilitación posterior por parte de los tribunales, su liderazgo político y moral comenzó a decaer: el líder histórico estaba desgastado por el paso del tiempo –incluyendo casos de corrupción que afectaron a líderes indígenas o la (mala) gestión de los recientes incendios en la Chiquitanía– y el presidente constitucional aparecía candidateándose por encima de la Constitución. Incluso el buen desempeño económico y la mejora general de las condiciones de vida no fueron suficientes para compensar esa pérdida de aura política.

Las demandas insatisfechas y las frustraciones son muchas en un país pobre y no tardaron en salir a la superficie. Potosí, por ejemplo, que fue uno de sus bastiones, se volvió una fuente de inestabilidad porque los potosinos quieren beneficiarse más de las riquezas del litio. En Santa Cruz, territorio más hostil, la oposición regionalista adormecida por la derrota que Evo Morales le despertó en 2008 con la bandera del “Bolivia dijo No” (en el referéndum) de la mano de una nueva generación más radicalizada. De ese proceso de renovación de la dirigencia regional salió Fernando Camacho, un conservador que anda con una Biblia y hace alarde de su virilidad, y que terminó –por las astucias de la historia– como líder del levantamiento en las calles, aclamado incluso por los policías amotinados. En verdad, la revolución de Evo Morales fue una revolución del Occidente andino y valluno, con poca irradiación ideológica en el oriente agroindustrial. Allí se proyectó ya desde la estructura estatal, con más recursos que ideología, y pactando con las elites empresariales locales.

De ese modo se conformó, de manera algo casual, una especie de eje Santa Cruz-Potosí que levantó la bandera de la democracia contra el “fraude” tras los cuestionados resultados del 20 de octubre. Ya se estaban movilizando, además, diversas organizaciones sociales enfrentadas con el gobierno, las clases medias “blancoides” –como se las llama en Bolivia– que se sintieron desplazadas del Estado, y, finalmente, la policía. La policía boliviana tiene una larga tradición de motines –generalmente con demandas económicas y laborales–. A veces estos coinciden con crisis más amplias, como el domingo pasado, y eso las coloca como factores decisivos de poder. Esos policías llevaron a Camacho, casi en andas, mientras muchos opositores se manifestaban en las calles contra “el comunismo”, la “dictadura” y la “ausencia de Dios en el Palacio de Gobierno”.

Lo que sorprendió fue la falta de respuesta del oficialismo en las calles. Algo se ‘pinchó’ en este tiempo y la maquinaria campesina-popular del Movimiento al Socialismo (MAS) –una especie de confederación de sindicatos y movimientos sociales– se mostró poco aceitada. Y, como el cierre de un círculo vital, el final del mandato de Evo Morales ocurrió también en el Chapare, rodeado de sus bases más fieles. Lo que es difícil saber, hoy, es si este golpe será suficiente para acabar con su liderazgo. Morales se formó precisamente en el barro de esa región subtropical y se curtió como un dirigente político a prueba de debilidades.


 



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