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Un Reino que estaba Unido
Xavier Vidal-Folch, El País La derrota de Jeremy Corbyn ha sido estrepitosa. Así que deja las manos enteramente libres a Boris Johnson sobre el futuro del país, y especialmente sobre su relación futura con Europa. El laborismo ha cosechado uno de sus peores resultados históricos, ante el que la dimisión por fascículos de su líder parece reacción escasa. Ha perdido escaños emblemáticos, como el que ostentó hace ya mucho Tony Blair. Y pese a absorber buena parte del voto útil liberal, que se ha estrellado (su ya dimitida líder, Jo Swinson no logró mantener su escaño, igualando la desgracia de su predecesor Nick Clegg), ha retrocedido sustancialmente sobre sí mismo. El tamaño del desastre laborista se mide mejor por comparación con la resistencia de otros ante el huracán del rubio populista. No es que el triunfante conservador Boris Johnson le haya arrollado por sus virtudes. La prueba es que donde el partido tory se ha enfrentado a una formación política sólida, pertrechada de un programa europeo consistente y cohesionada tras un liderazgo efectivo, el Partido Nacional Escocés, se ha hundido: las huestes de Nicola Sturgeon han obtenido en su territorio cuatro quintas partes de los escaños. Así que el factor Corbyn es la principal causa del hundimiento laborista. Con algunas consecuencias ilustrativas para el resto de partidos socialdemócratas europeos (y americanos) en su intento de recuperar sus menguantes bases tradicionales. Un cierto giro social frente al síndrome de la tercera vía socioliberal puede ser admisible (incluso muchos considerarán que recomendable), especialmente en lo tocante a la restauración del gasto en bienestar y servicios sociales públicos. Pero siempre que no los devuelva al pasado más anticuado de las nacionalizaciones sistemáticas y el dirigismo económico estatista: es decir, si conservan su clientela trabajadora, pero nunca a costa de enajenarse las clases medias huérfanas, desconcertadas y en proceso de seducción por el populismo simplificador. Mediando todos los trasvases cruzados que sociólogos y estadísticos escudriñarán con exactitud, la crudeza del escrutinio se resume en que los conservadores han aupado su éxito sobre el fracaso de los laboristas: el grueso de lo que aquellos ganan es a costa de estos últimos. En términos europeos, en la radiografía sobre qué Brexit se ha impuesto (un factor esencial de la campaña y los resultados), ha ganado su versión dura, la pactada por Boris Johnson el 17 de octubre con los otros 27 Estados miembros (exclusión del mercado interior); frente a la blanda de Corbyn, que pretendía mantener a los británicos en la unión aduanera, y someterla al repaso de un segundo referéndum, en el que ambiguamente (como desde el primer momento) él mismo se abstendría. Así que el 31 de enero se debe producir la retirada formal británica de la Unión Europea. Pero otra cosa es que, contra lo que Johnson ha prometido, la escapada efectiva pueda registrarse en el año de plazo que queda, según lo pactado, para acordar la relación futura entre la isla y el continente. Doce meses nunca han bastado para negociar un gran acuerdo comercial —que eso al menos sí se pretende— y menos si se necesita casi la mitad de ese plazo para la redacción y traducción del próximo tratado bilateral. Otra de las promesas en falso del primer ministro saliente y entrante es que la frontera entre el Norte de Irlanda y el resto del reino sería blanda e imperceptible. Un reciente informe de su propio Gobierno alertaba de que se requerirán “controles de alto nivel” de los que se derivarán “impactos legales y políticos” en la vinculación Belfast-Londres. De modo que el éxito personal del líder conservador puede derivar hacia un fracaso histórico del reino, por las tensiones secesionistas que suscitarán sus consecuencias: en Escocia (segundo referéndum de independencia), el Norte de Irlanda (posible apertura de un proceso de reunificación irlandés) e incluso en Gibraltar. Jamileth |
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