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La ley del búmerang
Antonio Ortuño, El País Hacer promesas es uno de los perpetuos recursos de los que echan mano los políticos. A veces, esas promesas funcionan y son como un cuchillo que le lanzan al adversario, porque una promesa no se verbaliza al azar o porque sí: se asegura que se hará lo que otro no quiso o pudo y la gente reclama como necesario (y, de paso, se subrayan las insuficiencias e ineptitudes de quienes han ejercido el poder y no fueron capaces de notar lo que urgía); solo un político muy desorientado, o muy poco ambicioso, lo sabemos, se compromete a dejar todo tal y como lo encontró. Pero otras veces, las promesas terminan por convertirse en un búmerang: regresan, se estampan en la cabezota del que las hace y le dejan una marca inocultable. En una democracia, los candidatos en campaña se comprometen a tomar una serie de medidas o a llevar a cabo ciertas acciones para atraerse seguidores. Y esos seguidores, es decir, las personas que les creen que cumplirán, ya sea porque les conviene o porque tienen fe (parece mentira, pero esto tipo de ciudadanos abunda), enarbolan esas medidas y acciones para tratar de convencer a otros de empeñar su voto en el mismo sentido que ellos. Una vez que su candidato está en el poder, sus partidarios rememoran esas promesas y las presentan ante los escépticos o los detractores como si fueran la línea del horizonte, como el futuro anhelado al que la nación (o el municipio, o lo que sea) alcanzará de la mano del político de marras y de nadie más. El actual presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, hizo varias promesas durante su larga campaña presidencial (que, dado que logró ser electo al tercer intento, duró la friolera de dieciocho años, ya que comenzó a operar con la lógica de un candidato desde el día que tomó posesión como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México). En la campaña que lo llevó al poder, la promesa fundamental fue acabar con la corrupción. Toda su plataforma giró en torno a esa idea. Cuando se le consultaba sobre temas de violencia, rezago económico, servicios públicos, etcétera, las respuestas acababan por confluir en un punto: se acabaría con la corrupción y cortar ese nudo gordiano permitiría resolver, uno por uno, todos los demás conflictos. Los matices comenzaron a surgir cuando el ejercicio del poder los hizo inevitables… Entre enero y noviembre de este 2019, según puede verse en Compranet, el portal pertinente del gobierno, el 78% de los contratos federales se concedieron por adjudicación directa, es decir, sin proceso de licitación alguno, pese a que el Plan Nacional de Desarrollo aseguraba que tal figura legal se prohibiría (recordemos que los contratistas consentidos, los que andaban repartiendo “Casas Blancas”, ya habían dado mucho de qué hablar en el sexenio anterior, el de Enrique Peña Nieto). No existe, hasta el momento, una explicación oficial clara en torno a este asunto, que es primordial, dado que tiene que ver directamente con la forma en que el gobierno ejerce el presupuesto (en democracia se concursan, por lo general, desde la compra de clips hasta la construcción de una carretera). Pero el combate a la corrupción también opera en un nivel simbólico. Y qué podemos decir en ese terreno, si esta semana la investigación de la Secretaría de la Función Pública sobre los abundantes bienes del director de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), Manuel Bartlett, concluyó con una exculpación total del viejo “dinosaurio”, una de las figuras más emblemáticas del priismo durante decenios, pero que, convenientemente, supo leer el cambio de marea y apoyó a López Obrador a tiempo para volver al “campo de fuerza” de la protección presidencial. Las decenas de propiedades millonarias de Bartlett, se nos explicó, en realidad son de sus hijos o de su pareja sentimental, con quien no lo une lazo legal alguno… Adjudicaciones directas, contratistas consentidos y políticos a los que se les hacen “limpias” a la medida para que nadie ose extrañarse por el número de propiedades que poseen. Nada que no conozcamos, claro, porque venimos de decenios de “jugadas” y leguleyadas así. El problema es que había una promesa ¿recuerdan? Que la corrupción no iba a ser tolerada. Ese es el búmerang que viene de regreso. Jamileth |
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