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El muro de Donald Trump pone en riesgo la naturaleza


2019-12-09

Por Francisco Cantú, The New York Times

Mientras lees esto, se están levantando enormes paredes de concreto en la frontera entre México y Estados Unidos que atraviesan refugios de vida silvestre y espacios naturales.

Los primeros recuerdos de mi infancia son del viento recorriendo los desiertos del oeste de Texas, las suaves colinas y picos rocosos del Parque Nacional de las Montañas de Guadalupe, donde mi madre trabajaba como agente forestal para el Servicio de Parques Nacionales. Sus funciones no solo se limitaban a proteger y preservar lugares naturales hermosos, sino que también consistían en traducir sus paisajes a los visitantes a través de historias. Ella me contaba esas historias todo el tiempo en la casa, en excursiones, en el carro; incluso las entrelazaba en las letras de las canciones que me cantaba a la hora de dormir.

Las montañas de Guadalupe, ubicadas a hora y media del río Bravo, podrían ser consideradas parte de una extensa red de parques fronterizos y reservas naturales. Por su proximidad a nuestra frontera eternamente militarizada, estas zonas ahora son de los entornos naturales más amenazados del país. El peligro más inminente viene, por supuesto, de la fijación del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con aumentar la impresionante cantidad de barreras que ya se extienden a lo largo de un tercio de nuestros 3169 kilómetros de frontera con México.

Aunque para algunos podría ser reconfortante pensar que el gobierno de Trump ha sido completamente incapaz de cumplir sus promesas de campaña más simbólicas, muchas de ellas llenas de odio, la realidad es más alarmante: mientras lees esto, se están levantando paredes enormes de concreto y acero que atraviesan monumentos nacionales, refugios de vida silvestre y espacios naturales. En total, más de 209 kilómetros de tierras en protección federal están en peligro.

Aquellos que buscan minimizar las nuevas construcciones insisten en que los nuevos muros solo están remplazando otros que ya estaban allí, por lo general barreras para vehículos de 1,2 metros de altura que casi no alteran el movimiento de la vida salvaje o los ritmos naturales del entorno. Los muros de más de 9 metros que están tomando su lugar son fácilmente escalables para los humanos pero completamente impenetrables para la mayoría de los animales salvajes. Las nuevas construcciones también aumentan el riesgo de inundaciones y para realizarlas es necesario drenar preciadas aguas subterráneas desérticas, lo que amenaza con modificar permanentemente ecosistemas enteros.

El 7 de diciembre, una coalición de grupos de protección ambiental llevó a cabo una jornada activista desde Tucson hasta Laredo, Texas, en un esfuerzo por sensibilizar a la opinión pública y corregir la narrativa mediática que desestima el peligro claro y concreto planteado por el muro. Las organizaciones exigieron que el congreso estadounidense anule el financiamiento del muro fronterizo —que Trump ha desviado con éxito del Departamento de Defensa después de declarar una “emergencia nacional”— antes de la fecha límite de las asignaciones del congreso, el 20 de diciembre.

El mes pasado, en el trigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, unas 300 personas se reunieron en el Monumento Nacional Organ Pipe Cactus de Arizona para manifestarse contra la construcción de nuevos muros. Muchos de ellos mostraron carteles o vistieron trajes para llamar la atención sobre algunas de las especies locales que están al borde de la extinción, como la tortuga de pantano de Sonora, el pez Cyprinodon eremus y el berrendo sonorense. De acuerdo con el Centro para la Diversidad Biológica, más de 93 especies protegidas enfrentan un riesgo inminente por la ampliación del muro.

Tuve la oportunidad de escuchar a una activista indígena tohono o’odham anunciar a través de un megáfono que más de cuarenta leyes federales y estatales habían sido suspendidas para iniciar la construcción del gigantesco muro que estaba detrás de ella.

Hace una década, estuve vigilando esta zona como agente de la Patrulla Fronteriza. Recién graduado de la universidad en 2008, había entrado a la agencia convencido de que un trabajo como este me daría la oportunidad de entender el endurecimiento de la frontera desde adentro. Además, ingenuamente imaginé que podría de alguna manera convertirme en una fuerza de compasión y nobleza dentro de una institución conocida por su crueldad.

Poco después de llegar a mi estación, mis compañeros aprendices y yo tuvimos que perseguir a un grupo de contrabandistas de marihuana a través de áreas protegidas de monumentos naturales. Luego de varios kilómetros, encontramos un montón de mochilas junto a varias pacas de marihuana abandonada. Alentados por nuestro supervisor, mis compañeros de trabajo saquearon las pertenencias abandonadas por hombres muy probablemente tentados al contrabando por la promesa de tarifas reducidas para su propio ingreso a Estados Unidos. Los agentes esparcieron sus ropas en lo alto de los árboles y los cactus, pisotearon sus alimentos y se embolsaron sus cigarrillos. Uno de mis compañeros incluso orinó sus mochilas, riéndose bajito como un niño malicioso.

Rápidamente caí en la cuenta de que, aunque estábamos dentro de los límites de un monumento nacional y la norma lo prohibía enérgicamente, estos desechos serían abandonados en el desierto sin titubeos y no se haría ningún esfuerzo para evitar que los hombres que habían huido terminaran perdidos o desorientados en el vasto desierto circundante. Los muros existentes ya habían empujado a estos hombres a cruzar por esta área remota, y ahora ellos, como sus pertenencias, quedarían abandonados a la intemperie, desechados en el desierto como basura.

Hoy, ese mismo desprecio por el entorno, por las personas que lo cruzan y por todos aquellos que lo consideran su hogar se está convirtiendo en un mandato a lo largo de toda nuestra frontera. En el lugar de la protesta del mes pasado en Organ Pipe, un hombre akimel o’odham llamado Philip Robert señaló la amplia franja de desierto deforestado para abrirle paso a la construcción del muro. “Suspendieron todas esas leyes para matar a nuestros saguaros”, gritó con el megáfono, refiriéndose a los cactus grandes y cilíndricos que son el sello distintivo del desierto de Sonora.

“Es una vergüenza”, gritó, y se le unieron los manifestantes, “deberían estar avergonzados”. Robert temblaba y maldecía, y fue momentáneamente superado por la indignación antes de entregarle el megáfono a un acompañante. Varios minutos después, pidió hablarle al público nuevamente. “Solo quiero pedir disculpas por las malas palabras”, dijo. “Vine a elevar una oración”. Luego entonó una canción en su lengua nativa a los que se habían acercado, una historia sobre la tierra y las fuerzas que la moldearon.

Si los parques nacionales son “la mejor idea de Estados Unidos”, entonces construir muros que los atraviesan seguramente cuenta como una de nuestras peores ocurrencias. No hay manera de proteger la naturaleza de la frontera si se construye un muro que la atraviese. Si no se puede evitar que las construcciones continúen, no deben suceder de manera silenciosa u oculta gracias a narrativas mediáticas creadas en distantes centros de poder. Los “fronterizos” continuarán gritando nuestras historias, cantando nuestras canciones y temblando con justa indignación hasta que los muros dejen de erigirse y, finalmente, sean derrumbados.



regina


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