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Ciudad de México, la mejor palanca para salir de la pobreza
Por JON MARTÍN CULLELL | El País México 10 DIC 2019 - 22:21 CET Ni preguntaba el precio del menú por miedo a que lo reconocieran. Durante años, Juan Carlos Hernández, cabello color azabache y ojos oscuros, pasaba sin detenerse delante de los restaurantes hipster de Ciudad de México. Quería entrar, pero no lo hacía porque sentía que caminaba con un cartel en la frente: "Soy pobre". Tras 29 años de cargar con él, piensa que se lo ha quitado de encima. El primer universitario de la familia, trabaja como publicista en uno de los barrios más caros de la capital y cobra cuatro veces más que sus padres: “He salido del hoyo”. Quien nace o se cría en Ciudad de México parte con ventaja. En la capital, seis de cada diez personas en pobreza consiguen superar esa condición, mientras que en el ámbito nacional esta cifra se reduce a algo menos de tres de cada diez, según un informe del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) que se presenta este martes. Es el primer estudio que permite comparar la movilidad social entre distintas regiones. La capital sobresale en un país marcado por altos niveles de desigualdad y pobreza —41% de la población vive con privaciones, según los últimos datos oficiales—. La zona sur tiene los peores resultados; apenas un 14% de las personas que nacen pobres sale de esa condición. El estancamiento es la norma y Ciudad de México, la excepción. Con seis años, Hernández llegó a la capital, una urbe donde conviven más de 23 millones de personas, sin hablar una palabra de español, solo náhuatl. Sus recuerdos le vienen en flashes: escenas de bullying en el patio del colegio, la sensación de no encajar, nostalgia de su pueblo en la sierra de Veracruz. Se crió en el cinturón obrero, en departamentos donde cortinas y muebles hacían de paredes. Su madre era empleada del hogar y su padre, trabajador en una fábrica de velas. Llegaban a duras penas a fin de mes. Dos veces al año preparaban unas tortas e iban de excursión a la Alameda Central, el parque del centro de la capital. En la escuela era un niño retraído, como “una caja fuerte”, se describe. No hablaba de sus orígenes a los compañeros y tampoco los llevaba a casa. Y, mientras, un pensamiento que le taladraba: “Tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí”. Sacaba buenas notas y consiguió ingresar a un Colegio de Ciencias y Humanidades, parte de una red de centros educativos concebida en los años setenta para facilitar el acceso de la clase trabajadora a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la de mayor prestigio del país. En la UNAM se graduó con una especialidad de publicidad y desde entonces ha encadenado trabajos que le han permitido subirse a un avión y plantarse en Cuba de vacaciones, algo inimaginable unos años atrás. Para explicar casos como el de Hernández, la economista Eva Arceo, del Centro de Investigación y Docencias Económicas (CIDE), señala el mayor dinamismo económico de la capital y el abanico de opciones educativas que ofrece. “La capital concentra las universidades públicas de mayor calidad del país adonde también alcanzan a entrar los estratos con menores ingresos y hay más oportunidades de empleos”, explica. “Además, la ciudad tiene una de las tasas de participación femenina más altas”. Un 50% de mujeres en edad de trabajar lo hace, frente al 45% de promedio nacional. Pero la mayor movilidad social también convive con altos niveles de desigualdad. Ciudad de México representa el 16% del PIB nacional y sus élites son casi igual de herméticas que en el resto del país. Solo siete de cada cien personas nacidas en pobreza llegan al grupo de mayores ingresos, según el estudio del CEEY. Y tan difícil es subir como bajar; apenas tres de cada cien personas nacidas entre los más ricos caen hasta el grupo con menores ingresos. El director del centro de análisis y coautor del informe, Roberto Vélez, sostiene que la movilidad de largo alcance sigue siendo una rareza; los saltos, cuando se dan, suelen ser al estrato inmediatamente superior. “La estratificación social no se está diluyendo”, explica Vélez. “Es muy difícil caer; las condiciones de ventaja se heredan y el paquete de oportunidades es completamente distinto”. La familia González es un buen ejemplo. Viven en una casa de una planta en un cerro con vistas a la riqueza. A su alrededor se levantan los rascacielos acristalados del distrito de Santa Fe, antiguo tiradero de basura convertido en centro financiero y de ocio para las familias acomodadas del oeste de la capital. Pedro González, de 60 años, dice ‘allá’ y hace un gesto con la cabeza para referirse a la vecina opulencia, donde el metro cuadrado puede llegar a valer 60,000 pesos, unos 3,000 dólares, equivalente a veinte veces el salario mínimo mensual. Una y otra mitad coinciden cuando el Cirque du Soleil instala su carpa en un terreno cercano; González y la gente del cerro se encarga de estacionar los coches de los vecinos de más allá. Chófer y plomero según las circunstancias, Pedro González lleva toda la vida en ese cerro. Sus abuelos, pastores de borregos, llegaron en tiempos de la revolución mexicana, cuando la capital empezó a absorber mano de obra barata llegada del campo. Los padres vivieron mejor que los abuelos y él vive mejor que sus padres, pero la norma se ha truncado con la nueva generación. Su hijo y su nuera rozan los cuarenta años y todavía viven con los González. Tienen un puesto ambulante de comida en la esquina. “No les va mal. Hacen unas quesadillas riquísimas”, afirma él. La nuera Janet Cortés, de 35 años, no está tan convencida. Estudia un máster de Derecho en una universidad privada en la que lleva invertidos unos 350,000 pesos y todavía no ha encontrado trabajo de lo suyo. “Te entra una frustración. Trabajas y estudias y te partes en mil pedazos y al final te quedas con nada”, explica. Eva Arceo, del CIDE, atribuye el cambio al auge de un sector servicios precario. “La terciarización de la economía se ha visto más en la capital que en otras ciudades, con empleos de baja calidad que han ido llenando los jóvenes”. Cortés carga, además, con un peso adicional por el solo hecho de ser mujer. Solo cinco de cada 100 mujeres nacidas entre los más pobres alcanzan la cúspide, frente a once de cada 100 hombres. A un par de kilómetros del cerro de los González, la otra cara se asoma en forma de centro comercial de lujo. Un árbol de Navidad cuelga del techo, una peluquería canina cepilla y seca a dos mastines blancos, y Mariana de Hoyos consulta su teléfono sentada en un banco. Estudia Relaciones Internacionales en el Tec de Monterrey, licenciatura por la que su familia ha pagado alrededor de un millón de pesos, unos 50,000 dólares. Es consciente de vivir en una burbuja. “Siempre fue mi realidad. Conforme fui creciendo me di cuenta de que esto no era México”, dice esta joven de 24 años. También reconoce que ha ido a peor: “Mi padre estudió en universidad pública y tenía amigos de Ecatepec [un barrio obrero]. Yo no”. Pese a ser la mejor palanca para salir de la pobreza, la capital tiene todavía camino por recorrer. Roberto Vélez, de CEEY, apunta a la necesidad de reforzar el sistema de cuidados a niños y ancianos para impulsar el empleo femenino y a la importancia de mejorar la calidad de la educación pública. Según el informe del centro apenas el 10% de los hijos de padres sin estudios llega a la universidad. "Los datos sugieren que hay una restricción para entrar; estás dejando a los grupos más desaventajados fuera", explica. Juan Carlos Hernández se considera un afortunado. Vive en un departamento del centro y tiene cuarto propio. "Sin importar el tamaño, cierras la puerta y estás tú solo; puedes llorar, ponerte la serie que te guste...”, valora. Ha jugado sus cartas y ha ganado. No es el caso de sus dos hermanos. Dejaron la escuela y ahora trabajan de peluquero y de barista. Quiere ayudarles a volver a los estudios pero, mientras, él sigue con la vista al frente. “Ya salí de allí; la pregunta ahora es qué quiero hacer”, dice. “Y eso es un sentimiento bueno”. regina |
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