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Un presidente en busca de su legitimidad
Gabriel Palumbo, El País Desde hace apenas unos días, Alberto Fernández es el nuevo presidente argentino y esto abre un nuevo ciclo político. Ninguna experiencia política, por más tributaria a una tradición o a un partido que sea, es idéntica a la anterior. Los que por comodidad para ejercer la oposición sueñan con un Gobierno con las mismas rutinas y el mismo temperamento que el último kirchnerismo muy probablemente se equivoquen. Tal vez se equivoquen también los que se esperancen demasiado con algunos de los giros del discurso de asunción del presidente Fernández. La intervención frente a la asamblea legislativa tuvo, para Alberto Fernández, la importancia que tienen los momentos únicos. Como protagonista exclusivo del escenario, su intención fue la de encontrar una legitimidad que viene sesgada desde ese sábado en el que a Cristina Fernández de Kirchner se le ocurrió ungirlo como candidato y secundarlo. La forma en que Alberto Fernández llega a la presidencia es atípica y sabe que los votos no son del todo propios, pero al mismo tiempo es un hombre con la suficiente experiencia política como para advertir que, en un país hiperpresidencialista, una vez sentado en el sillón, su poder se acrecienta y la capacidad decisional y el manejo de la caja pública convierten a cualquier mortal en un seductor estadista. Alberto Fernández usó el discurso inaugural de su mandato para disputar poder interno, frente a un contexto en el que las diferencias dentro del partido de gobierno serán el punto cero de la política argentina. En los próximos meses la sociedad argentina será espectadora de la puja dentro del acuerdo peronista, en medio de restricciones económicas muy fuertes y de un contexto internacional y regional que no deja margen de maniobra. Conocedor de esta combinación de limitaciones, el presidente eligió como estrategia discursiva diferenciarse de quien es, en definitiva, la fuente de su poder. Con Cristina Kirchner a su lado y espiando los papeles del discurso, Fernández habló de respeto a las instituciones, de salvar las diferencias entre los argentinos y de no caer en mesianismos y actitudes violentas. Previsiblemente, el discurso fue un glosario de buenas intenciones en el que la clave era mostrarse moderado y capaz de absorber la presión de una situación muy difícil. Las apelaciones a la historia reciente, sobre todo la recurrencia a situarse al lado de Raúl Alfonsín —el padre de la actual democracia argentina— y el reconocimiento a Gobiernos no peronistas, van en la misma dirección de conseguir legitimidad más allá de las fronteras de su propia base de sustentación electoral. A la vaguedad de este tipo de enunciados se le contrapone una serie de anuncios más vertebrados, que hacen encender algunas luces de alarma y que no se distancian de un ejercicio populista más parecido al kirchnerista. Una reforma de la justicia sin demasiada especificación y presentada de un modo excesivamente sobreideologizado, junto con la intervención de la Agencia de Inteligencia y reformas en el manejo de la pauta oficial para los medios de comunicación, aparecen en el horizonte como una rémora y refuerzan, una vez más, la presencia de tensiones dentro del nuevo Gobierno. La sinuosa manera con que el presidente habló de la importancia de la mujer en esta etapa, al mismo tiempo que no mencionó la cuestión del aborto, es una demostración ostensible de una Administración que se inicia marcada por dos universos de rara conciliación, la de conceder a su base progresista y no hacer enojar al Papa Francisco. Estas tensiones son la continuidad de lo que ocurre desde que la fórmula Fernández-Fernández se consagró ganadora. Mientras algunos se dedicaron a forjar la imagen de un presidente conciliador, los otros se dedicaron a sitiar el campo simbólico con referencias populistas y a ganar poder propio en las Cámaras y en la provincia de Buenos Aires. El loteo por facciones que terminó siendo el armado del Gabinete de Ministros confirma la hipótesis de un Gobierno en disputa. El destino del nuevo ciclo político se jugará, fundamentalmente, en la capacidad, virtud y fortuna que muestre para conciliar expectativas. La preocupación de Ralf Dahrendorf acerca de la tensión entre la generación de expectativas y las posibilidades de la política y la economía para resolverlas tendrá su capítulo peronista. Los anhelos son principalmente económicos, pero no son los únicos. En el amplio mundo de lo simbólico, muchos actores sociales importantes tienen un ánimo de revancha política y de retorno de una gramática beligerante, patriagrandista y populista que tal vez no pueda ser saciado. Es imposible saber hoy cuánto tiempo o cuánta paciencia tendrán los protagonistas de estas expectativas frente a la realidad de la gestión política. Para equilibrar el mal maridaje que resulta de la crisis económica y las internas peronistas, la democracia argentina va a necesitar de una oposición y de una sociedad civil activa y responsablemente comprometida. Jamileth |
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