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Tras el ataque a los LeBarón en México queda un mensaje: nadie está a salvo


2019-11-12

Por Azam Ahmed, The New York Times

Los asesinatos de seis niños y tres mujeres resquebrajan la idea de que solo los delincuentes son víctimas de la violencia del narcotráfico.

Andre Miller vio que se elevaba la columna de humo a por lo menos un kilómetro de distancia. Segundos después, dijo, se escuchó el estallido.

En ese momento fue a la carretera y encontró una camioneta envuelta en llamas, la misma que su cuñada, Rhonita Miller, conducía con sus cuatro hijos el lunes por la mañana. Lo vio horrorizado, sin poder acercarse. El calor era intenso.

“No podía acercarme a más de nueve metros”, dijo Andre Miller, de 18 años. “No sabía si estaban adentro del coche o no”.

A través de las llamas, vio a tres hombres armados que escapaban del lugar. Eran las 10:20.

Fue la primera prueba desgarradora de que algo había salido muy mal en la comunidad mormona de La Mora, un pequeño poblado de huertos de fruta y nueces escondido tras una cortina de montañas en el norte de México.

Durante las siguientes doce horas, la familia se apresuró a localizar a sus seres queridos y a tratar de entender una tragedia que ha impactado a el mundo: la masacre de tres madres y seis de sus hijos, entre ellos unos gemelos de 8 meses, en una carretera aislada que sus familias han recorrido durante décadas.

Una de las mujeres estaba por comenzar una nueva vida en Dakota del Norte con su esposo. Otra planeaba encontrarse con su marido para celebrar su aniversario. La tercera se estaba preparando para ir a una boda.

Sin embargo, unos hombres armados que se encontraban a lo largo de la sierra, estaban esperando a que pasaran los vehículos.

En dos emboscadas distintas, con kilómetros de por medio sobre el mismo camino de terracería, dispararon cientos de rondas de municiones, a cientos de metros de distancia, que provenían de las colinas.

Los cartuchos de los proyectiles en el sitio de la primera emboscada muestran el camino que tomaron los asesinos conforme se acercaban a la carretera: al bajar de la colina cubierta de matorrales, disparaban con rifles de asalto.

Las autoridades dijeron que el ataque parecía ser un caso devastador de identidad errónea, un ataque organizado por un cártel que confundió a la familia con una pandilla rival. Si la primera versión del gobierno es correcta, los asesinatos se deben, sencillamente, a la mala suerte: conducir en una zona peligrosa en vehículos deportivos genéricamente similares a los que utilizan los miembros del crimen organizado.

Durante todos los años que la guerra contra el narcotráfico ha desgarrado a México, una frase común —que repiten los funcionarios de gobierno, los miembros de la policía y también muchos mexicanos— se usa con frecuencia para darle sentido al número impensable de muertos: que la violencia en su mayor parte cobra la vida de los criminales, de los que están involucrados en el mundo clandestino del crimen y de quienes eligen el camino equivocado.

Sin embargo, los asesinatos en el este de Sonora destruyeron ese argumento de la manera más brutal.

Incluso en un país tan afectado por la violencia como México —que ha registrado su año más mortífero en más de dos décadas—, el asesinato de madres y niños inocentes ha acabado con cualquier pretensión de que el caos está, en su mayor parte, calculado, que hay blancos específicos y que, por lo tanto, la situación está bajo control.

En México y en el extranjero, este caso ha superado la indiferencia colectiva a la violencia y le ha dado un nuevo rostro a la crisis de homicidios, sobre todo, dicen los familiares, porque son una familia prominente conformada por muchos ciudadanos estadounidenses.

“Este caso ha estallado simplemente por quiénes somos”, dijo Kenneth Miller, suegro de Rhonita Miller.

El 7 de noviembre, mientras comenzaban los servicios funerarios de algunas de las víctimas, los miembros de la familia aún cuestionaban la narrativa que el gobierno mexicano dio para explicar el ataque. Los funcionarios e investigadores han dicho que el tiroteo provocó que el vehículo de Rhonita Miller estallara, por lo que quedó incinerada junto con cuatro de sus hijos debido a un calor tan intenso que apenas dejó restos de los huesos calcinados, la estructura gris del vehículo y charcos endurecidos del cromo que se derritió por el fuego.

Sin embargo, horas después de la emboscada, los familiares dijeron que encontraron objetos dispersos que se arrojaron desde el vehículo, como la chequera de Rhonita Miller, lo cual sugiere que los atacantes primero hurgaron en el vehículo —quizá para ver a quiénes habían asesinado— antes de prenderle fuego.

Esta pérdida sin sentido plantea una crisis existencial para México y su presidente, Andrés Manuel López Obrador.

En semanas recientes, una ola de desastres ha llevado este asunto al diálogo público con una constancia incesante: el asesinato de catorce policías en un enfrentamiento; una balacera donde quince personas murieron; toda una ciudad bajo asedio a plena luz del día a manos de casi 400 tiradores del Cártel de Sinaloa, el grupo delictivo que alguna vez encabezó Joaquín Guzmán Loera, conocido como el Chapo. En ese caso, el cártel abrumó completamente a las fuerzas del gobierno mexicano, pues tomaron a ocho de sus miembros como rehenes y los obligaron a liberar al hijo de Guzmán.

El presidente ha tenido problemas para calmar a una nación dividida entre quienes expresan su apoyo a la idea de no combatir “fuego con fuego” y otros que piden a gritos una respuesta más firme y coherente.

La tasa de asesinatos ha alcanzado su punto más alto desde que el país comenzó a recabar datos sobre los homicidios, y la mayor parte de las familias en todo México han vivido en duelo de manera anónima a causa de las muertes de seres queridos.

Las emboscadas han puesto ahora los reflectores de todo el mundo sobre la violencia, por lo que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha jurado ayudar a México a “librar la GUERRA contra los cárteles de la droga y eliminarlos de la faz de la Tierra”, mientras que la comunidad mormona de La Mora ha quedado destrozada.

“No sé si algún día regresaré aquí”, dijo Tyler Johnson, el esposo de Christina Langford Johnson, quien murió durante la segunda emboscada, pero cuya bebé, Faith, de 7 meses, sobrevivió. “No después de todo lo que ha pasado”.

Agonía y miedo de que ocurran más muertes

Andre Miller de inmediato fue a decirle a su familia lo que había visto. En ese momento, no sabía si Rhonita Miller había escapado de la camioneta con sus hijos.

Unos cuantos hombres se reunieron para ir al lugar. Temerosos de lo que pudieran ver, se detuvieron cerca de la sinuosa carretera de terracería que atraviesa las montañas escarpadas hacia el estado de Chihuahua. Andre Miller le había contado a su padre sobre los hombres armados y no se podía ignorar la posibilidad de que hubiera otra emboscada.

Cerca de ahí, miembros de un cártel local al que conocían, los Salazar, comenzaron a reunirse también. Después del asesinato de dos familiares en 2009, la comunidad mormona había aprendido a coexistir con los integrantes de ese cártel. Les compraban combustible —un intercambio más forzado que negociado— y ambos bandos mantenían un arreglo pacífico en general, aunque incómodo.

Los miembros del cártel local también habían escuchado la explosión. Y sabían cuál era una de las posibles razones del ataque: sus rivales de Chihuahua habían cruzado a su territorio para tratar de reclamarlo.

Después de esperar a que llegaran refuerzos, miembros de los Salazar recorrieron la carretera para dirigirse al sitio de la emboscada. Los mormones los siguieron.

Mientras el cártel local se apresuraba por la carretera para enfrentar a sus enemigos, la familia se detuvo en la zona donde estaba la estructura ardiente de la camioneta, en la que se encontraban los restos apenas reconocibles de Rhonita Miller y sus hijos.

Las redes sociales se movilizaron cuando los familiares compartieron la trágica noticia en WhatsApp y publicaron videos en Twitter, en los que pedían ayuda. En una carretera que atraviesa las montañas, la señal de los celulares es, en el mejor de los casos, deficiente. En cuestión de unas pocas horas, los integrantes de la familia habían entrado en pánico, preocupados por la otra camioneta de la caravana de Rhonita Miller. Habían salido de La Mora poco después de las 9:00 y desde entonces no habían tenido noticias de ellos.

Los familiares llamaron a la embajada de Estados Unidos, la policía federal, las oficinas de dos fiscales generales del estado y las fuerzas miliares mexicanas, aprovechando cualquier conexión que pudiera equivaler a un rescate.

Ya entrada la tarde, Julian LeBarón y su padre formaron un grupo de búsqueda y partieron desde la comunidad de LeBarón a casi tres horas y media en auto, con la esperanza de encontrarse con las mujeres en el lado opuesto de la carretera.

No está claro a qué hora ocurrió la segunda emboscada contra los dos vehículos donde viajaban Christina Langford Johnson, Dawna Langford y sus hijos. El gobierno dice que sucedió alrededor de las 11:00 de la mañana, quizá una hora o más después de la emboscada contra Rhonita Miller. Para ese momento, las otras madres y los niños estaban a más de diecisiete kilómetros de donde se encontraba ella.

La carretera se volvía cada vez más estrecha y empinada. A la izquierda, un muro denso de barro se levanta hacia la ladera. A la derecha, un barranco que llega hasta el fondo de un valle estrecho y después se eleva hasta convertirse en una montaña.

La ubicación parecía haberse elegido por su vulnerabilidad. No era posible defenderse ni escapar del ataque. Puesto que las mujeres conducían a gran velocidad por la carretera, se volvieron blancos fáciles.

A pocos cientos de metros de distancia, los atacantes comenzaron un tiroteo en contra de la camioneta que conducía Dawna Langford, que viajaba con sus nueve hijos. El parabrisas y el costado del copiloto quedaron llenos de agujeros de bala. A un niño pequeño le dispararon en el pecho y a otro en el brazo. A otro niño le dispararon en la quijada.

Dos de los niños, Trevor, de 11 años, y Rogan, de 3, murieron durante la masacre.

Christina Johnson, quien viajaba sola con su hija pequeña, también recibió disparos de bala. Cayó algunos metros detrás del vehículo, de acuerdo con las imágenes que compartió la familia.

Su bebé quedó adentro, cubierta con una cobija, sin lesión alguna.

El recuento de los sucesos se construyó a partir de una serie de fuentes: visitas a los sitios de ambas emboscadas, una revisión de los mensajes y notas de voz en WhatsApp que se enviaron los familiares y entrevistas con más de una decena de familiares, entre ellos testigos de la balacera y, más tarde, del rescate.

No está claro si los tiradores dejaron de disparar y permitieron que los niños escaparan después de que le dispararon a Christina Johnson —después de darse cuenta de que en los vehículos no se encontraban sus rivales— o si simplemente no lograron dispararles.

Los atacantes escaparon hacia la ladera poco después, mientras los niños se ocultaban en la maleza. Dirigidos por el hijo mayor, Devin Langford, de 13 años, salieron del vehículo y corrieron al barranco para esconderse detrás de los arbustos que se encontraban al costado.

Devin les dijo a los otros seis niños, entre ellos su hermana McKenzie, que caminaría de regreso a La Mora para decirles a los adultos lo que había ocurrido. El trayecto por la carretera es arduo, hay rocas enormes y tierra suelta y llena de sedimentos, por lo que es difícil incluso para los vehículos de cuatro llantas pasar por ahí. A pie y al lado de la carretera, como viajó Devin, es increíblemente difícil: por lo menos 24 kilómetros de barrancos llenos de zarzas espinosas y rocas sueltas.

El chico recorrió todo el camino y llegó a La Mora alrededor de las 5 p. m., de acuerdo con la familia. Formaron un grupo de búsqueda y de inmediato fueron al sitio donde estaban ocultos los otros niños.

El equipo de rescate de LeBarón finalmente llegó al sitio de la emboscada poco después de las 7:00 de la noche. Encontraron a ambas madres muertas: Dawna Langford en el asiento del conductor, recargada sobre el volante, y Christina Johnson en la parte trasera del auto, con una camiseta y pantalones de mezclilla.

“Le dispararon con las manos en el aire”, dijo LeBarón.

El grupo de La Mora pronto llegó al lugar. Devin, que había visto a su madre y a sus dos hermanos morir en el tiroteo, sirvió de guía.

Cuando el grupo llegó, descubrió a cinco de los niños vivos. Pero McKenzie Langford, de nueve años, no estaba ahí. Había ido tras su hermano para alertar a las familias.

Los hombres buscaron hasta bien entrada la noche, siguiendo el rastro de sus huellas. Le faltaba un zapato y había dejado tras de sí un patrón distintivo que alternaba un pie descalzo con un pie que calzaba tenis.

Al final la encontraron al lado del camino, en la oscuridad. Los hombres lloraron de alivio.

Un hogar destrozado

Los familiares levantaron los cuerpos, los sacaron de los vehículos y los llevaron de regreso a La Mora para sepultarlos. Incluso después de que llegaron las autoridades a recorrer los sitios de las emboscadas días después, los familiares encontraron lo que no habían visto los investigadores: cartuchos de bala y un zapato perdido de McKenzie, que los funcionarios habían aplastado con su auto cuando se dirigían a la escena del crimen.

En un taller grande del tamaño de un hangar, la familia construyó ataúdes y recibió a un grupo de soldados y miembros de la Marina que fueron enviados ahí para protegerlos.

Dos de los esposos de las difuntas se sentaron en sillones en uno de sus hogares, envueltos con cobijas, con el rostro hinchado y la mirada vacía. Sus hijos jugaban en el piso con peluches y juguetes, mientras la familia comía huevos fritos, papas y pan tostado.

Para estos hombres, La Mora había quedado manchada. Howard, el esposo de Rhonita Miller, quería sepultar a su esposa a horas de ahí, en LeBarón. Tyler, el esposo de Christina Johnson, quería hacer lo mismo, y se preguntaba si podría soportar estar más tiempo en La Mora.

En la casa familiar, cuatro generaciones de mujeres se reunieron a vivir el duelo. El olor a sopa de pollo y tamales hechos en casa llenó el ambiente. Llegaron visitas con maletas, listos para acudir al funeral.

Los parientes se aferraban unos a otros, abrazándose, tomándose de las manos y sentándose muy juntos. Una de las niñas tocaba el piano y la familia cantaba.

La familia acababa de celebrar una fiesta de despedida para Christina Johnson en esa misma casa. Había decidido irse de La Mora para reunirse con Tyler, quien vivía en Dakota del Norte. Aunque le encantaba criar a sus hijos en La Mora —en el campo, rodeada de hermosas vistas de paisajes interminables— extrañaban vivir juntos.

Al día siguiente, se dirigió a LeBarón para comenzar la mudanza. Las mujeres hablaron del miedo que les causaba la carretera y acordaron ir todas juntas en caravana para estar seguras.

En general, creían que estaban seguras, pues el cártel local las conocía. A veces sus miembros incluso bajaban de la montaña para ayudarles a cambiar una llanta desinflada. Además, tenían que ir. Tenían asuntos familiares que resolver.

Su abuela, Virginia Sedgwick, quien pasaba temporadas en La Mora y en Utah, veía cómo iba y venía emocionada.

Recordó que tres veces llegó y abrazó a Sedgwick y le dijo que estaba muy feliz de mudarse a un nuevo lugar hermoso para vivir con su esposo, quien trabaja en la industria petrolera.

“Y sí fue a un lugar hermoso”, dijo. “La pena que siento es porque no la veré de nuevo por ahora”.



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