Formato de impresión


Noticias de Castrópolis


2019-12-17

Por Néstor Díaz de Villegas, The New York Times

La revolución ha durado sesenta años, exactamente el mismo tiempo de mi vida. Ningún régimen político tiene derecho a tomar por asalto la existencia de los otros.

Si alguna vez pudiera fundar un diario, lo llamaría Noticias de Castrópolis. Hablaría de una isla de náufragos con su típica palmera y su horizonte vacío, rodeada de un océano que se extiende por sesenta años en todas direcciones. Todos los cubanos residimos en Castrópolis, condenados a revivir obsesivamente la historia de un sistema arbitrario conocido como “Revolución cubana”.

En 1974, a los dieciocho años, fui enviado al campo de concentración de Ariza, como una pieza más del engranaje revolucionario. Recibí seis años de condena por haber escrito un poema que denunciaba el cambio de nombre de la avenida Carlos III, en La Habana, por el del depuesto presidente chileno Salvador Allende. La “Revolución cubana” y su sistema arbitrario es el asunto que ha ocupado mi pensamiento y mis escritos hasta hoy. Por eso digo que aún vivo en Castrópolis, donde el tiempo parece haberse detenido.

Revolución 60

Este es un ensayo de Revolución 60, una serie que examina las seis décadas de la Revolución cubana. La sección reúne a escritores, intelectuales, artistas, protagonistas, disidentes y partidarios de la Revolución para discutir su papel en el desarrollo histórico de América Latina y sus relaciones con Estados Unidos en los últimos sesenta años.

Mei-Mei Chan, editora de The News-Press en Fort Myers, escribió alguna vez que la utopía cubana se desmorona con el tiempo y el escrutinio. Como tantos otros, antes y después, Chan echaba mano de una palabra ineludible cuando se trata de la Revolución cubana: utopía. Creo que a esa idea manoseada podría contraponerse la noción de la distopía.

A diferencia de lo que ocurre en la utopía revolucionaria, en la distopía conviven todos los cubanos, sin distinción de sexo, raza ni opiniones políticas: hablo de Castrópolis, la tierra de nadie donde se comparten seis décadas de reminiscencias. El éxodo de los balseros, las escuelas al campo, un puñado de viejas consignas y libros proscritos, los cómics soviéticos, las granjas de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) o el bistec de trapo que las madres ponían en la mesa durante las épocas de hambruna, son solo algunos de los tópicos incomprensibles para el extranjero que todo castroide, no obstante, reconoce de inmediato.

Porque en Castrópolis no hay castristas ni anticastristas, sino castroides: una suerte de piezas de Lego que se acoplan de diferentes maneras para formar estructuras complejas y paradójicas. Las circunstancias nos forzaron a participar en la creación de nuestra propia prisión mental. Así, la cuestión de cómo escapar de Castrópolis puede ser otra trampa: el mayor obstáculo para el desmontaje de Castrópolis es la codependencia, pues nos seduce lo que nos desconcierta. Ejemplos abundan en nuestras historias personales.

Hace algunos años, mientras paseaba por las calles de Miami con mi padre recién llegado, se me ocurrió entrar al taller de mecánica de unos paisanos. Tan pronto puse un pie dentro vi a nuestro vecino en la ciudad de Cienfuegos salir de debajo de un coche, blandiendo una llave inglesa: “¡Néstor, sácamelo de aquí ahora mismo, si no quieres que le parta la crisma!”, me gritó.

Mi padre, un radical en los años del terror revolucionario, había puesto el sello de “Confiscado” en la puerta de su antiguo taller en Cuba. Probablemente papá no lo recordaba, pues habían pasado treinta años y sufría los primeros síntomas del alzhéimer.

Cada cual construye su mazmorra en Castrópolis para dedicarse a rebobinar el rollo cubano. El gran invento de los hermanos Castro no fue el socialismo, sino un retruécano habitable que, como en un castillo de M.C. Escher, obliga a recordar cuando se quiere olvidar, y a entrar cuando se desea salir. El estigma que el “regreso a Cuba” comporta para algunos exiliados carece de fundamento, pues ninguno ha abandonado nunca la isla. Aquello que los viejos exiliados se han prohibido a sí mismos y a sus hijos, tal vez sea el expediente para escapar de nuestra cárcel mental. En realidad, el regreso es liberador.

Lo comprobé a propósito de mis cuatro viajes a la isla a raíz del deshielo y el intercambio de embajadas entre Cuba y Estados Unidos. Varios lectores de mi blog preguntaron qué ganaba con comprar, a precio de usura, un pasaporte que me permitiera entrar a mi propio país. La respuesta era obvia: si bien no podía imaginar con exactitud lo que encontraría casi cuatro décadas después, intuía que, con solo cruzar el estrecho de Florida, el choque con la actualidad me permitiría desprenderme de Castrópolis. El regreso a la isla produce una intensa desilusión: nos demuestra que no solo la utopía ha envejecido, sino también la distopía.

En un teatro habanero al que fui a ver los ensayos de una obra que ponía en entredicho la legitimidad del gobierno, tropecé con un personaje de mi pasado. Entre los censores convocados para decidir si habría estreno o no, se encontraba Pedro de la Hoz, antiguo controlador de las actividades literarias de la prisión política donde pasé parte de mi juventud. Nos reconocimos de lejos, y nos evitamos. Sin embargo, mi enemigo había venido a ver una obra que expresaba las mismas ideas por las que yo había ido a la cárcel.

Otro de los inspectores presentes aquella noche era Fernando Rojas, el viceministro de Cultura de Cuba, sentado a pocas lunetas de mí. Algún tiempo después, unas fotos comprometedoras de su hija Amalia incendiaban los medios sociales. La chica aparecía de vacaciones en varios lugares pintorescos de Estados Unidos. En respuesta a los tuits de los cubanos que denunciaron su duplicidad, el viceministro Rojas acusó a sus críticos de “estalinistas”. Los tuiteros le preguntaron si la próxima vez los acusaría de castristas.

Ese nivel de absurdo solo es alcanzable cuando un proceso sociopolítico cuenta con enormes extensiones de tiempo. Una tiranía puede sentarse a esperar a que la Historia pierda el sentido y empiece a dar vueltas en reverso, sin importarle si la obra que se repite sea drama, comedia o farsa. Sin preocuparle si se trata de utopía o distopía.

El mundo dio una vuelta completa en estos sesenta años revolucionarios, que coinciden exactamente con el tiempo de mi existencia. Pero ningún régimen político debería durar una vida. Nadie tiene derecho a tomar por asalto la existencia de los otros.

El precio del castrismo fue la utopía; su secuela, un retruécano habitable que nos obliga a entrar cuando queremos salir. En su isla, los castroides miran al horizonte y continúan dándole vueltas al mismo rompecabezas. Sesenta años no han sido suficientes para resolverlo. Quizás tampoco alcance todo el tiempo del mundo.



Jamileth


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com